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El cierre de Coltejer desnuda las fragilidades de una industria en declive

Los últimos cuatro trabajadores de una plantilla que llegó a sumar 16 mil personas negocian un acuerdo para dar fin a una de las textiles más antiguas de América Latina

Camilo Sánchez
Un trabajador de la empresa Coltejer.
Un trabajador de la empresa Coltejer.

A Coltejer, durante décadas una de las mayores empresas del sector textil colombiano, le quedan cuatro empleados y un puñado de días antes de desaparecer. La pandemia se ha encargado de dar el último empujón y ha acelerado el cierre de la compañía, que en 2021 reportó una caída del 77% en sus ingresos operacionales respecto al ejercicio anterior. Con la producción suspendida desde septiembre del año pasado en sus dos plantas cerca de Medellín, se cierra un capítulo de 115 años tras el cual más de un economista entrevé claves para explicar el incierto presente del sector industrial colombiano.

La crisis de la Compañía Colombiana de Tejidos, desde 2008 en manos de accionistas mexicanos, viene de principios de los años 90 del siglo XX. Así lo recuerda el líder del sindicato empresarial, Rigoberto Sánchez, un trabajador de 57 años que subraya como principales factores los estragos dejados por el contrabando desbordado y una evidente incapacidad empresarial para innovar: “La maquinaria desde hace años no era la mejor y la calidad de la producción tampoco”.

Si para principios de 2020 la empresa contaba con una plantilla de 900 empleados, en junio de 2021 ya no quedaban más de 450. En medio de la crisis sanitaria más aguda en un siglo, las malas noticias empezaron a llegar a los trabajadores en forma de goteo. En mayo del año pasado ya era público el rechazo del Ministerio del Trabajo a la petición de despido colectivo presentada por Coltejer. Las negociaciones avanzaron. Hoy restan solo cuatro afectados del área administrativa que han rechazado los acuerdos ofrecidos y se aferran, según la empresa, a la posibilidad de una “indemnización exagerada”.

Pese a todo, las directivas mexicanas del grupo Kaltex, presidida por el industrial Rafael Kalach, han informado, en un comunicado publicado en octubre, que la compañía “no ha tomado la decisión de liquidarse, ni disolverse”. Por lo pronto, agrega, la apuesta es arrendar sus bodegas y vender las propiedades de finca raíz en Itagüí, un municipio que forma parte del área metropolitana de Medellín.

Una fuente que pidió guardar su anonimato por haber participado en juntas del gremio textil explica que la venta de inmuebles venía de antes: “Cuando Kaltex le compra la compañía al grupo Ardila Lulle en 2008, Coltejer tenía unos problemas complicados de costos laborales, de viejos pensionados que les pesaba mucho. Los nuevos dueños resuelven hacer el cash out con la venta de activos de finca raíz, y dejar marchitar la empresa, en lugar de invertir en producción, tecnología o investigación”.

Las pérdidas netas en 2020 y 2021 ascendieron a 94.631 .000.000 y 120.923.000.000 pesos colombianos, respectivamente (al cambio actual unos 18 millones de euros y 24 millones de euros).

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Gerardo Sánchez tiene 70 años, es pensionado, y durante 34 años dirigió el sindicato de Coltejer. Advierte que, a pesar de compartir el mismo apellido, no tiene parentesco alguno con el líder actual del sindicato (Rogelio). Confiesa una mezcla de “tristeza” por la situación que atraviesan cientos de personas despedidas con “nostalgia” por la desintegración de la que fuera un “ícono de la pujanza e industria antioqueña”. Fue la primera en ser fundada en América Latina, según el libro titulado Saqueo, del economista y político de izquierda Aurelio Suárez.

Revive los días en que la emblemática Torre Coltejer, aún hoy el edificio más alto de Medellín, fue inaugurada en 1972. Un “símbolo de la ciudad”, resume, que acogía a los altos mandos de la compañía: “En ese entonces era una empresa familiar de los Echavarría, una familia tradicional paisa. Luego vino la etapa del magnate Carlos Ardila Lulle, añade, y más tarde los mexicanos y los cambios constantes de gerentes y remezones constantes en las juntas directivas.

Una sucesión de bandazos que dan pie a economistas como Jaime Acosta para anclar la historia con el momento actual del sector industrial. Acosta explica que durante buena parte del siglo pasado la industria gozó de todo tipo de “ventajas tributarias, arancelarias, dentro de un sistema de mercado cerrado que dio margen para que los industriales manejaran la economía, básicamente, a su antojo”.

Un panorama que forjó, por un lado, un aparato productivo con industrias electrónicas, de textiles, de bienes de capital, de medicamentos genéricos o ensambladoras de automóviles, entre otras: “Aunque hoy solo nos quedan dos, y parece que una de ellas está a punto de desaparecer”, apunta. A su vez el sector se hizo “consciente de que estaba protegido dentro de su propio territorio y que nunca se preocupó por fijar un modelo exportador definido”.

Las cosas se complicaron cuando vino la liberalización y desregularización de la economía, impulsada en los años 90 por el presidente Liberal César Gaviria (1990-1994). Acosta concluye que la internacionalización pilló a los industriales algo “aletargados”. “Se durmieron. No innovaron. No se articularon con la academia para desarrollar capacidades científicas”.

Hoy, dice, la participación de la industria en el PIB “decreció del 25% en 1991 al 11.5% actual”. Eduardo Lora, economista asociado del Centro Internacional de la Universidad de Harvard, relativiza la contracción de la actividad industrial, pero coincide en el resto del diagnóstico: “Desde los 90 muchas empresas trataron de adaptarse y desarrollaron departamentos de innovación y desarrollo sobre la marcha. Otras tantas naufragaron porque estaban totalmente acomodadas a una política proteccionista”.

Precisa, así mismo, que el golpe para el rubro nacional de textiles y confecciones fue doble, porque la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio (2001) desplazó por completo a Colombia, y a otros países latinoamericanos, de su nicho en la producción de manufacturas básicas. La estrategia de los Gobiernos en los últimos años fue apostar todas sus fichas a la economía petrolera: “una visión algo distorsionada de la realidad porque destruyó, en buena medida, la capacidad productiva del país. Los algodoneros, las tintorerías, los fabricantes de telas, de ropa, quedaron arrinconados y sin brújula en un contexto de cambio tecnológico”, afirma Acosta.

El veterano sindicalista Gerardo Sánchez, sin embargo, tiene la sensación de que ningún análisis económico es capaz de darle forma al influjo que tuvo Coltejer en su vida y la de cientos de compañeros. Y al ser preguntado por un recuerdo grato de sus años en la empresa toma distancia y desliza en tono pausado: “uno como pensionado tiene que aprender a superar lo que ya pasó. Es mejor no apegarse tanto a los recuerdos”.

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Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.

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