Convivir en paz con las drogas
En 2020 había al menos 284 millones de personas en el mundo que consumieron alguna sustancia psicoactiva declarada ilegal
Cada vez que se menciona la necesidad de un cambio en el paradigma de la lucha contra las drogas o cuando hay un debate en el Congreso sobre regulación de sustancias psicoactivas y plantas, el debate público se llena de exageraciones, falacias y hombres de paja sobre el consumo de drogas. “¿Qué va a pasar con nuestros niños?”. “¿Por qué quieren que todos consumamos?” “Las drogas matan y destruyen familias”. “Hay que tratarlos como enfermos”. “¿Contratarían a alguien que consuma drogas?”. Y (esto es importante) son ejemplos que no sólo provienen de los sectores más conservadores. Son narrativas compartidas sobre las personas que usan drogas que, si no se empiezan a cuestionar, impiden avanzar realmente en el cambio de paradigma que ahora parecen impulsar sectores que se ven a sí mismos como progresistas.
El hecho esencial e irrefutable es que ya existe un mercado de drogas. Es ilegal, pero eso no impide que exista. En 2020 había al menos 284 millones de personas en el mundo que consumieron alguna sustancia psicoactiva declarada ilegal. Esto sin contar sustancias como el alcohol, la nicotina y la cafeína que a veces olvidamos clasificarlas como drogas por ser legales. Este consumo de sustancias psicoactivas no es nuevo (¡lejos!), ni tampoco ocurre solo bajo circunstancias que se perciben como negativas. El ser humano también consume drogas para sentir placer y bienestar, para relajarse, para estimular el pensamiento, para la autoexploración, para dejar de sentir dolor, para mantenerse despierto, para sentir euforia, para aumentar la conciencia sensorial, para desinhibirse. Pero la sanción social al placer y a la autonomía sobre nuestros cuerpos junto con el éxito de la narrativa de la guerra contra las drogas han logrado que las personas usuarias sean estigmatizadas, demonizadas y deshumanizadas.
Del total de personas que usan drogas ilegales alrededor de un 13% tiene un consumo problemático. Sí, de una manera muy hábil alguien le dio la vuelta a los datos: convirtieron la excepción en la regla y nos hicieron creer que solo hay un consumo, el problemático ¿Esto quiere decir que debemos romantizar el consumo de drogas y que no hay riesgos? En absoluto. Por supuesto que el consumo de drogas trae riesgos. Entre otros, puede producir deshidratación, alteraciones del estado de ánimo, náuseas, los conocidos “malos viajes”, hipotermia, taquicardia y en casos de exceso incluso sobredosis. Sin embargo, “riesgos” es la palabra clave en la frase anterior. No la enumeración de los mismos.
Por lo anterior, es vital considerar que la probabilidad de que estos riesgos se vuelvan hechos está condicionada a muchos factores: la dosis, la sustancias y su pureza, la predisposición de las personas, el contexto, el nivel de acceso a información veraz y precisa. Es decir, consumir drogas no convierte automáticamente a la persona en una enferma, sin rumbo ni control. Pero la narrativa establecida convierte los riesgos en hechos y al hacerlo ignora los factores que podrían ayudar a reducir los daños.
Por eso es imprescindible mostrar que la regla es que las personas consumen y son funcionales. Un buen ejemplo es una campaña noruega de reducción de daños que se lanzó en el 2019. Además de contener información sobre cómo reducir los riesgos asociados al consumo (cosas como hacer testeos de las drogas antes de consumirlas, conocer la dosis adecuada, estar en espacios seguros o no mezclar distintas drogas) los protagonistas son personas fácilmente identificables con la mayoría de la audiencia: un amigo, una vecina, un colega, una funcionaria. Todo lo contrario a la gran mayoría de campañas en Colombia donde los protagonistas parecen zombies. Seres inidentificables en la sociedad.
Y dentro de la estigmatización, demonización y deshumanización que hay sobre el consumo tampoco podemos olvidar que como, en toda lucha o guerra, hay un componente de raza y clase. Por ejemplo, aunque el consumo de drogas ilegales en Estados Unidos tiene tasas similares entre estadounidenses blancos y negros, el 69% de los privados de libertad por este delito son los últimos. Ese dato refleja visiones clasistas, racistas o en general excluyentes, en la que mientras alguien de escasos recursos que consume es potencialmente un peligro, alguien de estrato alto que lo hace está explorando, se está divirtiendo. Si alguien de escasos recursos muere de sobredosis siempre hay sospechas (“¿quién sabe en qué andaba?”), mientras que si le pasa a alguien de clase alta “seguro lo engañaron”.
Al final, este estigma hacia el consumo produce el efecto contrario al deseado: si una persona tiene un consumo problemático, lo más probable es que ella y su familia guarden silencio, sientan vergüenza, se escondan. Que no sepan qué hacer o a dónde acudir. Porque las personas e instituciones a su alrededor las estarán señalando. Y lo más probable es que terminen en manos de personas y centros que no cuentan con el conocimiento, las condiciones ni permisos para abordar los consumos problemáticos, logrando el efecto contrario que todos queremos: salvar vidas. Protegerlas.
Para ello, para cuidar la vida, debemos empezar por aceptar (para algunos, paradójicamente) que las drogas no son la amenaza mundial que nos vendieron. Son uno más de los muchos elementos con los que convivimos que conllevan un riesgo, pero que mantenemos con nosotros precisamente porque en ellas encontramos algún tipo de utilidad. El ser humano consume, siempre lo ha hecho, siempre lo hará y por eso debemos buscar convivir en paz con las drogas. La prohibición no es la solución porque nunca ha sido una guerra contra estas sustancias. Fue una guerra creada para controlar y afectar ciertos grupos poblaciones. Es una guerra contra una parte de nosotros mismos.
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