La promesa del cannabis medicinal se esfuma para los pequeños productores
Los obstáculos legales y económicos han relegado a los pequeños y medianos productores que vieron en la legalización del cannabis medicinal, en 2016, una opción para ganarse la vida
Cuando en 2016 se regularizó el cannabis medicinal en Colombia mediante la Ley 1787, varios ministros y expertos aterrizaron en Corinto, en el departamento del Cauca, para vender el cultivo como una posibilidad para mejorar la vida de cientos de familias. Entre los campesinos que buscaron aprovecharla estaba Artemio Salazar, un indígena caucano con medio siglo de vida a sus espaldas y quien desde entonces lidera, junto a otras personas, la apuesta en su región por entrar en ese sector económico. Cinco años después ve que la promesa sigue en veremos para los pequeños y medianos productores como él.
“Es un tema que, entre comillas, lo acapararon las grandes, las grandes empresas, las grandes sociedades y prácticamente los pequeños cultivadores nos quedamos ahí sin esa posibilidad de acceder”, dice Salazar.
De entrada, según Luis Felipe Cruz, investigador de DeJusticia, un centro de investigación que lleva varios años trabajando sobre política de drogas, el cultivo enfrenta los problemas de cualquier proyecto en la ruralidad colombiana: inseguridad, falta de vías, apoyo técnico, crédito. Y suma unos propios.
Desde el 2016, distintas entidades han emitido dos decretos, seis resoluciones y varias circulares. Todo un entramado que no ha permitido avanzar a los pequeños y medianos productores. Para David Curtidor, abogado e impulsor del proyecto Coca Nasa, que ha encabezado batallas jurídicas para que el Estado reconozca la coca como planta ancestral de los pueblos indígenas en Colombia, esa regulación era innecesaria porque “las drogas son legales en su uso” Para él, la Ley de 2016 sirvió para regular el comercio, imponer tasas y entregar a privados el negocio de la transformación, algo que a su juicio es inconstitucional.
Cuando se aprobó la Ley y se abrió la oportunidad, Artemio y sus compañeros lograron inscribir cerca de 3.000 personas como pequeños cultivadores en el Cauca, departamento ubicado en el suroccidente colombiano. Solamente quedan 80, amparados por las dos licencias que lograron sacar para producir cannabis no psicoactivo. Artemio también impulsó, junto con otras personas, la creación de 15 cooperativas y asociaciones, de las que solamente dos cuentan con licencia y están trabajando. Esa pérdida de interesados no es una excepción. La Asociación de Productores de Corinto (APROCOR), una de las asociaciones creadas en Corinto (Cauca), uno de los epicentros del cultivo de cannabis ilegal en Colombia, tuvo 450 personas en su primera asamblea y solo quedan 150.
Los obstáculos que trae el marco legal han hecho que la mayoría de los campesinos que vieron una oportunidad de vida en la legalización del cannabis medicinal se hayan quedado en el camino, incluso cuando hicieron los trámites para operar. “Esas licencias que hoy hay en su mayoría, digamos que un 80% están en papel o las tenemos en papel, porque no se están trabajando”, señala Artemio.
En un inicio, un pequeño o mediano productor debía inscribirse en un listado del Ministerio de Justicia para asociarse y luego solicitar una licencia por medio de las asociaciones o cooperativas. Según Artemio, a la última fecha de corte, el 21 de abril de 2021, eran 4.264 personas inscritas en el listado. Pero después “salió otra norma que dice que solo pueden ser pequeños cultivadores aquellos que ya tienen licencia”. Así, tras conseguir la licencia les tocó hacer de nuevo el proceso de inscripción. Hoy hay 34 personas naturales y 26 jurídicas en el listado.
Efectivamente, en 2021 el Gobierno de Iván Duque hizo un cambio sustancial a la normatividad, que mostró como un impulso al cultivo. Emitió un decreto, el 811 de ese año, que reemplazaba al original, de la administración de Juan Manuel Santos y de 2017. En el inicial, era pequeño o mediano productor quien tuviera máximo media hectárea de cultivo de marihuana; con el de Duque, y su desarrollo en la resolución 227 de 2022, ya no importaba el tamaño de la finca sino la inversión de capital. Ese cambio de reglas obligó a revisar quién entraba en el listado y quién no.
En el ámbito del cannabis medicinal existen varios tipos de licencias diferentes, que se deben solicitar separadamente, según la actividad que quiera hacer el solicitante. El panorama en los siete años desde la aprobación de la ley va en que el Estado ha expedido 861 licencias para cultivo de cannabis psicoactivo o THC; 1.264 para el de cannabis no psicoactivo o CBD; 735 para fabricación de derivados (674 por el Ministerio de Salud y 61 por INVIMA); y 278 de uso de semillas para siembra y cultivo.
Además de los cambios en las reglas, las licencias son costosas: la de cultivo de cannabis psicoactivo tiene un precio de 39.030.488,04 pesos en 2022, y la de cultivo no psicoactivo, 13.321.542,12. Las de fabricación de derivados están por encima de 27 millones de pesos.
Además, para adquirir la licencia se requiere presentar planes de cultivo y de seguridad, pagos de profesionales y de arriendos, comprobar que las semillas están registradas o se le compran a un tercero que tenga ese registro, construir infraestructura y tener resultados de pruebas de evaluación agronómica. En total, son por lo menos 200 millones de pesos, reduciendo los costos al mínimo, para conseguir una licencia y ponerla a andar. La necesidad de ese capital hace que entrar al negocio sea imposible para los campesinos, si se tiene en cuenta que los ingresos mensuales de una familia campesina no alcanzan, por lo general, el salario mínimo, hoy situado en un millón de pesos. De acuerdo con el DANE, en 2021 el 44.6% de la población rural recibía menos de 354.031 pesos mensuales.
Para Alexandra Torres, presidenta de APROCOR, los elevados costos implican en la práctica que la licencia “viene amarrada a un inversionista”. En el caso de las de cannabis psicoactivo, como la asociación que dirige, la ciencia vale más, requieren más medidas de seguridad y solo pueden producir si tienen un cupo que otorga anualmente el Fondo Nacional de Estupefacientes. Alexandra explica que se solicitan “cada vez que usted tiene un contrato”, pero finalizan el 31 de diciembre de cada año, sin tener en cuenta que los ciclos de la cosecha son de cinco meses.
Para Salazar, otro obstáculo para producir cannabis medicinal fue que no era claro si se podía sembrar en minifundios. “En su momento la propuesta era que los pequeños cultivadores podían cultivar cannabis en sus parcelas”, recuerda. Pero luego los requisitos del Decreto 613 de 2017 demostraron que eso no era posible y se debe sembrar en extensiones mayores.
Cada licencia se otorga para un determinado predio, que debe además cumplir con una serie de requisitos, incluyendo claridad en sus dueños. En la realidad de muchas tierras colombianas, en las que la informalidad en la propiedad campea, eso es difícil. Cruz, el investigador de DeJusticia, destaca que en Colombia “el problema de la tenencia de la tierra es un problema tan profundo que uno indaga cualquier cosa y sale”.
Entre los estudios previos para que el Estado otorgue una licencia está georreferenciar el predio. “En su momento venía un funcionario del Ministerio de Justicia, encargado de ir y verificar si la finca cumplía los requisitos”, recuerda Artemio. En una de las licencias que consiguió con sus compañeros, la dueña de la tierra prefirió darle otro, así que cuando llegó el permiso, ya no tenían predio para usarlo. Eso significó buscar otro lugar y aún no han podido oficializar el cambio de la finca.
Los funcionarios del Ministerio de Justicia que deben realizar las visitas solo van con el acompañamiento de la Policía, algo muy difícil y riesgoso en las zonas rurales con presencia de grupos armados ilegales. Como el norte del Cauca, donde hacen presencia las disidencias de las FARC-EP, el ELN y grupos de crimen organizado. Como consecuencia, casi el 50% de las licencias se concentran en Cundinamarca y Antioquia, departamentos más ricos y con menos problemas de conflicto, mientras que en el Cauca, que históricamente ha producido marihuana, solamente se ubican el 4%.
Jaime Díaz, de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), señala que las exigencias legales son barreras insalvables para indígenas que viven en los resguardos. En ellos la propiedad de la tierra es colectiva, y esa posibilidad no está contemplada en el marco legal del cannabis. Además, los Cabildos y la Guardia Indígena “no tienen competencia legal para verificar los requisitos de las licencias”.
Las licencias de semillas son las que están más concentradas. En parte, porque cuando se reguló el cannabis muchos se centraron en el cultivo, y no tuvieron en cuenta que para cultivar requerían tener una fuente de semillas registrada ante el Instituto Colombiano Agropecuario, que cerró esta posibilidad el 31 de diciembre de 2018.
Según cuenta Artemio, “como organización no logramos solicitar la fuente semillera, entonces nos tocaba utilizar una empresa que ya tuviera su semilla legalmente avalada por el ICA. Nos tocó comprarle las semillas”. Eligieron a la empresa One World Pharma SAS, con sede en Popayán, que les vendió las semillas sin el paquete tecnológico, es decir, sin el acompañamiento de profesionales para el desarrollo del cultivo, lo que ha implicado un menor aprovechamiento de las semillas adquiridas en el proceso de producción.
En el norte del Cauca, la aprobación de la Ley de 2016 se recibió con muchas expectativas que fueron mayores porque coincidió con la firma del Acuerdo Final de Paz y la reducción del conflicto en la región. Pero el panorama ha cambiado. La violencia se ha incrementado y los grupos armados han retomado el control de las zonas rurales. El Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), la solución del Acuerdo para enfrentar los cultivos de uso ilícito con apoyo a los cultivadores, no incluyó la marihuana, y la Ley de cannabis dice explícitamente que un cultivador no puede acceder a licencia si cuenta con cultivos de uso ilícito en su finca.
Aunque la Ley 1787, que reguló el cannabis medicinal, contempló que los programas de sustitución incluirían “esquemas asociativos de pequeños y medianos cultivadores nacionales de plantaciones de cannabis con fines exclusivamente medicinales y científicos”, de acuerdo con información de la Dirección de Sustitución de Cultivos Ilícitos de la Agencia para la Renovación del Territorio, a día de hoy ningún proyecto de sustitución ha contemplado el cannabis medicinal como una opción.
Eso porque para algunos, es más rentable continuar en la ilegalidad: “Lo ilícito es muy fácil, cualquiera siembra eso”, dice José Guillermo, un campesino de la región. En Corinto el precio de la libra de cannabis ilegal oscila entre 80 y 100 mil pesos. Actualmente ninguna familia puede sembrar más de 500 matas por cosecha según un acuerdo de enero de 2021 de las comunidades productoras del municipio, para así regular la producción y estabilizar los precios. Así, cada familia obtiene aproximadamente 250 libras cada cinco meses, que le dan un ingreso de entre 20 y 25 millones para una inversión que no supera los 10 millones. Eso equivale a un ingreso de unos 3 millones de pesos mensuales.
En el mercado legal el resultado es menor. La libra de cannabis psicoactivo está en unos 336.000 pesos, lo que daría ingresos de 84 millones por las mismas 250 libras, cada cinco meses. Pero como se debe invertir por lo menos 200 millones de pesos en la licencia y en la adecuación inicial para comenzar a producir, sin capital semilla grande no hay forma de que sea viables para una asociación campesina sin capital.
La comparación es aún más negativa para otros productos legales, como el café, que es el principal cultivo legal de Corinto; la libra se vende a 8 o 9 mil pesos, pero solo hay una cosecha por año. Según cifras de la Federación Nacional de Cafeteros, cada hectárea de café le estaría generando ingresos anuales de aproximadamente 20 millones de pesos anuales, de lo que habría que descontar los costos de producción. Los ingresos anuales del cultivo de marihuana en la ilegalidad duplican los del café.
El sistema financiero tampoco ha apoyado el cannabis medicinal. Hasta inicios de 2022 ningún banco, incluyendo al Banco Agrario, abría cuentas a cooperativas o asociaciones de cannabis medicinal, por temor a sanciones en Estados Unidos, país donde realizan sus transacciones. Solo una de las cuatro asociaciones y cooperativas con las que pudo conversar EL PAÍS ha logrado abrir una cuenta. Encima, los bancos tampoco dan crédito, ni permiten canalizar la inversión extranjera. Leonardo Noreña, de APROCOR, destaca: “estuvimos un tiempo detenidos por eso. Pero uno o dos años atrás los inversionistas se cansaron de esperar a que les abrieran las puertas para manejar los recursos y muchas asociaciones cerraron, muchas empresas se quedaron en el camino. La plata no se puede traer, no se puede hacer inversión”.
Este no es problema para empresas más grandes; Clever Leaves, una de las principales compañías del sector, también tuvo problemas con los bancos pero eso no impidió la inversión desde el exterior. Julián Wilches, cofundador y Director de Asuntos Corporativos y Regulatorios de Clever Leaves, señala que desde 2018 se han invertido entre 60 y 80 millones de dólares en Colombia. Para él, los beneficios hay que mirarlos a largo plazo; con una inversión de más de 226 millones de dólares a nivel global en cuatro años, en 2021 facturó apenas 15 millones en sus operaciones en distintos países. En la actualidad, están produciendo cannabis medicinal en Colombia y en Portugal.
A pesar de ese optimismo, todavía está en duda si el cannabis medicinal es rentable en Colombia, incluso para los grandes productores. “Si hablamos de quién se está apropiando de las ganancias o de los beneficios, pues tampoco hay beneficios”, sentencia Felipe Cruz.
Este artículo hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas convocado por la Fundación Gabo
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