El fragor del universo y los imbéciles
Desde la física cuántica para acá me parece que los científicos andan empapados en ácido lisérgico y gloriosamente pirados
Leo en un libro interesantísimo de Rafael Alemañ, ¿Qué hubo antes del Big Bang?, en editorial Laetoli, que por lo visto nuestro universo tiene 13.750 millones de años. La verdad, me ha parecido poquísimo. Hombre, no llega a ser una cifra tan ridículamente corta como los famosos cinco mil años y pico que calculó en 1650 James Ussher, arzobispo anglicano de Armagh (hoy Irlanda del Norte), quien, tras minuciosos estudios bíblicos, llegó a la bizarra y flipante conclusión de que el primer día de la Creación fue el atardecer anterior al domingo 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo, según el calendario juliano. Los cómputos de los científicos actuales superan con mucho esos estrechos márgenes, pero de todas maneras es una cifra que cabe en la cabeza. A ver: por un lado sabemos perfectamente lo que es un año, y por otro una cantidad de 13.750 millones de algo apenas supone dos veces la población mundial, que es una suma que de algún modo también tenemos incorporada a nuestra visión de la realidad. ¿O sea que el universo sólo existe desde hace ese puñadito de tiempo? ¿El enorme universo, cuyo tamaño sí que soy incapaz de vislumbrar? La dimensión espacial se me antoja mucho más aplastante e inhumana que la temporal.
Claro que luego seguí leyendo el libro de Alemañ, cosa que confieso que he tenido que hacer con notable esfuerzo pese a la gran capacidad divulgativa del autor, porque desde la física cuántica para acá me parece que los científicos andan empapados en ácido lisérgico y gloriosamente pirados, incomprensibles pero formidables en sus chifladuras. Digo que continué leyendo el libro y entonces me enteré de que ésa tal vez sea la edad de nuestro universo visible, pero que éste puede provenir de otro montón de universos antes expandidos y colapsados, o de una multiplicación de universos paralelos unidos en la actualidad o en algún momento por agujeros de gusano, o de un universo interminable inflacionario que brota en nuevos universos como en burbujas, sea eso lo que sea, o de un universo pulsante que no llega a colapsarse sino que se renueva interminablemente en ciclos como las estaciones del año, e incluso hay un tipo llamado Tegmark que a finales de la década de 1990 propuso la hipótesis del universo matemático según la cual, y copio las palabras de Alemañ para no pifiarla, “parece querer decir que lo que consideramos la realidad física es una estructura matemática abstracta tan compleja como para admitir subestructuras autoconscientes (nosotros mismos) que creen vivir en un mundo material”.
O sea, puro Matrix. Lo mismo cualquier día hasta le dan un Premio Nobel al Tegmark éste.
En resumen, un maldito lío, un embrollo de proporciones sublimes que lo único que demuestra es que no sabemos casi nada, y que nuestros esfuerzos, los esfuerzos sumados de una legión de las mentes humanas más portentosas, siempre chocan contra los infinitos, contra la pesadilla de las singularidades, que son aquellas fronteras del saber en donde dejan de funcionar las leyes físicas y matemáticas y todas las herramientas científicas que poseemos. En palabras vulgares, no conseguimos resolver el problema de la creación o no creación, del principio o no principio de las cosas, del final o no final del universo. Y a mí, paradójicamente, esta ignorancia esencial me parece maravillosa y excitante, me parece un misterio deslumbrante y tentador.
Así que lo de los 13.750 millones de años de edad del universo es una fruslería dentro de la enormidad. Dentro de la enormidad de lo muy grande, pero también de lo muy pequeño. Porque los quarks y demás partículas elementales son tan diminutos que vienen a ser de tamaño, con respecto al núcleo de un átomo, como un átomo con respecto al sistema solar. Repito: como un átomo comparado con todo el sistema solar. Por su parte, el núcleo es con respecto al átomo como una pulga a un estadio. Y un átomo es una birria tan chica como… En fin, paremos, me marea semejante inmensidad liliputiense.
Formamos parte de esa complejidad indescriptible, de ese fragor fenomenal, somos un ingrediente banal en el colosal chisporroteo de masa y energía. Y en medio de esa desmesura maravillosa, hay gentes que dedican la increíble, casi imposible casualidad de sus ínfimas vidas a lanzar por la borda de la patera a una docena de pobres desheredados como ellos por el simple hecho de creer en otros dioses. Qué desolación, qué completa imbecilidad, qué desperdicio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.