_
_
_
_

La resurrección de Juan Carlos Botero

El escritor colombiano habla, por primera vez y en exclusiva para EL PAÍS, de las amenazas que lo condenaron hace más de 20 años al exilio, del cáncer que padeció y de su más reciente novela autobiográfica, ‘Los hechos casuales’

El escritor colombiano Juan Carlos Botero en su casa, en Miami.
El escritor colombiano Juan Carlos Botero en su casa, en Miami.Silvia Mateos

Era la madrugada de un martes cualquiera de 1973. Juan Carlos Botero (Bogotá, 1960) dormía, debía levantarse temprano para ir al colegio, pero lo despertaron súbitamente: “corre, lávate la cara y vístete, nos vamos del país”. No entendió, pero se levantó desconcertado y alarmado e hizo lo que le dijeron. En similares circunstancias, Sebastián Sarmiento, de la misma edad, “se marchó del país de un día para otro, sin despedirse de nadie, y sin que ninguno de nosotros supiera lo que había pasado”, según un compañero. Contra todo pronóstico, tanto Sebastián como Juan Carlos pasaron la noche del día siguiente en un internado masculino en Boston (EEUU) desconocido para ellos. Tenía la disciplina de una academia militar y un nombre que en lengua indígena local significa “bendición”, pero suena a vocablo latino para designar a niños no nacidos o abandonados: Nonantum.

Sebastián Sarmiento y Juan Carlos Botero están unidos por muchas historias casi calcadas, como esa. Eran apenas adolescentes la primera vez que tuvieron que salir del país por la violencia que en Colombia golpea, desde hace décadas, a muchas personas; las que menos, a familias ricas como las suyas. Tienen vidas paralelas, solo que el primero es un personaje de ficción, alter ego del segundo, y protagonista de su más reciente novela Los hechos casuales, editada por Alfaguara, que se lanzará el próximo 18 de septiembre.

Juan Carlos fue a parar a Fessenden, el internado real, tras el secuestro en 1973 de su madre, la promotora cultural más importante de Colombia, Gloria Zea -ex directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, entre otros-, fallecida en 2019. Sus hermanos mayores, Fernando y Lina, fueron enviados a Europa con su padre, el pintor y escultor colombiano más reconocido internacionalmente, Fernando Botero, que el pasado abril cumplió 90 años. El secuestro de Zea y su segundo esposo, Andrés Uribe Campuzano, duró pocas semanas, sus perpetradores fueron delincuentes comunes y tenía solo una motivación económica. No era el tipo de secuestro largo, mortal y por razones políticas que se convertiría con los años en uno de los símbolos más crueles de la guerra en Colombia. Pero fue suficiente para que la familia se dispersara, aterrorizada, y para dejar huellas en el hijo menor.

Ganador del prestigioso Premio Juan Rulfo en 1986 con el cuento El encuentro -con apenas 26 años y sin haberse graduado de la universidad-, Juan Carlos Botero suma ya diez libros publicados entre novelas, compilaciones de sus cuentos, relatos cortos (“epífanos”) y ensayos, además de colaborar en algunas obras colectivas, en periódicos y revistas, y ser columnista de prensa. En sus comienzos participaba exclusivamente en certámenes internacionales bajo el seudónimo “Isatis” para evitar la sospecha de que, si los ganaba, era debido al enorme peso de sus apellidos. Lleva toda su vida luchando por hacerse un nombre propio demostrando su talento como narrador y lo ha conseguido con una pluma sobria, elegante, clara, de gran concisión y exactitud. Sin embargo, las suspicacias han sido inevitables entre parte del público, la crítica y el gremio de los escritores, en el que dice que no tiene muchos amigos: ”Siempre he lidiado con los prejuicios y no hago ningún esfuerzo por contrarrestarlos. Si los tienen, los tienen. No tengo ningún interés en caerle bien a todo el mundo”.

Ha ido dejando rastros de sí mismo y de sus intereses en toda su obra y a través de varios personajes, pero Los hechos casuales es, sin duda, su libro más autobiográfico. “Lo hice deliberadamente porque quería utilizar la novela para exorcizar episodios que he vivido y hacer cierta catarsis. Cuando escribo sobre un tema, me libero de él. No todo ocurrió exactamente así, pero está inspirado en hechos reales. Uno está preparado para la literatura cuando puede convertir todo lo que le ha ocurrido en material literario y esta novela me dio la oportunidad de hacerlo”.

Un año y medio después del nacimiento de Juan Carlos, sus padres decidieron separarse, algo inusual para la época porque la sociedad lo juzgaba severamente y la ley no lo permitía. El divorcio no fue una realidad en Colombia hasta 1992. “Mi padre se fue para Nueva York en la pobreza más absoluta y mi madre lo siguió -quizá, con la intención de salvar el matrimonio-, junto con nosotros tres. Vivíamos con mi abuelo (el exalcalde de Bogotá y exministro Germán Zea). El matrimonio no se salvó, pero nos quedamos en Nueva York hasta 1969. En 1965 mi madre conoció a Andrés Uribe Campuzano, un hombre extraordinario”.

Newsletter

El análisis de la actualidad y las mejores historias de Colombia, cada semana en su buzón
RECÍBALA

Fueron años de mucha confusión. Mientras él y sus hermanos vivían en una de esas townhouses propias de los ricos de Park Avenue, en cuyo frente el padrastro parqueaba su Rolls Royce, su padre -que aún no había alcanzado el reconocimiento que tendría después- no tenía con qué comer. “Lo veíamos solo los viernes en la tarde y hacíamos planes gratuitos porque él no tenía dinero para más. La desproporción material era muy grande, pero para nosotros era una experiencia realmente extraordinaria, inolvidable”. Las diferencias de clase entre Botero y Zea eran de origen: él nació en una familia de clase media trabajadora de Medellín, y ella, en una familia de la clase alta bogotana. Se conocieron muy jóvenes, cuando ella era estudiante y él, profesor de arte en la Universidad de los Andes.

La desproporción emocional también era enorme: su madre se enfocó en su nueva relación, en su vida social -”que era exagerada y absurda, ahora que lo pienso”- y en su trabajo, en el que era imbatible. Era una mujer dotada de un talento desbordante, que contrastaba con su escaso instinto maternal. “No la juzgo, aunque sí debo decir que falló, no estuvo tan involucrada en nuestra crianza y mi infancia estuvo marcada por una gran soledad”. Ese niño solitario, tímido, taciturno y silencioso, que no tenía amigos -como Sebastián Sarmiento-, aparece en varios de sus escritos, se llama Alejandro. Es el protagonista de La fiesta, uno de sus mejores cuentos, en el que refleja con sorna y descarnadamente la vida de la clase social a la que Botero Zea pertenece y conoce perfectamente. También está presente, entre otros textos, en la que era hasta ahora su última novela, El arrecife (2006) -una novela de aventura y sobre la formación del carácter, del estilo de las bildungsroman alemanas- y en Las ventanas y las voces, el cuento que da nombre a la compilación publicada en 1998 en España bajo el mismo título y que es, sin duda, el más aclamado de sus libros, el mejor recibido por la crítica y por los lectores.

Admite que no tenía una buena relación con su madre, cuyo abandono emocional lo marcó para siempre. “Teníamos una relación cordial, pero hasta ahí. Le reconozco, eso sí, que fue la primera en darse cuenta de que mi padre es un genio”. Nadie suplió, nunca, ese vacío. A él lo admira, lo nombra a menudo. Conoce como nadie su obra, de la que es un entusiasta y comprometido divulgador, y publicó en 2010 un libro sobre él: “es una causa en la que creo y que tengo que defender como sea”. Botero fue un padre amoroso y cercano (“-¿Quién te ama, Sebastián? - Tú, papá. Tú me amas”) que fabricaba juguetes con sus propias manos e inventaba historias descabelladas que, seguramente, influyeron en la vocación literaria de su hijo. Es su referente como padre y hombre de familia, como ser humano. “Ante todo, él quería tener una gran relación con sus hijos, soñó siempre con tener una vida doméstica que nunca consiguió”. Estuvo a punto de lograrla en su segunda unión, con Cecilia Zambrano, y Pedrito, el hijo de ambos; pero la pareja no pudo superar la muerte del niño, de cuatro años, en un accidente ocurrido en España en 1974 en el que Botero por poco pierde el brazo derecho y no puede volver a pintar, y acabaron separándose. “Estoy totalmente dedicado a ser para mis dos hijas el padre que no pude tener -dice Juan Carlos- y a construir con ellas y con mi esposa la familia que mi padre siempre deseó, pero que nunca fuimos”. Y es a ellas, a Maritza (“Uchi”) Carbonell, Natalia y Tatiana, a quienes dedicó Los hechos casuales.

El niño asustado que llegó a Fessenden y que había sido mal estudiante en un colegio de élite en Bogotá se convirtió, allí, en un estudiante sobresaliente. “Empecé a gozar del placer de entender, de ser el mejor, de recibir aplauso y apoyo, algo que era totalmente nuevo para mí”. Juan Carlos pasaba horas solo, leyendo. Se apasionó por la literatura y descubrió, así, su vocación. Tiempo después, retornó a su antiguo colegio en Bogotá para concluir los estudios (“parecía más extraño que antes, más silencioso y retraído, y andaba como si tuviera una nube negra a toda hora sobre la cabeza”, dice uno de los protagonistas de Los hechos casuales sobre Sebastián). Decidido a ser escritor, empezó la carrera de Filosofía y Letras en la misma universidad en la que sus padres se conocieron. Allí trabó amistad con un profesor español, José Lorite Mena, que se convirtió en alguien muy importante para él: una especie de mentor, figura paternal y amigo.

Abandonó la facultad al volver de una estancia de un año en Harvard, a donde fue como estudiante invitado tras ganar un concurso de ensayo, e ingresó a la Universidad Javeriana a estudiar Literatura. Hubiera podido quedarse allí, pero quería vivir en Colombia. El momento político y social que atravesaba el país, para variar, no era el mejor. Los opositores políticos eran duramente reprimidos y la vieja declaratoria de Estado de Sitio daba carta blanca a las violaciones a los derechos humanos por parte del Estado, pero Juan Carlos deseaba ser testigo de lo que ocurría. Para entonces ya era un crítico agudo de la realidad, su conciencia política ya había tomado vuelo y se identificaba -contrario a la tendencia que marcaba su clase social y a la educación conservadora que había recibido- con ideas políticas de izquierda, como su padre.

Sin embargo, en una entrevista con La Nación varias décadas más tarde, en septiembre de 2006, se mostró entusiasmado con los resultados del Gobierno de Álvaro Uribe, el de la derecha más extrema que ha tenido Colombia. “Se respira más seguridad (…), noto un renacimiento”, respondió a una pregunta del diario chileno sobre cómo veía al país. Actualmente es un columnista crítico del expresidente y sus seguidores y reconoce su cambio de perspectiva: “Había un deslumbramiento con esos resultados del primer año o los dos primeros años de Uribe; pero luego nos dimos cuenta -bueno, hay algunos que no se quieren dar cuenta- de que detrás de esos resultados había unos excesos y cosas realmente inadmisibles”.

Las diferencias con su madre se acrecentaron y se fue de casa siendo muy joven. “Vivía solo cuando lo conocí y eso era muy inusual en esa época. Quería construir su propio espacio, su propia identidad, ser independiente de su familia”, dice el respetado jurista y exmagistrado Manuel José Cepeda, a quien conoció cuando coincidieron en las clases de filosofía de Lorite y, desde entonces, son entrañables: “Juan Carlos es mi amigo del alma, mi hermano del alma”. El joven atractivo, pulcro, educado, simpático, de buenos modales, trabajó en una fotocopiadora, fue profesor de gimnasia (siempre fue buen deportista) y camarero para sostenerse. Experimentó en carne propia las penurias económicas y su padre, conmovido, se ofreció a ayudarlo. El niño taciturno se convirtió en un muchacho “aventurero, inquieto y con ganas de aprender y exprimir la vida al máximo”, dice de sí mismo. Sin embargo, la timidez no lo abandonó jamás. Cepeda lo recuerda como un buen estudiante, inteligente; muy culto y con mucho mundo a pesar de su edad, pero también gentil, humilde, amable y sencillo. “Disfruta con igual gusto una arepa o la más sofisticada de las comidas, así ha sido siempre”.

Es introspectivo, perfeccionista, enfocado y reflexivo. Tiene un gran sentido del humor. Aprendió de su padre a ser disciplinado y, como él, tiene una rutina bien instituida “que a la gente le debe parecer lo más aburrido del mundo”. Levantarse, trabajar al menos ocho horas sin más descanso que el que marcan las comidas y el tiempo en familia, a la que dedica, también, las noches y los fines de semana. Sus hijas veinteañeras se burlan de su vida social. Tiene pocos, pero buenos amigos, con los que le gusta conversar y compartir una comida o unas copas. Es un hombre privado y reservado, pero sociable. Es cálido, generoso y cercano, pero mantiene cierta distancia.

“Intelectualmente es quisquilloso, puntilloso, maniático”, dice otro de sus grandes amigos, el también escritor Mario Mendoza, que, junto con Santiago Gamboa, fue compañero suyo en la Javeriana. Ya por entonces los tres eran tan unidos que se autodenominaban La Banda. “Nos enteramos tarde, y por casualidad, de quiénes eran sus padres. Nada en su actitud revelaba que se sintiera superior o privilegiado por eso”. Mendoza nunca se lo ha dicho, pero cree que ser tan autocrítico es su zona de peligro: “cuando eres así es como si tuvieras por dentro a un juez, a un inquisidor que te puede chamuscar”. Juan Carlos dice que pocas veces le dicen algo de lo cual no se haya enterado antes por sí mismo. A veces ríe tímidamente cuando se siente expuesto o levanta sus defensas de muros invisibles. “Es cierto que es tímido -añade Mendoza-, aunque es un tímido raro porque le cuesta socializar, pero entra en escena con mucha contundencia cuando hay un tema que lo apasiona y no rehúye los debates. Es un tímido temerario”. A Botero Zea le gusta la polémica, entra a las discusiones a pecho descubierto y defiende sus posiciones decente, pero vehementemente, algo que también le ha traído problemas.

No le gusta hablar de sí mismo, pero Sebastián Sarmiento tiene muchas de sus características y cuenta, a través de él, varios episodios de su vida que ha mezclado con ficción. Sebastián recuerda por momentos a Francisco Rayo, el sibarita buscador de tesoros que protagoniza La Sentencia -su primera novela, publicada en el año 2000-, con la que incursionó de lleno en el tema del mar, que en su obra no es sólo un lugar, sino una metáfora del insondable vacío en el que se sumerge un ser humano que se hunde y toca fondo; algo que, como experto nadador y buceador, y por los embates de la vida, Juan Carlos sabe literal y metafóricamente. El protagonista de Los hechos casuales es, sobre todo, un hombre bueno, pero no tonto (“a pesar de sus buenos modales (…) era de los que saben esperar para saldar sus cuentas, y nunca las dejan sin saldar”). Es un héroe atípico que encarna muchas de las contradicciones de la personalidad de su creador que, a través de él, quiere romper varios mitos. Entre ellos, el del rico indiferente y egocéntrico, y que las vidas de las personas buenas no tienen nada de extraordinario; cuando, al contrario, se necesita ser extraordinario para atreverse a ser bueno en un mundo en el que ser malo es una tendencia al alza.

En Los hechos casuales Juan Carlos Botero ahonda en el tema de la violencia, que, aunque ha abordado en otras ocasiones, ha elegido de manera deliberada no situar en el centro de su obra. “El rasgo preponderante de la cultura colombiana es el realismo muy ligado a la violencia. Hemos estado obligados a escribir sobre eso por las condiciones del país”, dice Mendoza. “La literatura de Juan Carlos (que ha estudiado a fondo) es completamente inédita, rarísima y sofisticada, muy plástica y llena de detalles, con una estética muy particular, muy propia”. Es verdad que en Colombia no hay prácticamente un asunto que no haya sido salpicado por la violencia. Botero Zea no la obvia, pero uno de sus principales aportes a la literatura colombiana ha sido explorar otros temas. En su última novela expone su propia interpretación de hechos como la toma del Palacio de Justicia y la avalancha de Armero, entre otros, a la vez que explora la culpa individual y colectiva. “Desde hace mucho tenía ganas de retratar ese período que viví en carne propia y que fue particularmente intenso, doloroso, aterrador, y la novela me dio el contexto para hacerlo”, dice. Tiene una posición particular sobre esos y otros hechos, y no le importa que pueda ser discutible o generar controversia.

Juan Carlos Botero (izq), su padre, el pintor y escultor colombiano Fernando Botero, y sus hermanos Lina y Fernando Botero Zea.
Juan Carlos Botero (izq), su padre, el pintor y escultor colombiano Fernando Botero, y sus hermanos Lina y Fernando Botero Zea. CORTESÍA

Le tomó diez años escribirla, pero llevaba al menos 40 años pensando en ella. Escribe despacio, cada libro le cuesta mucho tiempo porque, además de ser obsesivo con los detalles y con las correcciones, lucha contra la dislexia, que en un escritor es un rasgo frustrante e indeseable. Ve esta novela como una continuidad del trabajo ya hecho desde la publicación del primero de todos sus libros: Las semillas del tiempo, en 1992, en el que propuso un nuevo género de relato corto de ficción inspirado en las short stories (historias breves) o sketches (bocetos) de Hemingway, que el escritor estadounidense -uno de sus favoritos- escribió hará cien años este 2022. Los epífanos, como los llamó, irrumpieron con gran fuerza para demostrar la enorme habilidad de Juan Carlos Botero para narrar aquello que lo obsesiona y que es, quizás, el rasgo más característico de su obra: los instantes decisivos e impredecibles que pueden parecer insignificantes, pero que son suficientes para que la vida cambie completamente de rumbo. Botero Zea es diestro en los giros narrativos súbitos que atrapan al lector, lo dejan desconcertado y le cortan el aliento. Los hechos casuales trata de eso: “de la fragilidad de la existencia porque depende, en gran parte, de hechos azarosos. Y de cómo deberíamos ser conscientes del privilegio que es vivir”.

Las formas de la muerte

No siempre consideró que vivir era un privilegio. Tenía 21 años y estudiaba en Harvard cuando, durante un duro invierno que también lo era en su alma, sintió deseos de morir: “Perdí, en pocas palabras, el sentido de la vida”. Releer Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, lo salvó, según cuenta en un sobrecogedor ensayo de su libro El idioma de las nubes (2007). A partir de esa “deuda de gratitud” el escritor y él iniciaron un intercambio epistolar que se convirtió en una relación de confidentes y se vieron algunas veces en París. “Sábato era oscuro y depresivo, cuando se hundía en un pozo profundo no había manera de sacarlo de ahí. Lo paradójico es que, a pesar de todo, apostaba por la vida”. La influencia del argentino se nota en algunos de sus primeros escritos, especialmente, en El descenso, cuento que escribió por la época de aquel episodio y con el que ganó el Concurso Latinoamericano de Cuento en México en 1990.

En Los hechos casuales se revelan el amor al padre, la ausencia de la madre; los conflictos por la conciencia política y de clase, y la amistad entrañable que se construye en la juventud, además de algunos temas recurrentes en su obra, como el desamor, la felicidad incompleta y el sufrimiento. “Literariamente me interesa mucho poner a los personajes en situaciones límite, porque todo cobra una enorme autenticidad. Lo que sucede en esos momentos está despojado de máscaras, es muy real, muy intenso”. Pero también hay optimismo y esperanza. “Si te preguntas por qué Colombia no se ha destruido del todo, la respuesta es la gente. Hay una enorme tenacidad en ese pueblo que ha sido maltratado, menospreciado, explotado. La mayoría de la gente es esencialmente buena. Es a ellos a quienes Sebastián representa”.

La carrera de escritor de Juan Carlos Botero avanzaba a buen ritmo desde que ganó el Rulfo: Gabriel García Márquez, a quien conoció siendo niño porque era amigo de su padre, aunque sostenían una relación de enorme rivalidad y maledicencias mutuas -”manejar esos egos a ese nivel debe ser muy complicado”-, fue siempre generoso con él y tenían una relación muy cercana; tanto, que el Nobel le presentó a Carmen Balcells, su agente literaria, para que lo representara. La relación con la catalana, sin embargo, duró poco: era difícil para cualquier joven escritor colombiano abrirse camino desligándose de la sombra de Gabo y Balcells parecía más concentrada en promocionar a los autores del Boom Latinoamericano.

Luego llegaron las propuestas de ser columnista en los diarios nacionales que eran, entonces, propiedad de las familias políticas más tradicionales y poderosas de Colombia, que también eran familias de periodistas. El diario La Prensa, de la familia Pastrana, donde respetaron sus ideas liberales, aunque eran contrarias a la línea editorial y a la ideología de sus dueños; El Tiempo, de la familia Santos, uno de cuyos descendientes, el expresidente y Premio Nobel de Paz Juan Manuel Santos (2010-2018), era amigo de Juan Carlos. A él le dedicó uno de sus epífanos, inspirado en una historia real que Santos vivió y le contó. Escribió ensayos y reseñas de libros en varias revistas y, pese a esa trayectoria y a que desde 2008 es columnista de El Espectador, hasta hace un poco más de un año, cuando incursionó en Twitter, era desconocido para mucha gente. Hoy tiene casi 15.000 seguidores, muchos de los cuales se preguntan -y le preguntan- dónde andaba metido. Para la mayoría de ellos Juan Carlos ha sido un descubrimiento como columnista, pero muy pocos conocen su obra literaria.

Un artículo publicado por The New York Times en 2003 mencionaba a Juan Carlos Botero como uno de los “autores emergentes” colombianos que se desmarcaron del realismo mágico y se consolidaban en la literatura en castellano, alcanzando un prestigio que se extendía hasta España. Su nombre aparecía junto a los de Héctor Abad Faciolince, Jorge Franco, y sus amigos Santiago Gamboa y Mario Mendoza. Pero, mientras sus carreras se afianzaban, Botero Zea se quedó rezagado.

Tres años antes de la publicación del artículo, el menor de los Botero era el único miembro de la familia que vivía en Colombia cuando su padre hizo la donación más grande de su obra al Banco de la República, en la que participó activamente. Toda la atención de los medios, que se concentraron más en el valor económico que en el cultural, recayó sobre él. Las noticias hicieron suponer que la riqueza de la familia era inconmensurable y había indicios suficientes de que la posibilidad de un secuestro como el que habían sufrido su madre y su padrastro casi treinta años atrás era muy alta; pero no tanto como la amenaza latente de que, si ocurría, no se libraría de él vivo, sino muerto. Eran otras épocas: los secuestros no acababan con el pago del rescate, sino que se sometía a las familias de los cautivos a falsas promesas, terror psicológico y peticiones de sumas exorbitantes de dinero adicionales por recuperar el cuerpo, cuando la víctima había sido asesinada. Era una tortura sin fin.

La familia había vuelto a dividirse pocos años antes, cuando el hermano mayor de Juan Carlos, el exministro de Defensa Fernando Botero Zea, fue procesado judicialmente por el ingreso de dineros del narcotráfico -específicamente, del Cartel de Cali, rival del Cartel de Medellín de Pablo Escobar- a la campaña presidencial del expresidente Ernesto Samper. Botero Zea afirmó en varias entrevistas, después de haberlo negado, que Samper tenía pleno conocimiento de los hechos y se defendió diciendo que, como gerente de la campaña, no fue autor intelectual ni material de esa financiación. La justicia lo condenó posteriormente por enriquecimiento ilícito en favor de terceros.

El escándalo fue de grandes proporciones. “Para mi padre fue devastador. Él es totalmente inflexible cuando de temas morales y éticos se trata y yo también lo soy. Ambos duramos años sin hablar con mi hermano. Fue muy duro para mí, muy decepcionante. Ese incidente casi acaba con la familia”. Juan Carlos creía en la inocencia de su hermano y estaba dispuesto a defenderlo como fuera, pero su confesión le hirió profundamente y tampoco fue complaciente. El exministro pagó su condena y ahora es un hombre libre, la relación con su padre y hermano es nuevamente estrecha, pero lo acontecido afectó enormemente la reputación de todos. Han pasado más de 25 años y a Juan Carlos aún se lo enrostran, como si él también fuera culpable. En Twitter hay quienes lo insultan o le escriben comentarios agresivos: “intentan callarme insinuando que no tengo derecho a hablar por lo sucedido con mi hermano. A todos les digo que solo respondo por mí y por nadie más, no respondo por terceros. Tengo muchas cosas que decir y no pienso callarme”.

El escritor colombiano, Juan Carlos Botero en una fotografía de archivo.
El escritor colombiano, Juan Carlos Botero en una fotografía de archivo.Silvia Mateos

Lo paradójico es que él, desde años atrás, afilaba su pluma y escribía duras columnas de opinión a favor de la extradición y de la lucha sin cuartel del Estado contra el narcotráfico. Recordó esa cruzada recientemente, a propósito de la propuesta sobre la extradición que el presidente Gustavo Petro compartió con los presidentes de Estados Unidos y España, según la cual los narcotraficantes que no negocien con el Estado colombiano o sean reincidentes deben ser extraditados, a diferencia de quienes colaboren. Según Juan Carlos, la propuesta presidencial es idéntica a la planteada por él en diversas columnas publicadas en 1996, 1998 y 2009, a la que llamó “extradición estratégica”, y le reclamó públicamente al presidente, sin que tuviera apenas eco en los medios ni recibiera respuesta oficial, por no haberle reconocido públicamente su autoría.

Aunque no lo mencionara, su insistencia, que algunos calificaron de exagerada y vanidosa, mientras otros la aplaudieron y apoyaron, tiene mucho de reivindicación, de deseo de reconocimiento de un tema que es particularmente sensible para él; un tema que, dice, investigó y analizó a fondo, y por el que asumió diversas y dolorosas consecuencias. Al opinar sobre el narcotráfico a mediados de los 90, como en otras ocasiones, el Juan Carlos tímido, sensible y emocional “que llora y moquea de manera vergonzante viendo una película” le cedía el paso al Juan Carlos temerario. El Cartel de Medellín había acumulado rencores contra él y recibió amenazas de las que, por primera vez, habla públicamente. Sus columnas lo pusieron en la mira. “Fue un error -reflexiona ahora- no habérselo contado siquiera a la familia Santos, dueña del periódico”. Mientras algunos escribían sin firma, para protegerse, él suscribía con nombre y apellido todo lo que publicaba. “Mi padre, todos, me decían que me cuidara, que podían matarme”. Esa fue la suerte que corrieron muchos periodistas.

Sufrió las amenazas en silencio porque sabía que su familia le habría exigido irse de Colombia y él, terco, insistía en quedarse, aunque vivía confinado en su casa. Nunca pisaba la calle. Aquello no era vida para nadie. Manuel José Cepeda, que era por entonces un alto funcionario de los gobiernos Barco y Gaviria, recuerda que los movimientos de su amigo eran limitados, solo en carros blindados y con escolta, y era imposible sostener una conversación o tomar un café con calma, sin hablar en clave, y sin limitar el número de personas en las reuniones. La posibilidad de un secuestro extorsivo, las amenazas del Cartel -que, luego se supo, planeaba también secuestrar a su hermana- y lo sucedido con su hermano fueron llenando el vaso hasta provocar que Juan Carlos y su esposa decidieran, finalmente, abandonar el país. Otra vez, súbitamente. La historia se repetía. Llegaron a Miami provisionalmente y acabaron quedándose, querían vivir tranquilos, lejos de todo, y formar una familia. Fue el exilio definitivo.

Pero la vida no tenía suficiente. Aún quedaba otra amenaza mortal de la que también habla públicamente por primera vez. Su hija mayor era muy pequeña y la menor estaba a punto de nacer cuando le diagnosticaron un cáncer que por poco lo mata. “Curiosamente, lo tengo en gran parte borrado de mi memoria. No recuerdo detalles con claridad, pero fue terrible. Mi única preocupación era dejarlas huérfanas”. Como de costumbre, lo sufrió sólo. Se lo contó a su esposa, amigos y familia, cuando fue imposible seguir ocultándolo. Se obsesionó con hacer lo que fuera para que la niña no se diera cuenta de los cambios físicos que sufriría. Se aisló. “No descubrí el valor de la vida por esa circunstancia. Tenía claras, desde mucho antes, tanto la fragilidad y la fugacidad de la vida como el milagro de la existencia”.

La enfermedad coincidió con la entrega de las últimas correcciones del manuscrito de El arrecife. Las quimioterapias eran tan fuertes que no tenía fuerzas ni para abrigarse con una sábana. La única alusión velada a ese momento es la viudez del protagonista, cuya esposa muere de cáncer. Tocaba el papel con la nariz para poder leerlo. Nunca habla del tema, ni ha querido escribir sobre él, aunque ha escrito sobre otras experiencias de su vida: “-¿Por qué? –Por desprecio”, responde rápido y seguro, sin pensar. “Me pareció despreciable esa enfermedad, infame. Ni siquiera por lo que me pudiera pasar, sino porque podía afectar a mis hijas. Cuando escribes, le estás rindiendo un homenaje al tema, aunque sea negativo. Incluso la violencia tiene que ser bellamente contada o no funciona literariamente. Tengo un interés tan grande por la exquisitez, la elegancia, la belleza, la estética de la prosa, y el cáncer fue una experiencia tan despreciable, que nunca he querido rendirle ese homenaje, dignificarlo con la pluma. Creo que nunca había sido consciente de eso, hasta que me lo preguntas ahora”.

Como si se tratara de la trama de alguna de sus novelas, relatos o cuentos, el prejuicio, la violencia y la sucesión de varios hechos casuales, inesperados, súbitos, ralentizaron la promisoria carrera de escritor de Juan Carlos Botero y lo sumieron en un involuntario ostracismo. Hace más de 18 años que sus libros no se venden en Colombia, aunque fueron siempre bien recibidos, dicen los libreros. Algunos se encuentran, con mucha dificultad, en librerías de segunda mano o en bibliotecas. Es más fácil comprarlos en España, donde hay ediciones antiguas o versiones digitales. “Prefería la agresión al silencio porque, para un escritor, el silencio es la muerte”, resuella Juan Carlos. Pero, a sus 62 años, está resucitando. Un libro suyo volverá a venderse. Lo presentará en Medellín el 18 de septiembre a las 11.30 en el salón Humboldt del Jardín Botánico, y en Bogotá el 21 de septiembre a las 19.00, de manera oficial, en la biblioteca del Gimnasio Moderno, acompañado de su amigo Mario Mendoza.

“Si olvidamos a Juan Carlos, perdemos todos -dice Mendoza-: pierde la literatura colombiana; perdemos una obra rara, extraña, muy particular, fina, delicada, sofisticada. No es justo que nos olvidemos de ella. Hace parte de nuestro patrimonio y olvidarlo significa que somos más pobres. Vale la pena que todo el mundo lo lea”.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_