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Paz total
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La paz total es también entre las comunidades y el Estado

Más allá de volver la paz total una política de Estado y lograr que actuales entidades y futuros gobiernos se comprometan con ella, tendremos que pensar en cómo hacer la paz entre las comunidades y las instituciones

presidente de Colombia, Gustavo Petro, en la Sierra Nevada de Santa Marta, el pasado 4 de agosto.
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, en la Sierra Nevada de Santa Marta, el pasado 4 de agosto.rrss

En Colombia estamos acostumbrados a dar debates sobre sometimiento a la justicia, amnistía, justicia transicional y negociaciones de paz en todos los gobiernos. Con diferencias de cuatro u ocho años se pueden encontrar en el Congreso y en la opinión pública debates similares sobre la necesidad de negociar con grupos armados, de carácter político o no, incluir los derechos de las víctimas y garantizar por lo menos niveles mínimos de justicia y verdad. Los presidentes Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, por mencionar algunos, han propuesto cada uno su propio modelo de negociación.

La apuesta que el gobierno de Gustavo Petro ha llamado “Paz Total” parte de la hipótesis de que es viable y necesario intentar solucionar todo de una vez para no seguir hablando muchos años de lo mismo. Aunque quedan muchas preguntas sobre cómo hacer eso que nadie antes ha logrado, la expectativa maximalista espera que esa visión se extienda al interior del Estado y a lo largo del tiempo frente a futuros gobiernos como lo explicó el jueves pasado el congresista Álvaro Prada en Caracol y lo dice actualmente el proyecto de ley.

Ninguna de las dos preocupaciones es nueva. En el proceso de paz con las Farc, fue precisamente el actual Canciller Álvaro Leyva quien propuso el blindaje de los acuerdos a través de su declaratoria como acuerdo especial del derecho internacional humanitario. Aunque eso no fue viable, al final lo que se logró en esa materia permitió que durante la “Paz con Legalidad”, como se llamaba la política de Iván Duque, continuaran vigentes muchos aspectos de ese Acuerdo. Y en ese mismo proceso, el presidente Juan Manuel Santos siempre tuvo la idea de vincular a sus ministros a su política de paz a través de un “gabinete para la paz” buscando precisamente que las decisiones y actuaciones estuvieran alineadas con ese propósito. Lo distinto en este caso es que esa misma expectativa espera cumplirse en un momento en el que cambió la relación entre movimientos y organizaciones sociales, las comunidades históricamente más afectadas por el conflicto, y el actual gobierno.

La Paz que propone el gobierno de Petro espera poder basarse y nutrirse de experiencias de comunidades que han resistido de manera no violenta a los ataques y a la presencia de actores armados en sus zonas, de acuerdos humanitarios y de la visión de las comunidades como tomadores de decisiones más que como terceros que aportan a acuerdos entre élites. Es una paz que debe venir desde abajo, lo que representa un cambio de paradigma y una variación importante en la manera como se han aproximado antes estas políticas, en la visión del origen de la violencia, la manera como se ha venido pensando la participación de la sociedad civil y la preparación y el diseño de procesos de negociaciones de paz sobre el que tanto hemos recogido lecciones en Colombia y el mundo.

Como siempre, buena parte de la carga de que esa paz funcione recae en el Estado, lo que resulta retador en un momento en que organizaciones de la sociedad civil están en el proceso de hacer la transición a ser gobierno. El proyecto de ley de paz total le manda al Estado propender por “un orden social justo que asegure la convivencia pacífica, la protección de los derechos y libertades de las personas, con enfoque diferencial (…) tendientes a lograr condiciones de igualdad real y a proveer a todos de las mismas oportunidades para su adecuado desarrollo, el de su familia y su grupo social”. Pero las organizaciones desconfían profundamente de las instituciones.

Durante nuestro conflicto armado, para muchas de las comunidades que han tenido que hacer frente a la violencia, el victimario ha sido en buena parte el Estado. En los 170 municipios del país considerados en el Acuerdo de Paz con las Farc como más vulnerables a la repetición de los ciclos de violencia, hay siempre una o muchas historias de un Alcalde, un Gobernador o un miembro de la Fuerza Pública que se han asociado con grupos armados, han participado en negocios ilícitos, se han llevado los recursos de escuelas o acueductos y han participado por acción y omisión en hechos de violencia. Eso lo conocen muy bien muchos sectores de este gobierno que se han encargado de ejercer un contrapeso al poder y denunciar por todos los medios su participación en el conflicto.

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Pero esa labor de denuncia, tantas veces sin respuesta, sumada a los numerosos incumplimientos a los distintos acuerdos a los que se ha llegado con múltiples gobiernos, han dejado una profunda desconfianza y una ruptura permanente entre la base social que apoyó este gobierno y la idea del poder del Estado y sus instituciones. Por lo menos 15 de los 32 departamentos del país tienen más del 20% de su población con las necesidades básicas insatisfechas en materia de condiciones de vida digna, acceso a servicios públicos o a educación y aunque le exigen al Estado su cumplimiento, eso no significa que confíen o quieran entregarle el poder y los recursos para encargarse de ello. De hecho, según el Barómetro de confianza Edelman 2021, la institución en la que menos confían los colombianos es en el Gobierno. Y en las poblaciones más afectadas por el conflicto podríamos decir que la prevención es aún mayor frente a la Fuerza Pública.

En IFIT el Instituto para las Transiciones Integrales, hemos trabajado en recomendaciones prácticas sobre cómo abordar las desigualdades estructurales de carácter político, económico, cultural y social en sociedades en conflicto para facilitar transiciones; y en cómo construir contratos sociales que sean más incluyentes en estos contextos. En cualquiera de los casos el rol de la comunidad y del Estado y la relación entre ellos es determinante.

Por eso un desafío más, y uno grande, que se suma a la idea de que esta paz sea con todos los grupos armados, aborde las causas de la violencia y sea cumplida por todos los sectores del Estado ahora y en los gobiernos que vienen, es la de tejer esa relación y reconstruir la confianza. No es una tarea fácil si se piensa que tanto el Estado como las instituciones son conceptos fríos y lejanos del ciudadano del común y aún más de las comunidades rurales, y que en muchos casos serán actores que antes representaban a la sociedad civil quienes tendrán que hablar como Estado. Por eso será determinante que las narrativas de transformación y cambio que utilice este gobierno tengan en común la idea de un trabajo conjunto entre las comunidades y las entidades, y el mensaje claro del rol que juega la institucionalidad en todo este proceso.

La implementación del Acuerdo de Paz de La Habana ya inició ese camino con amplia participación de la sociedad civil y con la puesta en marcha de los programas de desarrollo con enfoque territorial que serán determinantes en lo que se viene. Ahora la paz total tendrá que incluir entre sus tareas la de hacer la paz entre la comunidad y el Estado, recortar la distancia entre estos dos sectores y lograr la apropiación de una visión institucional que estaba perdida entre las heridas del conflicto y las frustraciones del abandono estatal.

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