Apestando la tierra
Siempre he creído que cada uno debe librar sus batallas de frente y en solitario, otro anacronismo más que achacarme
Parece del todo olvidado aquel dicho que se sabían todos los niños de cuando yo era niño: “Dos contra uno, mierda para cada uno”. Es decir, estaba muy mal visto, se consideraba una cobardía impasable, que dos chicos se pelearan contra uno solo, o se metieran con él. No digamos si eran veinte. Quizá por eso, siempre me han desagradado sobremanera esas sesiones en que varios comensales o contertulios se dedican a poner a caldo a alguien y en que, azuzándose unos a otros, compiten por superarse en veneno. Hasta cuando la persona objeto del linchamiento verbal me resultara detestable y merecedora de todas las críticas, me he sentido incómodo y he preferido abstenerme de participar, precisamente por la diferencia de número. Siempre he creído que cada uno debe librar sus batallas de frente y en solitario, otro anacronismo más que achacarme.
La tendencia actual es la contraria, y por eso he leído con preocupación y estupor las informaciones que aparecen sobre el nuevo “deporte de masas”, como lo calificaba Javier Salas en la suya de hace unas semanas en este dominical, consistente en humillar pública y multitudinariamente a alguien, conocido o desconocido, en las redes sociales. Lo que más estupor causa es que quienes toman parte en esas campañas sean centenares de miles, incluso a veces millones, escudados muchas veces en el conveniente anonimato de los sobrenombres o apodos. Uno se pregunta cómo es que hay en nuestras sociedades tantos individuos por un lado ociosos, y por otro con tan mala saña. Hay que tener una vida bien vacía, y aburrida hasta la desesperación, para andarse fijando en lo que ha dicho en un tuit cualquier idiota del que nada se sabe, o en la foto desafortunada que ha colgado en Facebook una joven que pretendía ser graciosa. Antes, el chiste malo racista u homófobo o misógino se soltaba en el bar, ante cuatro amigos de índole semejante, que reían de buen grado la chanza. Nadie más se enteraba y nadie podía darle importancia. Se desvanecía en el aire, como si no se hubiera dicho. Pero el narcisismo de nuestros tiempos no puede conformarse con eso: los idiotas y chistosos necesitan exhibirse y ansían universales aplausos abstractos. “Se va a enterar el mundo de lo que opino de esto, o de Fulano”, piensan, y corren a su alrededor para proclamarlo a los cuatro vientos. Con lo que al parecer no contaban es con que el mundo está lleno de gente con espíritu policial o inquisidor o justiciero, que se debe de pasar media vida al acecho de las “infracciones” para hundir en la miseria al metepatas que incurra en ellas.
En cuanto alguien susceptible sube el diapasón, todo el mundo se echa a temblar y se apoquina
Cuentan las informaciones sobre el fenómeno que ante una avalancha de insultos no hay actitud recomendable: si se da la callada por respuesta, malo, porque arreciarán los vituperios; si hay retractación e imploración de perdón (lo cual es la tendencia pusilánime de nuestra época), también malo, porque eso no colará ni se obtendrá el perdón suplicado: téngase en cuenta que los injuriadores pueden ser centenares de miles, y de todo el globo; si se pone uno farruco, en plan “sostenella y no enmendalla”, por lo visto es también malo: el griterío irá in crescendo y además nunca se calla, el nombre de la persona “linchada” quedará para siempre asociado a lo que la jauría tildó de baldón imperdonable en su día. La cosa es tan desproporcionada que algún “incorrecto” se ha visto forzado a “cambiar de móvil, de facultad, de carrera y hasta de nombre”.
Otros han perdido su empleo porque su también pusilánime empresa se ha plegado a las exigencias del coro anónimo de imprecadores y no ha querido arriesgarse a mantener en su plantilla a alguien censurado por millones. El miedo hoy en día hace estragos. Recuerdo haber criticado a este diario por haber retirado inocentes anuncios que una parte quisquillosa de la población juzgaba “sexistas”, por ejemplo. En cuanto alguien susceptible sube el diapasón, todo el mundo se echa a temblar y se apoquina. Casi nadie tiene la reacción templada de decir: “Esto es una tontería; ni caso”. Y por supuesto casi ningún famoso pillado en algo que esté mal visto –y hoy lo están demasiadas opiniones, prácticas y hábitos– se atreve a responder como Madonna al salir a la luz viejas fotos suyas desnuda: “¿Y qué?” Al contrario, todos se dan golpes de pecho, se arrepienten, anuncian contritos que se van a tratar de lo que sea –alcohol, drogas, posturas políticas o religiosas, infidelidades (“adicción al sexo” el nuevo nombre)–; en suma, aceptan la bronca como niños y ejercen tan abyecta autocrítica que las de los disidentes soviéticos obligados por Stalin a su lado eran altanería. Lo que no se tiene en cuenta es que achantarse ante cada estallido de indignación y castigo masivo supone fortalecer a la gente “virtuosa”, tan parecida a la que describió Machado en su célebre poema: “En todas partes he visto caravanas de tristeza, soberbios y melancólicos borrachos de sombra negra … Mala gente que camina y va apestando la tierra …” Los idiotas son millares, pero son peores quienes los juzgan y se ensañan con ellos, sin límite y en manada. Son éstos, sobre todo, quienes van apestando la tierra hasta hacerla irrespirable.
elpaissemanal@elpais.es
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