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¿Cuánta gente cae por el camino para que usted tenga montañas de ropa?

Imagine que las etiquetas de moda dieran esta información. Inaudito, ¿verdad? Pues hay empresas que garantizan que su cifra es "cero"

En un mundo globalizado en el que el consumo es cada vez mayor y más accesible, las principales marcas de ropa internacionales compiten de manera feroz para ofrecer un mayor número de prendas al menor precio posible. Lograr este ritmo de mercado pasa por abrir fábricas en países que se encuentran en vías de desarrollo, en donde el salario mínimo es inferior al de aquellos que los contratan; y por acelerar la producción, dejando así a los trabajadores de este sector en una situación de indefensión que se traduce en la aparición de enfermedades causadas por productos químicos, una esperanza de vida reducida, e incluso muertes. Es el lado feo de la moda.

El documental The True Cost, que se proyectó por primera vez en España dentro del Another Way Film Festival en 2015 (Madrid), escarba en las contradicciones de la llamada fast fashion, un término contemporáneo que define a una industria frenética que acerca con velocidad las tendencias a las tiendas en detrimento de las condiciones laborales de sus trabajadores. Elena Sáenz de Urturi, coordinadora junto a Carol Blasco de Moda Sostenible La Rioja, explica: “Este nuevo modelo de consumo rápido y de acumulación descuida los recursos naturales y no tiene en cuenta la seguridad de los trabajadores, que se encuentran cada vez más presionados por las continuas amenazas de deslocalizar sus fábricas [cambiarlas de territorio para abaratar costes]”. La tragedia de Rana Plaza, ocurrida en abril de 2013, es uno de los más duros símbolos de este rumbo tomado por una parte de los actores de la industria textil.

Y pese a la mala fama del made in China en lo que a condiciones laborales se refiere, el made in Europe no tiene por qué ser mejor. Diez países de Europa Oriental (nueve economías postsocialistas y el tigre de Anatolia, Turquía) trabajan confeccionando prendas para compañías textiles estadounidenses y del resto de Europa, aprovechando su proximidad geográfica y los bajos costes de sus prendas. Tanto es así que los trabajadores de Bulgaria y Bosnia-Herzegovina declararon que el salario mínimo legal cubre tan solo un 70% de sus necesidades alimentarias. ¿La única solución? Llevar a cabo medidas de supervivencia: pedir créditos, compatibilizar este con otros trabajos vinculados al sector agrícola, trabajar — como ocurre en Bulgaria— hasta 108 horas por semana (sin las que sería imposible sobrevivir) o pedir préstamos a los vecinos.

"Mejor mano de obra barata que pueblo pobre"

Hay voces que aseguran que no existe una alternativa real a la industrialización basada en salarios bajos, por lo que intentar evitar este tipo de producción sería llevar a estos operarios a la más absoluta pobreza, dejándolos en manos de la ayuda humanitaria, impidiéndoles progresar económicamente y abocándolos a una relación de dependencia con otras economías más desarrolladas. El economista y Premio Nobel Paul Krugman, en un artículo que tituló En defensa de la mano de obra barata, argumenta que la globalización es siempre conveniente y que, gracias a ella, determinadas naciones han entrado a formar parte del mercado mundial. De esta forma, los asalariados pueden disfrutar de condiciones de vida más favorables.

Para Krugman, los beneficios son muchos. "La presión que se ejerce sobre la tierra es menor, y los salarios en el ámbito rural suben; además, las personas desempleadas y dispuestas a cualquier cosa por conseguir un trabajo son cada vez menos; lo que se traduce en un mayor grado de competitividad entre las fábricas, que a su vez permite que las dietas en la zona urbana sean cada vez más altas". A esta teoría también se une Benjamin Powell, que en un informe publicado por la Universidad de Cambridge asegura que las alternativas a estas ocupaciones son siempre mucho peores. En él, el director del Instituto de Libre Mercado de la Universidad Tecnológica de Texas asegura que los sueldos que los operadores perciben en el marco de la fast fashion mejoran el ingreso medio del país y sus condiciones de vida.

Así lo confirma un informe realizado por Clean Clothes Campaign, una alianza de organizaciones presente en dieciséis países que demanda mejores salarios para los trabajadores, busca reducir la pobreza global y lucha contra la desigualdad de género. El estudio advierte de que las condiciones de vida de estos tres millones de operarios textiles no son mejores que las que están teniendo lugar en los países asiáticos. Como ocurre en Asia, los trabajadores perciben una mensualidad bastante alejada del salario mínimo legal, pero, sorprendentemente, en las economías de Europa del Este la diferencia es incluso mayor. Se advierte también una doble discriminación hacia las trabajadoras (muchas de ellas son madres solteras) al considerar su actividad como una ocupación sencilla y no cualificada, a diferencia del trabajo técnico de los hombres, que normalmente se dedican a aquellas labores consideradas tradicionalmente masculinas, y que requieren más fuerza física.

Gigantes del sector como Zara o H&M han generado beneficios desde la crisis, pero sus salarios se han desplomado aún más desde el año 2008, según la misma investigación. En esta memoria, Clean Clothes Campaign insta a las empresas a que al menos paguen a sus trabajadores un 60% del salario nacional medio. Una situación tan gris ha llevado a muchos creadores a situarse al margen de la industria. Es el auge de la moda sostenible, que vende una forma de pensar, como aseguran desde la empresa sueca Nudie Jeans Co, una firma de vaqueros. Otro caso singular es el de la compañía estonia Heavy Eco, que confecciona sus prendas recicladas y orgánicas en talleres formados por presos de Europa del Este. Además, el 50% de sus beneficios se destina a jóvenes sin hogar.

Qué ocurre en España

Sitúese en Galicia, centro neurálgico de la moda en nuestro país por ser el reino del todopoderoso Inditex. Un estudio realizado en el año 2015 por la EAE Business School concluyó que desde el año 2004 hasta el 2014, el número de empresas dedicadas a la manufactura textil en Galicia había caído un 34,1%, debido a la disolución de cooperativas de costureras sin capacidad para adaptarse a las exigencias del mercado. El documental Fíos Fóra, realizado por la productora Illa Bufarda, en colaboración con la asociación Amarante SETEM, arroja luz sobre la situación de las trabajadoras durante las pasadas décadas. Fernanda Couñago, directora de esta organización de comercio justo, explica que sentían la obligación de devolverles la dignidad que les había sido arrebatada y de poner en valor su legado. “Necesitábamos ir a los orígenes, a Galicia, y hacerle justicia a las miles de mujeres que levantaron un sector como el textil, y que, debido a la deslocalización, se quedaron en la calle; en ocasiones, incluso endeudadas”.

De nuevo, el jarabe se llama "sostenibilidad". La comunidad autónoma ha visto cómo proliferaban compañías bajo este paraguas para tomar el relevo a las cooperativas de costureras. Entre las más populares se encuentra Xiro, que distribuye pantalones ecológicos de algodón orgánico, y pone el énfasis en la producción local, los teñidos de bajo impacto y la filosofía CCCR (cuida, repara, customiza, crea).

El salario mínimo de Bulgaria y Bosnia y Herzegovina, donde se confecciona una importante parte de la ropa para el resto de Europa, cubre solo el 70% de las necesidades alimentarias

El textil en España es un sector al alza. El gasto realizado por los españoles ha crecido un 0,68% más con respecto al año 2013, y se prevé que se produzca un incremento del 10,6% en el año 2019, según la EAE. Cada español gasta de media un poco más de quinientos euros anuales, y la curva será ascendente los próximos años. Estos datos se traducen en una cantidad de ropa ingente, que primero invade los armarios y después copa los contenedores. Frente al despilfarro, eso sí, surgen campañas, como la iniciativa #proyecto 333, que propone vivir durante tres meses con solo 33 prendas.

Qué puedo hacer yo por la moda sostenible

La slow fashion propone, de manera sencilla y creativa, una forma más ecológica y ética de enfrentarse al temido qué me pongo. Pero, ¿en qué consiste exactamente la sostenibilidad? La anterior Primera Ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland, responsable del estudio Nuestro sentido común para la Comisión Mundial para el Medioambiente y Desarrollo, define el desarrollo sostenible como aquello que “satisface nuestras necesidades sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas”. Para Gema Gómez, diseñadora de moda y fundadora de Slow Fashion Next, “la sostenibilidad es la conservación de la vida a través del equilibrio ecológico, humano, animal, vegetal y planetario. Para ello, la industria actual debe centrarse en obtener la mayor eficiencia de los recursos, reducir la toxicidad de los residuos, practicar el reciclaje y empezar a ver en cualquier material la posibilidad de un producto nuevo”. De hecho, una de las prácticas más extendidas entre aquellos que se han adherido a este modelo respetuoso con los tiempos es el upcycling, que consiste en crear una prenda nueva a partir de otra existente.

La responsable de la revista Gansos Salvajes Magazine, Laura Martínez, explica que decantarse por una moda sostenible es algo a lo que todos podemos aspirar de manera fácil y ecológica. “Usar una prenda heredada de una hermana o amiga, comprar ropa de segunda mano o cuidar nuestras prendas de tal manera que les alarguemos la vida útil son algunas ideas para llevarlo a cabo”. Asimismo, es fundamental evitar las compras compulsivas y realizar una buena planificación antes de lanzarse a las tiendas. “Debemos tener en cuenta nuestro estilo, así como nuestro cuerpo. Si queremos que la ropa nos dure muchas temporadas, es preciso invertir en modelos duraderos y atemporales”, aconseja. A esta teoría también se incorpora Sònia Flotats, blogger de moda ética y creadora de la web SoGoodSoCute, que asegura que es posible vestir de manera responsable sin perder el estilo. “Lo óptimo sería que todos llevásemos ropa de segunda mano o de tejidos ecológicos, que además permite una mayor diversidad y mejora el bienestar del planeta”.

Existen más de una docena de etiquetas que certifican que el producto en cuestión se ha realizado bajo las premisas del comercio justo, que siempre implica una retribución digna a los trabajadores. Con la expresa finalidad de no llevar al equívoco, el ministro alemán Gerd Müller inició un plan de acción en octubre de 2014 llamado Partnership for Sustainable Textiles, en el que propuso que todos estos símbolos se unificasen en uno solo, para así resultar más claros. Aún está en marcha. Mientras, existen símbolos muy específicos, como el de Global Organic Textile Standard, que certifica que la prenda (de fibra orgánica) ha seguido religiosamente las pautas ecológicas recomendadas a la hora de procesarla, o el de Fairtrade, que asegura que los beneficios se reparten de forma equitativa entre todos los productores. Además, la iniciativa liderada por Müller tiene entre sus prioridades exigir a las empresas participantes que sigan unas reglas acordadas para mejorar las condiciones de trabajo de sus trabajadores, así como la mejora medioambiental en los países en vías de desarrollo. Entre sus miembros se encuentran compañías como Adidas, Lidl o Puma.

¿Para todos los bolsillos?

El discurso general esgrime que, sin embargo, no es esta una moda barata. Pero antes de lanzar estos juicios, es conveniente identificar cada fase del proceso de fabricación. Gómez las detalla: “Desde la producción de las materias primas hasta su transformación en tejidos, las prendas pasan por diferentes etapas: la confección, la distribución y el retail; el uso y consumo y, por último, el final de vida de la misma, analizando y cuantificando los impactos en cada una de esas fases. Se utilizan materias orgánicas ecodiseñadas para conseguir el mínimo impacto medioambiental, se produce localmente y se invierte en la gestión de una mejor logística para así conseguir un menor impacto en los desplazamientos, y en una menor cantidad de embalajes”.

En resumidas cuentas, vestir sostenible es apostar por un planeta menos contaminado, un tejido laboral con más derechos y… ¿un cuerpo más sano? No se ría. La mayoría de estas prendas no contienen tintes y otros productos químicos a los que unos pocos (lo cierto es que la mayoría se libra) genera dermatitis irritativa. En resumidas cuentas, un negocio lento, pero muy redondo.

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