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El crimen que no cesa

En 1960, el cura John Feit violó y asesinó a la joven Irene Garza en Texas La justicia estadounidense ha tardado 60 años en acusarle, pese a que no tenía coartada

Martín Caparrós

Cuando el señor Nick Garza fue a denunciar que su hija Irene llevaba casi dos días sin volver a casa, el policía de guardia le dijo que se habría ido con algún muchacho. Era cierto que, en 1960 y en McAllen, Texas, tan cerca de la frontera mexicana, las chicas de familia no hacían esas cosas, pero, después de todo, Irene era bonita, latina y sonreía demasiado.

La familia Garza tenía una tintorería floreciente, vivía en un barrio mixto y los discriminaban un poco menos que a la mayoría de los hispanos. Irene tenía 25 años, la piel clara, buena cabeza, buenos modales; había ganado un par de concursos de belleza, había estudiado en la universidad y trabajaba de maestra en una escuela para niños pobres. Irene era católica ferviente, oración siempre lista, misa diaria.

Dos curas callaron durante medio siglo para no entregar a uno de los suyos a la justicia de los hombres

La tarde de ese sábado de Gloria, Irene Garza había ido a confesarse a su parroquia, la iglesia del Sagrado Corazón –y nunca más la vieron viva. El lunes, cuando uno de sus zapatos apareció tirado en una calle cercana, la policía tuvo que aceptar que algo pasaba. Dos días después encontraron su cuerpo hundido en un canal: la habían golpeado, asfixiado y violado ­cuando ya estaba en coma. El crimen sacudió a la región; los hispanos estaban al borde de la revuelta y la policía tuvo que esmerarse: cien rangers buscaban pistas por todos los rincones, quinientos sospechosos fueron interrogados, sesenta pasaron por el detector de mentiras. Al cabo de un par de meses los investigadores sabían casi todo sobre Irene –pero no la forma de su muerte.

O sí, pero intentaban no saberla: el sospechoso principal –el único– era un cura joven, forastero, John Feit, que la había confesado aquella última tarde. Su relato estaba lleno de contradicciones; Feit no tenía coartada y sí, en cambio, varios rasguños que parecían arañazos. Su proyector de diapositivas, además, había aparecido en el canal, atado al cuerpo, lastrándolo: él dijo que se lo habían robado.

La investigación siguió; no era fácil, en Texas y en 1960, sospechar de un cura. Tras unos meses, la justicia decidió que no lo acusaría. El párroco del Sagrado Corazón, confesor y amigo de los Garza, les dijo que no se afligieran: que si la Iglesia descubría que Feit era el asesino le darían un castigo mucho peor que cualquiera que la justicia terrena pudiese siquiera imaginar. Feit fue internado en un monasterio pero no se adaptó; al cabo de unos meses retomó el trabajo parroquial. En 1972 colgó los hábitos, se casó, tuvo hijos, trabajó de vendedor de seguros en Arizona –y el caso fue quedando atrás. Hasta que, en los últimos años, dos curas ya muy viejos –el párroco de McAllen, el superior de aquel convento– quisieron descargar sus conciencias para no tener que responder ante más altos tribunales: ambos declararon que Feit les había confesado su crimen. Lo supieron durante medio siglo: lo callaron porque su institución les había enseñado a no entregar a los suyos a la justicia de los hombres.

Que tampoco les hizo caso hasta que un candidato a fiscal del distrito de McAllen –ya convertida en la ciudad más hispana y más obesa de los Estados Unidos– prometió, para conseguir apoyos latinos, que reabriría el proceso. Hace unos días, con medio siglo de demora, John Feit fue arrestado por la violación y el asesinato de Irene Garza. Tenía 83 años y se mostraba sorprendido: “Aquel hombre –dijo, hablando de sí mismo jovencito– ya no existe”. La jueza de primera instancia le contestó que su crimen seguía vigente, y reabrió una de las cuestiones más debatidas en estos tiempos de memoria y desmemorias: ¿cuándo se acaba un crimen? O, mejor: ¿cuándo deja de merecer castigo? A menos que lo que sobre, en esas dos preguntas, sea la palabra cuándo.

elpaissemanal@elpais.es

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