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La tenacidad de la señora juez

Manuela Carmena, hoy posible alcaldesa de Madrid, fue entrevistada por 'El País Semanal' en 1982. Ex comunista, antes de ser juez fue abogada laboralista del despacho de Atocha

Manuela Carmena, en 1982.
Manuela Carmena, en 1982.Chema Conesa

A finales de los sesenta, Manuela Carmena, comunista, en plena clandestinidad y con el título de abogada todavía húmedo, formó el primer despacho laboralista del país, directamente ligado a Comisiones Obreras. Fue una de los "abogados-niños terribles" de las postrimerías del franquismo, cuando Magistratura del Trabajo "cayó en poder de los rojos". Unos años después, en 1977, un escalofrío de pasmo y horror recorrió el país con las palabras "matanza de Atocha", y Manuela Carmena era, en aquellos momentos, la titular del despacho laboralista maldito. Algunos todavía recuerdan, en las primeras elecciones, la imagen insólita de una Manola —como la llamaban los peceros—haciendo campaña electoral. Después vino el abandono silencioso del partido, las oposiciones a juez y el primer destino en La Palma.

Ahora, a los 37 años, en el despachillo insignificante de los juzgados de El Escorial, comida por los legajos, entre escaleras desconchadas y pasillos encolillados, doña Ma­nuela, la señora juez, maneja la ley desde el otro lado de la mesa, dejando pasmado al personal cuando les dice eso de «los jueces esta­mos para servirles», desconcertando con sus respuestas a los vetustos funcionarios que pregun­tan afirmando: "Doña Manuela: usted no irá a las autopsias, ¿verdad?".

"Yo me metí en Derecho sin ninguna idea de lo que significaba, porque en todo el bachiller nadie me había hablado del tema, y en mi fami­lia, pues igual. Porque normalmente la gente que va a Derecho está relacionada con la profe­sión, pero yo no. Mi familia es, por una parte, de extracción campesina, campesinos de Toledo con algo de tierras, y de otra, comerciantes, muy pequeña burguesía. Me acuerdo que nada más entrar en la universidad, a la puerta de Derecho estaban un día leyendo unos versos de Machado y vino la policía y disolvió a la gente. Tengo esa imagen grabada. De pronto, empecé a conocer autores y gente que había hablado de la guerra. Mi sorpresa fue comprender que la guerra había sido entre pobres y ricos, explotadores y explo­tados, y a partir de ese momento empecé a sen­tirme muy interesada por todas esas cosas y a conocer a personas que estaban en grupos políticos".

Entonces, lógicamente, apareció el partido comunista, aunque camuflado en la Federación Universitaria de Estudiantes (FUDE), y da la impresión, oyendo hablar a Manuela Carmena, de que sintió por el partido una atracción y rechazo simultáneos muy similar a la de tantos intelectuales y profesionales de la época, que llegaron al mismo más como luchadores antifascistas, que descubrían en él una vía eficaz de lucha por la democracia, que como auténti­cos comunistas o marxistas. Un camino más visceral que intelectual o teórico. "Totalmente visceral, desde luego. El partido me produjo de entrada una reacción doble: por una parte, me gustaba mucho su decisión, su eficacia, su clari­dad de ideas; pero, por otra, algunos aspectos de su manera de ser me producían rechazo. En­tonces conocí al primer obrero-obrero, de pro­cedencia obrera, que me llevó a su casa a la celebración de un Primero de Mayo, y aquello me hizo mucho impacto. Primero, porque todo aquello era nuevo para mí, y segundo, porque empezaba a comprender cómo la gente sentía la explotación. Descubrí lo que había sido la gue­rra, la tortura, y a partir de aquel momento me sentí totalmente comprometida; comprendí que aquellas gentes tenían razón".

Es inevitable hablar de la ma­tanza de Atocha, recordar aquella sensación de espantosa angustia e incredulidad, algo que Manuela Carmena vivió tan directamente

Fue una militante significada, que nunca llegó a leerse las obras de Lenin y que se hacía chuletas, como los malos estudiantes, cuando tenía que dar seminarios políticos."Creo que entonces no había otra alternativa; lo que pasa es que posteriormente, a diferencia de muchos compañeros, yo no me he sentido desencantada, porque nunca me creí el partido como dogma. Claro que esto me producía una disociación muy grande". Una contradicción que, no obstante, no impidió a Manuela Carmena ju­garse el tipo por el partido comunista en las épocas duras: "Esa reacción la tenía también con el Mundo Obrero, que nunca me ha gustado, y cuando me daban un taco de Mundo Obrero —que casi nunca llegué a repartir porque me daba vergüenza dar un periódico donde había cosas en las que yo no creía—, pues tenía una sensación contradictoria. Porque, por otra par­te, veía que los obreros tenían tanto derecho a tener su Prensa y a decir las cosas que se le ocurrieran, que estaba convencidísima de que había que luchar por que todo el mundo que quisiera vendiera Mundo Obrero donde le ape­teciera. Luego he comentado con muchos com­pañeros que a nadie nos gustaba Mundo Obrero, pero estábamos dispuestos a que nos cayeran un montón de años por tener los cajones llenos de periódicos".

Eso suena un poco a complejo de culpabili­dad de pequeños burgueses.

—Yo creo que sí, totalmente. Lo que ocurrió es que de ese punto de partida extraño en segui­da fui evolucionando y encontrándome con gentes que éramos muy parecidas. Cuando estábamos haciendo la carrera, el partido dijo que era necesario que fuéramos a Francia a hacer un cursillo. Yo me marché con muchísi­mos problemas personales, y nos metieron a los cuatro que fuimos en un campamento de ju­ventudes del partido para la emigración. Pocas veces me he sentido tan mal y tan incómoda. De los cuatro que íbamos, tres nos sentimos muy mal, y de hecho, los del campamento nos pidie­ron que nos marcháramos antes, porque no hacíamos más que incordiar. Y nos sentimos mal porque era la primera vez que veíamos al partido como religión: banderas por todas par­les, cantos... Me acuerdo que hacíamos juegos como los scouts, y una de aquellas veces tocó andar descalzos por una carretera llena de gui­jarros. A mí aquello me parecía una estupidez enorme, y no se me olvidará que una compañera dijo: "Hacedlo por los presos de Burgos...".

Cuando llegó el momento en que el partido decidió que había que organizar un despacho laboralista para asesorar a Comisiones Obreras, no se lo pensó dos veces: "A mí el derecho la­boral me parecía un rollo y siguió sin gustarme; pero era tan sugerente, tan precioso eso de ser el brazo jurídico de los obreros...". Así que, como los compañeros que terminaban se tenían que ir a la mili, Manuela y Cristina Almeida fueron las primeras voluntarias. "En la carrera había descubierto que las leyes eran una de las formas más importantes de las estructuras del poder y me había quedado sorprendida de lo que valía el derecho. Pero la primera sensación fue mala: sentirnos con poquísimos medios, tener que competir con abogados y magistrados que se las sabían todas. Yo recuerdo una sensación como de bombero...".

Mientras tanto, entre sanción y sanción uni­versitaria, Manuela Carmena se había casado con el arquitecto y hoy también ex militante comunista Eduardo Leira. Hay muchos que todavía recuerdan de aquellos tiempos a la hija recién nacida de Manuela, metida en un capa­cho, criándose prácticamente "a los pechos de los obreros de Atocha". "La niña acababa de nacer y me la tenía que llevar a todas partes, porque había un trabajo horrible. A veces esta­ba en un juicio y veía que era la hora de darle de mamar y que no me daba tiempo... Luego, en el despacho, los obreros me avisaban: "Oiga, que la niña se ha despertado y está llorando".

Manuela Carmena, en 1982.
Manuela Carmena, en 1982.Chema Conesa

Es inevitable, puesto que el despacho sale una y otra vez en la conversación; hablar de la ma­tanza de Atocha, recordar aquella sensación de espantosa angustia e incredulidad, algo que Manuela Carmena vivió tan directamente. "El impacto, sobre todo, fue a nivel personal, aun­que yo, a mucha menor escala, había tenido una experiencia similar. Fue en 1970, la muerte de Pedro Patino, un obrero de la construcción de Getafe: le mataron cuando repartía propagan­da en una huelga. Este chico, además de ser cliente mío, era el marido de mi secretaria una de mis mejores amigas. Yo recuerdo con un espanto horroroso aquella situación, porque le estaba dictando una sentencia a Dolores, su mujer, y me llamó Jaime Sartorius por teléfono para decirme que había venido en el Madrid que habían matado a Pedro Patiño. Esa sensación terrible de tener que decirle: "Han matado a tu marido". Lo del despacho fue como eso pero multiplicado».

—Se ha repetido luego que lo esperaban, pero realmente, ¿se podía esperar algo tan alucinante?

—Sí que lo esperábamos, porque, aunque parezca mentira, no se me olvidará que aquella noche, cuando salía del 55 de Atocha para ir al 49, a la otra reunión, la calle estaba temerosa —era explicable, porque había pasado lo de Villaescusa—, y yo también iba temerosa. En­tonces me crucé con tres chicos y me dio la im­presión de que les brillaba algo, y me acuerdo que sentí miedo y me puse el bolso delante, entre los brazos; figúrate qué bobada, pero pensé que podían llevar una pistola. Cuando les rebasé, vi que lo que llevaban era una máquina de fotos. Luego, en el 49, mientras en el 55 esta­ba pasando la matanza, fui mirando, por una ventana que teníamos en el pasillo y que daba a la puerta de entrada, a todos los que iban lla­mando para la reunión de profesionales, porque me sentía intranquila. Pensábamos que podía ocurrir en cualquier momento, era la verdad. Antes había habido ataques y cosas similares aunque, claro, nunca creímos que pudiera ser tanto. Quizá luego me impresionó mucho la frialdad que encontré en algunos ambientes, por ejemplo, entre los clientes. Me sorprendía que a los cuatro días de haber pasado aquello la gente llegara como si nada; yo pensaba que qué desprecio tenían por la vida, que por reclamar 4.000 o 5.000 pesetas se metían en un despacho donde les podían pegar un tiro. Pero es posible que la gente que se juega la vida en un andamio tenga más desprecio por ella. Me pareció que no tenían esa consternación nuestra.

Hay momentos en que piensas que esa Ma­nuela de esporádicos y repentinos matices inge­nuos no es sino la sombra furtiva de esta otra Manuela racionalista y eficaz, que sin duda se impone, y que, pese a su sensibilidad evidente, tiene que ser una persona fuerte, tenaz, puede que incluso dura, capaz de digerir una expe­riencia tan traumática como la de Atocha y sonreír mientras habla de aquello, al mismo tiempo que repite lo de "Habla que vivir, vivir muy rápi­damente y olvidar".

—Poco después, usted dejaba el partido comunista. Hay quien dijo que en ello había tenido que ver cierta disconformidad con la ac­tuación del partido en todo el pro­ceso de Atocha.

—No; lo de Atocha no tuvo nada que ver. Me pareció que algunas personas denotaban una falta de sensibilidad, y ciertos comentarios que oí me demostraron lo poco sensibles que eran humanamente algunos militantes; pero no tuvo nada que ver con una crítica sobre que hicieran mal las cosas en aque­llos momentos. La determinación de dejar el partido como opción política se debió a otras razones.

— ¿Qué razones?

La gente se siente como si tuviera que expresar agradecimiento por ser recibida por el juez. En algunos casos, in­cluso, preguntan cuánto deben

—El choque más grande para mí fue participar en la campaña elec­toral. Realmente fue una sorpresa. Creo que me metieron en los míti­nes porque pensaron que, como tenía costumbre de hablar, lo haría bien, y fue un rotundo fracaso. A mí me gustaba hablar, pero para convencer, y me hice una especie de guión de mitin para convencer. Pero cuando llegué allí y me di cuenta que había que decir las co­sas con pausas, para que la gente aplaudiera, y que era más bien un espectáculo sensible y emotivo, con símbolos, pues me repugnó. Me parecía que se decían cosas que no eran verdad, que sólo se decían para quedar bien.

Manuela Carmena decidió entonces dejar el derecho; incluso pensó hacerse perito agrícola, pero las ma­temáticas le hicieron desistir. Así que se inclinó, finalmente, por algo distinto, aunque dentro de las leyes. Una especie de "ruptura dentro de un orden". Sonríe Carmena cuando le digo que pasar de un despacho laboralista rojo a ser la señora juez tiene que ser algo muy distinto a la hora de aplicar la ley. "Es muy distinto, sí. Me gusta trabajar con la gente desde siempre, y ahora me viene, la escucho, y se me pasa el tiempo sin darme cuenta. Cuando era abogada también me pasaba eso, con la diferencia de que entonces te sentías menos libre. Una persona te ha escogido como abogado y la tienes que acep­tar, ir con ella a todas partes. Sin embargo, como juez puedes disfrutar del contacto con las per­sonas con una cierta independencia, puedes elegir. Esa primera impresión me ha resultado muy agradable. Luego hay una segunda parte: que tengo siempre muy presente cómo veía yo a los jueces cuando no lo era; entonces procuro hacer cosas que a mí me hubiera gustado que los jueces hicieran".

—¿Cómo los veía?

—Cuando era abogada veía al juez muy leja­no, muy distante, muy poco accesible; por eso yo trato de ser todo lo contrario. Trato que el juzgado no sea lo que aparentemente es: mon­tañas de papeles, un poco lo de El proceso, de Kafka. Porque esos papeles judiciales que en apariencia no son nada tienen un contenido importantísimo para la gente. Detrás de los papeles judiciales hay problemas e historias de fracasos, de amor, de desamor, ruinas económi­cas, delitos...

—Creo que su llegada a La Palma produjo una auténtica revolución en los juzgados; que las mujeres prácticamente hacían cola para ha­blar con la juez.

—En los juzgados de pueblo el juez es algo más cercano. Se le conoce, se sabe cómo se llama, dónde vive, la gente tiene una tendencia a ir al juez; lo que quizá les pudo sorprender más fue encontrar una actitud más de igualdad, más demócrata. En la mayoría de los casos la gente se siente como si tuviera que expresar agradecimiento por ser recibida por el juez. En algunos casos, in­cluso, preguntan cuánto deben. Yo procuro disculparme cuando tengo que hacer esperar, y veo que se quedan muy sorprendidos cuando les digo que los jueces estamos al servicio de la sociedad y de las per­sonas que nos quieran ir a ver, y que el Gobierno nos paga para eso. Me he dado cuenta de que les causa mucha extrañeza. En cuanto a las mujeres, en La Palma, es un capítulo muy especial. Es una so­ciedad con bastantes problemas, de poco desarrollo, donde la mujer está muy explotada y recibe fre­cuentes malos tratos. Y en una so­ciedad donde la mujer no tiene ninguna independencia económi­ca todos éstos problemas tienen más dificultad para solucionarse, porque no tiene alternativa; está con el marido, y si el marido no le paga tiene que buscarse otro hom­bre, porque su única posibilidad, y ahora no se encuentra, es el trabajo de limpieza. Entonces ese tipo de mujer sencilla, de entrada, al ver una mujer se sentía mejor y te em­pezaba a contar su vida. Y salía todo lo que es una vivencia matri­monial, esas terribles historias de amor y desamor que pasan todos los matrimonios litigiosos, se crea­ba una situación de muchísima más confianza, que no podía surgir con un hombre.

—Debe de ser divertido eso de pasar, en poco tiempo, de correr de los guardias a que se le cuadren.

Una cosa que me sorprendió muchísimo es que cuando se produ­jo el 23 de febrero fuera competente la jurisdic­ción militar del conocimiento de los hechos. Eso para mí es incomprensible

—Quizá, más que divertido, resulta extraño. El mundo militar tiene unas normas de com­portamiento muy propias, y para quienes no hemos tenido contacto con él nos resultan extrañas. Yo nunca he sabido bien qué trata­miento emplear con todo tipo de autoridades militares. Me acuerdo que una de las veces que estuve detenida en la Dirección General de Seguridad necesitaba ir al servicio, y con toda mi buena voluntad yo gritaba por el ventanuco: "¡Guardia! ¡Guardia!" Hasta que vino uno y me dijo que se les llamaba señor agente. Creo que a todo estamento militar, en general, el trato de trabajo con una mujer que puede ser su superior les resulta bastante desacostumbrado, les desconcierta. Yo recuerdo en La Palma, un día que estaba en casa haciendo la comida, con calcetines, unos zuecos y un delantal a cuadros, una pinta absolutamente innoble para una au­toridad, y llegó un guardia civil a darme un parte, y yo veía que al pobre guardia civil, que se había cuadrado al saludar, se le caía la mano, que había un peso de gravedad desde la sien hasta el suelo, que le resultaba absolutamente difícil mantenerse cuadrado ante aquello. En estos momentos sí que ves que son los sectores más conservadores. En algún sector de jueces, por ejemplo, no les habrá gustado mucho mi llegada; en la Audiencia de Tenerife había cierta expectación cuando iba la comunista de La Palma, pero conmigo han procurado estar encantadores, no han tenido ningún tipo de desplante.

Puede que no haya habido desplantes, pero comentarios y anécdotas no le han faltado a Manuela Carmena en los dos últimos años, porque esto de ver mujeres en determinados cargos tradicionalmente masculinos sigue cau­sando desazón, cuando no franco estupor. Un oficial de la Marina llegó a pedir a su señoría que se fotografiara con él, "porque nunca había visto una juez". "Es que allí, en La Palma, cuando van los barcos de guerra, hacen una recepción con las autoridades. Son recepciones donde las esposas están en un rincón, en otro las autoridades y en el centro las jovencitas casade­ras, con los tenientes y solteros del barco, llenas de risitas. Entonces llegué yo y me preguntaron que dónde estaba mi marido, el señor juez, y cuando contesté: "No, el juez soy yo", pues vi que se quedaban atónitos, que no sabían qué hacer".

—El mundo de la judicatura es un mundo de fórmulas hechas, a veces rimbombantes, y tra­dicionalmente masculino, donde la mujer tiene que introducir, forzosamente, nuevos compo­nentes, como el que antes aludía de las mujeres de La Palma. ¿Se nota?

—Realmente es un mundo muy diferente. A mí me parece muy bien que al mundo judicial, al mundo de los papeles, lleguen también las vivencias y el modo de ser de la mujer. En las sentencias, en las resoluciones, en los textos de separación, todo viene redactado en un estilo masculino. Por ejemplo, hace poco, en un pleito de separación, llegó el momento de confesar la mujer, y tanto su abogado como el del marido y los procuradores eran hombres, es decir, las dos columnas sobre las que gira el proceso judicial eran masculinas. La manera en que se hacen las preguntas es muy formalista: "¿Confiesa ser cierto...?", y la costumbre es responder sí o no. Yo veía que la mujer lo que quería, fundamental­mente, era desahogar una tensión, contarnos lo que en resumen era la historia de su fracaso matrimonial, que lo había vivido día a día y con un sufrimiento tremendo. Era una mujer terri­blemente femenina, incluso yo diría que un poco cursi. Iba vestida de rosa, en fin..., y además lloraba, contaba las cosas entrecorta­damente y a veces nos teníamos que parar por­que no le salían las palabras, le salían raudales de lágrimas. A mí me parecía que los abogados estaban como molestos, porque entendían que era exagerado, que las preguntas se respondían sí o no, y a correr. Parece que se sentían heridos por aquella bofetada de sentimentalismo e inti­midad con que de repente se había llenado la sala de vistas. Pero a mí me pareció bonito el que se empaparan de ello, porque pensaba que aquella mujer había estado muchas horas ma­chacada dándole vueltas y ahora era su juicio, y tenía derecho a que todos la oyeran.

—¿Qué pasaría si ahora le llegara un caso por aborto, donde tuviera que aplicar la ley en con­tra de sus criterios personales, por ejemplo?

Esta es una de las preguntas más difíciles que me ha hecho... Tendría presentes todas las circunstancias que habían concurrido en ese he­cho, hoy todavía punible, puesto que pienso que no debería serlo. Lo que me parece importante es que el juez tenga la sufi­ciente sensibilidad para saber cuándo una ley está siendo socialmente rechazada, y si una ley es socialmente rechazada por muchos sectores, eso indica que tiene que cambiarse, y el juez debe aplicarla con todos los criterios que per­miten los principios generales de derecho. Es decir, que nunca se puede olvidar que la ley está hecha para la sociedad y no la sociedad para la ley. No se debe inculpar o responsabilizar cuando hay un rechazo social importante.

—Hace poco, en un debate sobre El imperio de la ley, se afirmaba que la Administración de justicia española no se había adaptado aún a la Constitución. Más claro: que de demócrata, poco.

Lo que me parece importante es que el juez tenga la sufi­ciente sensibilidad para saber cuándo una ley está siendo socialmente rechazada

—Creo que la idea que yo tengo de la demo­cracia, que es una idea profunda de lo que es un país y un sistema con libertades, me parece que no, que los estamentos judiciales no han asumi­do esa idea. A mí, por ejemplo, una cosa que me sorprendió muchísimo es que cuando se produ­jo el 23 de febrero fuera competente la jurisdic­ción militar del conocimiento de los hechos. Eso para mí es incomprensible; que el legislativo haya aceptado en el Código de Justicia Militar una cláusula que, de una manera indirecta, viene a restar todo el peso de la Constitución, en la que clarísimamente delimita que solamente la ju­risdicción castrense deberá conocer de los temas castrenses, me parece un desastre y totalmente sorprendente. Entonces, que no haya habido una reacción del poder judicial en este tema me indica que no está muy arraigado el sentimiento democrático dentro de la organización judicial. Además, creo que el comportamiento de las propias estructuras judiciales, jueces, presiden­tes de las audiencias, etcétera, sobre el 23 de febrero ha sido decepcionante, especialmente en las demarcaciones de las jurisdicciones cas­trenses, que fueron asumidos los poderes a las autoridades civiles. Es algo impensable que inmediatamente no haya habido algún tipo de protesta, y, según tengo entendido, no se ha producido por parte de los correspondientes estamentos judiciales. Me parece fundamental que quede clarísimo que un golpe de Estado es absolutamente ilegal en una sociedad de­mocrática, y que tiene que ser terminantemente rechazado por el poder judicial, que es el que tiene que impedir el delito. Es que mi sorpresa fue grandísima, porque además, como tenía recientísimas las oposiciones a juez, me acorda­ba perfectamente del delito que decía: "Aque­llos que invadan violentamente las Cortes es­tando reunidas...". Sabía que era un delito tipi­ficado en el Código Penal, y por el hecho de que fuera cometido por los militares, con la Consti­tución en la mano no tenía por qué no juzgarse por la jurisdicción ordinaria. Parece que no se dieron cuenta de ese error, pero creo que es significativo que no haya habido protestas del estamento judicial. Pienso que cuando llegan unos militares al juez y le dicen que asumen sus poderes, el juez tiene que decir que de ninguna de las maneras se va, que no, aun a riesgo de asumir las consecuencias.

—Como contrapartida, últimamente, hay un endurecimiento visible en determinadas sen­tencias, especialmente en aquellas que afectan a la libertad de expresión, como el caso Vinader.

—Personalmente, esto me parece gravísimo, ya que ni siquiera durante la época del Tribunal de Orden Público recuerdo que hubiera senten­cias de este tenor, puesto que es introducir cri­terios jurídicos nuevos que parece que tratan de limitar la libertad de expresión y, por tanto, de no aceptar la democracia. Me parece que era Voltaire el que decía que el principio de publi­cidad es tan sagrado que le podían juzgar sus peores enemigos siempre que lo hicieran públi­camente, que con eso se quedaba tranquilo. Hoy día no hay que olvidar que el principio de pu­blicidad pasa por la Prensa; es lo que decía Voltaire, que esas decisiones sean transparen­tes, cristalinas y puedan ser justificadas y expli­cadas. Claro, si a los periodistas se les cohíbe o amenaza, si de alguna manera tienen esa espe­cie de espada de Damocles sobre sí, esa punta aguda que debe de ser la Prensa deja de serlo, y esa publicidad que exigen todos los procesos, pues se pierde. Y la publicidad no consiste en que el alguacil abra una puerta del juzgado y diga: "¡Audiencia pública!", y los cuatro viejecitos que no tienen nada que hacer entren. Le verdadera audiencia pública, hoy día, es la Prensa, la radio, la televisión. Y en este sentido, una de las cosas que me encantaría, y creo que se debería ya empezar a insistir en ello, es que el juicio del 23 de febrero sea televisado, ya que todos los españoles tienen derecho a saber cómo se va a juzgar a esas personas y saber por qué se les va a juzgar de una determinada manera y se les va a condenar. Creo que el Watergate fue importante en Estados Unidos, pero el 23 de febrero es más importante todavía para nosotros. Hay que insistir en ello, me parece sumamente importante para el ciudadano.

Nos hemos quedado solas en el inhóspito juzgado de El Escorial. Han desaparecido con la tarde las montañas recortadas detrás del venta­nuco, y los funcionarios han ido pasando para decir adiós a doña Manuela, que encaja el tra­tamiento muy seria, como si los tiempos laboralistas del tuteo y el Manola quedaran muy atrás. "Esa sensación que tengo ahora de cola­borar en que la justicia sea para el pueblo tam­bién me parece una determinada forma de ha­cer política”.

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