La paz se planea, no solo se desea
Es fundamental que el Gobierno de Gustavo Petro demuestre que sabe lo que está haciendo y que la situación no se le está escapando de las manos
Si algo ha dejado claro el Gobierno de Gustavo Petro en estos 10 meses de mandato es su apuesta por terminar los años de conflicto armado y violencia en el país mediante el diálogo. Desde su discurso de posesión hasta el recién aprobado Plan Nacional de Desarrollo, nos ha transmitido la esencia de su apuesta: dialogar sobre cómo no matarnos, buscar caminos comunes y resolver las viejas violencias y las que surgieron o cambiaron debido al incumplimiento de procesos de paz. El objetivo final, declara, es proteger la vida y asegurar que la vida digna sea el centro de la política pública. Y un paso para lograr lo anterior es brindar la oportunidad de que todos los actores violentos puedan hacer un tránsito hacia el Estado Social de Derecho, por medio de negociaciones o “conversaciones sociojurídicas”, dependiendo de si el grupo es considerado rebelde o una estructura criminal de alto impacto.
Estos diálogos empezaron a ser más mediáticas desde el momento en que el presidente sancionó el marco jurídico de la llamada paz total. Se reactivó la mesa de negociación con el ELN. Buenaventura se presentó como un laboratorio de paz por la fase explotaría de diálogos y la tregua entre las bandas Los Espartanos y Los Shottas. Se anunció la futura instalación de una mesa de conversaciones con el llamado Estado Mayor Central y un piloto de paz urbana en el Valle de Aburrá. Al menos 22 grupos armados anunciaron su interés de sumarse a la paz total como el Clan del Golfo, la Segunda Marquetalia, los Pachencas o los Rastrojos Costeños. Además, al inicio del año, el presidente anunció el acuerdo de un cese bilateral con cinco organizaciones. Esta avalancha de anuncios provocó un amplísimo espectro de respuestas entre la ciudadanía: desde ilusión, esperanza y expectativas, hasta escepticismo, desconfianza y pesimismo.
La acumulación de varios hechos desfavorables está inclinando la balanza hacia el lado negativo, especialmente porque cada vez es más claro que el Gobierno no ha realizado la planificación necesaria para ganar esta descomunal apuesta. No basta el deseo, el voto de confianza, el “siempre es preferible intentarlo en vez de no hacer nada”: es fundamental que el Gobierno demuestre que sabe lo que está haciendo y que la situación no se le está escapando de las manos. Porque hasta ahora algunos hechos muestran lo contrario.
Por ejemplo, el ELN desmintió al presidente al afirmar que no habían pactado un cese al fuego bilateral y se atribuyó el reciente atentado a miembros de la Policía en Tibú. Por un ataque a la Fuerza Pública el presidente declaró el declaró el fin del cese con el Clan del Golfo y esta semana anunció la suspensión parcial del alto el fuego con el Estado Mayor Central tras conocerse que un frente de este grupo asesinó a cuatro menores de edad que habían sido reclutados forzosamente. En Buenaventura la tregua se rompió y han aumentado los hechos violentos.
Por supuesto que el Gobierno no es quien recluta o quien hace los atentados, pero sí es quien se ha marcado el objetivo de que cesen por la vía de la paz total. A pesar de algunos impactos positivos, lamentablemente en ese objetivo no está dando los resultados esperados. Entre los motivos, podemos considerar al menos cuatro grandes fallas.
La primera es el aparente desconocimiento o información incompleta sobre los grupos con que se dialoga. Por ejemplo, el mismo presidente ha dicho que duda si los jefes del ELN sentados en la mesa de negociación realmente mandan sobre el grupo. Expertos en crimen organizado de Medellín cuestionan la inocencia del Gobierno al pensar que basta pedir la paz para que los grupos obedezcan, sin claridad en los incentivos que tienen los miembros de estas organizaciones para entrar en un proceso de sometimiento: como muchos no tienen pendientes con la justicia, ¿por qué querrían someterse?
La segunda es que la legalización de los mercados de drogas, especialmente de cocaína y cannabis, sigue sin ser central en esta conversación. Diversos grupos criminales de alto impacto tienen control sobre uno o varios puntos de la cadena de producción y esto les genera altas rentas. Seguir esperando que el mundo “esté listo” para la legalización de la cocaína nos aleja del objetivo: una paz total sin una regulación de los mercados de drogas es una paz incompleta y débil.
La tercera es la mala comunicación que ha existido desde el Gobierno. Las formas son clave: una negociación es esencialmente comunicación, tanto hacia la contraparte como hacia la ciudadanía. Cierto es que, por tratarse de asuntos delicados que requieren de la construcción de credibilidad entre interlocutores, como ciudadanía no podemos saber todo el contenido de las negociaciones. Sin embargo, Danilo Rueda ha fallado en transmitirnos seguridad, confianza y claridad. Y en el vértigo que está produciendo la paz total esto es fundamental. De hecho, las declaraciones y términos que viene usando últimamente nos hacen dudar si este Gobierno tiene algún límite con los grupos armados o todo vale para conseguir esa idea de paz total.
Por último, se percibe una falta de capacidad institucional. ¿La Oficina del Alto Comisionado para la Paz tiene la capacidad para abordar y mantener todas las conversaciones que está iniciando? ¿Por qué comenzarlas con grupos criminales cuando la ley de sometimiento ni siquiera ha comenzado a discutirse? ¿Por qué no coordinar con otras oficinas del Gobierno para ofrecer servicios en Buenaventura mientras esta ley se aprueba? Al día de hoy no hay una herramienta oficial para someter a estos grupos e incluso el ponente del proyecto de ley, Ariel Ávila, acepta los errores y hace una llamado de urgencia para que esta ley se apruebe pronto, antes de que llegue muy tarde a lugares como Buenaventura. Por eso es vital que quienes lideran la paz total tengan claridad sobre la capacidad del Estado para responder ante todos estos diálogos y ante todas las expectativas que están generando.
Estas cuatro fallas han debilitado la posición del Gobierno tanto en la negociación como entre la opinión pública. Y este es el mayor coste que uno puede pagar en un proceso de diálogo complejo.
Gustavo Petro no ha sido el único presidente en intentar soluciones dialogadas. Cada uno ha debido enfrentarse a los desafíos particulares de cada contexto, y Petro recibió un país con una delicada situación de seguridad, grupos que siguen intentando ocupar vacíos y un proceso de paz que quedó cojo y debilitado. También tiene el desafío de negociar desde la izquierda: políticamente, eso puede hacer que sea automáticamente percibido como más débil en materia de seguridad. Además, aún carga con el estigma de haber pertenecido a un grupo guerrillero, que la oposición utiliza para decir que quiere beneficiar a los grupos armados. Para rematar, cuenta con la competencia en la región de líderes que promueven la mano dura contra los criminales, estrategia que se está cotizando al alza en varios países gracias especialmente a la proyección de un líder autoritario como Nayib Bukele desde El Salvador.
Todo esto solo hace más necesario para el Gobierno mostrar que la paz total es más que un anhelo y que saben lo que están haciendo, porque la fila de bukeles colombianos va creciendo, dispuestos a capitalizar cualquier error. Si la esperanza de una paz total se comienza a convertir en desilusión, habrá más espacio y apoyo para ellos. En su lugar, lo necesario es cimentar el deseo con planes dimensionados, pragmáticos, apegados al conocimiento del territorio y resolutivos con las cuestiones que plantea la ciudadanía: que sí tengan una oportunidad de funcionar.
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