¿Necesitamos aprender quechua si ya hablamos español?
El plurilingüismo, habitual en la mayoría de los países, es una riqueza que las autoridades deberían proteger desde la tolerancia
La Biblia cuenta que, en Israel, los habitantes de Galaad, que controlaban los vados y querían impedir que los de Efraín atravesaran el río Jordán, para reconocer a sus enemigos les exigían que pronunciaran la palabra hebrea shibboleth (“espiga de trigo”). Ellos, incapaces de pronunciar el sonido sh, eran descubiertos, y entonces los mataban. Y concluye la Biblia: “En aquel tiempo perecieron 42.000 hombres de Efraín”. También se dice que en 1282, durante las vísperas sicilianas, se exigía a los sospechosos de ser franceses que dijeran la palabra cicero (“garbanzo”), y quienes no conseguían pronunciar la consonante inicial quedaban delatados y morían al instante. Muchos muertos por una simple diferencia de pronunciación, se dirá. Pero estas dos historias, míticas o reales, nos muestran que, si bien las lenguas o las formas de hablarlas desprecian las fronteras y las atraviesan con facilidad, también pueden ser fronteras en sí mismas, levantar sus propios muros.
Se calcula que en la actualidad hay en el mundo alrededor de 7.000 lenguas y aproximadamente 200 países, lo que supone una media de 35 lenguas por país. Está claro que las medias aritméticas no son más que medias, que existen países casi monolingües, como Islandia o Burundi, y otros en los que se hablan más de 200 lenguas, como la República Democrática del Congo o Camerún, e incluso otros en los que se hablan más de 500, como India. Es decir, el plurilingüismo está muy extendido.
Pero las apelaciones de plurilingüismo y a la diversidad lingüística adolecen de cierta imprecisión: de la misma forma que se tiende a evaluar la importancia de las lenguas a partir de un solo criterio —el número de personas que las hablan—, existe también la tendencia a pensar que la diversidad lingüística se limita al número de lenguas que se hablan en un territorio. Pero hay que distinguir entre unos casos y otros, porque en unos casos, como ocurre en las sociedades bilingües, las lenguas comparten el territorio (por ejemplo, los que hablan catalán y castellano en una parte de España, o árabe y bereber en una parte de Marruecos) y en otros no. Además, el plurilingüismo puede tener orígenes diferentes: las lenguas de un territorio pueden ser endógenas o exógenas. Hay países con una larga historia de plurilingüismo y en otros es resultado de oleadas recientes de inmigración.
El plurilingüismo puede gestionarse de dos formas: en las prácticas sociales y en los despachos oficiales
Los países del Norte, que en muchos casos habían eliminado de su territorio parte de sus lenguas locales (lenguas indias en Estados Unidos y Brasil, lenguas regionales en Francia), hoy ven alimentado su plurilingüismo, sobre todo, por la inmigración. En las calles de Milán, París y Barcelona se habla árabe, chino y wolof; en las calles de Nueva York y San Francisco se habla chino, italiano, árabe, español y francés. Es decir, detrás de esas lenguas hay una historia social, económica y cultural. Ahí están los polacos que trabajaron a principios del siglo XX en las minas del norte de Francia; los italianos, españoles, magrebíes o vietnamitas que se incorporaron después a la economía francesa; los chinos, los turcos. También la economía de Estados Unidos se construyó con trabajadores inmigrantes polacos, italianos, franceses, alemanes, latinoamericanos… Argentina se pobló de gallegos e italianos, y Brasil, de portugueses, pero también de italianos, japoneses y alemanes.
Con los inmigrantes llegan, por supuesto, sus lenguas. El español de Cuba se oye en toda Florida, el de México se extiende por California, por más que quisieran prohibir a los estadounidenses que fueran a Cuba y que hoy quieran prohibir a los mexicanos que entren en Estados Unidos. Lo cierto es que, desde hace siglos, los pueblos se desplazan y se mezclan, sus lenguas entran en contacto y toman palabras y expresiones unas de otras. El español rebosa de palabras árabes, y el Mediterráneo, en general, ha sido siempre una efervescencia de lenguas, cada una de las cuales contiene huellas de las demás.
Veamos un ejemplo: en esas lenguas, el aceite que se saca de la oliva se sembró de forma natural a partir de la misma raíz, griega, latina o árabe. El par latino olea (“oliva”) y oleum (“aceite”) se mantiene en italiano (olio y oliva) y en francés (huile y olive), mientras que el español partió de la raíz árabe, con las palabras zit, que dio aceite, y zitoun, que dio aceituna. El mismo nexo existe en griego moderno entre Λάδι (“aceite”) y ελιά (“aceituna”). En el Mediterráneo, el aceite no podía ser más que de oliva. Y estas raíces se encuentran también en otros países en los que no crecen olivos, pero cuyas lenguas han tomado prestadas palabras de las lenguas románicas: oil y olive en inglés, öl y olive en alemán, de tal forma que olive oil y olivenöl etimológicamente son tautologías.
Otro ejemplo: hace más de 20 siglos, los griegos fundaron numerosas ciudades a las que denominaban “nueva ciudad”, Νεάπολις (Neápolis). Este nombre genérico se transformó en Nabeul en Túnez, Napoli en Italia, Nablus en Palestina, y a veces se tradujo: Novigrad en Croacia, Yeni Köy en Turquía. Añadamos a eso todos los Napoule que salpican la costa mediterránea francesa, el barrio de Neapoli en Siracusa (Sicilia), Trípoli en Libia (“las tres ciudades”) y Antibes (Antepolis, “la ciudad de enfrente”), en Francia. Las riberas del Mediterráneo están llenas de villas fundadas por los griegos, y un simple vistazo al mapa nos permite ver esa historia común construida a base de invasiones o relaciones comerciales, de cruzadas o migraciones.
En las calles de Milán, París y Barcelona se habla árabe, chino y wolof, como en Nueva York italiano o árabe
Este plurilingüismo presente en todo el mundo puede gestionarse de dos formas: en las prácticas sociales (in vivo) y en los despachos de las autoridades (in vitro). In vivo son los hablantes quienes aprenden o no las lenguas de los otros, utilizan una lengua vehicular cuando no logran entenderse o transforman las lenguas existentes y las mezclan para engendrar otras, como el portuñol que se habla en la zona fronteriza entre Brasil, Paraguay y Argentina. In vitro, los expertos y los responsables políticos deciden cuáles van a ser las lenguas de escolarización —las lenguas oficiales—, a veces con un criterio regional, como en India o Suiza. Las autoridades pueden escoger entre el llamado principio de personalidad (por ejemplo, en Canadá, la Administración está obligada a poder hablar en francés o en inglés a cada ciudadano) y el principio de territorialidad (en Suiza, según las regiones, la Administración utiliza el alemán, el francés, el romance o el italiano, y los ciudadanos deben adaptarse). En el primer caso, la persona lleva consigo su derecho a hablar su lengua; en el segundo, se somete a la ley lingüística del lugar en el que se encuentra.
Esta gestión es la base de lo que llamamos las políticas lingüísticas o la planificación lingüística. Pero, como siempre, hay varias docenas de planificadores y millones de planificados a los que no se pide necesariamente su opinión. Y el problema que se plantea entonces es el del control democrático de esas políticas. Porque detrás de esas lenguas están los seres humanos (igual que detrás de los seres humanos están las lenguas). Unos seres humanos que, cuando se desplazan, no solo se incorporan a la economía del país que los acoge, sino que enriquecen su cultura, su mentalidad e incluso su cocina. Una vez más, el Mediterráneo es un ejemplo de estos intercambios constantes. Por ejemplo, ahí están la incorporación del cuscús magrebí y la paella valenciana a la cocina francesa —con su nombre original—, y todos los escritores magrebíes que escriben en francés. Pero hay muchas otras formas de enriquecimiento en los países que reciben inmigrantes.
La política lingüística no debe olvidar que son las lenguas las que están a nuestro servicio, no al revés
Las políticas lingüísticas, pues, gestionan el plurilingüismo, la coexistencia de las lenguas y, por consiguiente, de los hablantes. Pero deben evitar ciertos peligros, en particular el de un nacionalismo estrecho, que rechaza las diferencias lingüísticas, culturales y religiosas, es decir, que rechaza al otro. Por ejemplo, mientras que en los países del Magreb se enseña el francés de manera generalizada, en Francia se enseña poco el árabe. En los países de Sudamérica, aparte de Paraguay, los indios actuales aprenden el español, pero los hispanohablantes no suelen aprender las lenguas indígenas. ¿Para qué?, dirán algunos. ¿Acaso necesitamos el quechua, el maya, el guaraní, si hablamos ya español? ¿No basta con las lenguas de gran difusión, las lenguas internacionales?
Este es un debate importante porque, como ya he apuntado, detrás de estas lenguas hay personas. Por eso las políticas lingüísticas deberían respetar un sencillo principio: no olvidar jamás que nosotros no estamos al servicio de las lenguas, sino que son las lenguas las que están a nuestro servicio, al servicio de los seres humanos. Esto implica que, antes de tomar una decisión política, conviene analizar minuciosamente las funciones sociales, culturales e identitarias de las lenguas.
Louis-Jean Calvet es lingüista y ensayista francés, autor, entre otros libros, de ‘Las políticas lingüísticas’ y ‘Lingüística y colonialismo’.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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