Los destructores de libros
La literatura producida de espaldas a la vida enfurece a los lectores por inútil
A lo largo de los últimos años, 72 bibliotecas públicas han sido incendiadas en los barrios periféricos franceses, los banlieues. La noticia difundida por el periódico Süddeutsche Zeitung resulta inquietante. ¿Por qué ese ensañamiento? La respuesta la da un joven magrebí entrevistado por la publicación: “Las bibliotecas están allí para adormecernos, para que nos quedemos tranquilos leyendo cuentos de hadas. No necesitamos libros: necesitamos trabajo”.
No es necesario decir que la lógica de esa respuesta está viciada: la inexistencia de los libros (o, por el caso, su existencia) no resuelve el problema del desempleo que afecta a la juventud francesa y también a la española. A pesar de ello, merece ser tomada en consideración, ya que pone de manifiesto una idea muy extendida, la de que la lectura se opondría a la vida y constituiría una forma de evasión.
Que la lectura es un modo de profundizar en los asuntos humanos y ayuda a comprenderlos no es un argumento nuevo, pero es soslayado habitualmente en la discusión (nunca cerrada) acerca de para qué sirve la literatura. La relevancia de esta en una vida emocional y políticamente activa puede ser difícil de comprender para quien no ha tenido la oportunidad de acceder a ella, pero es difícil de defender cuando se considera cierto tipo de literatura. Que los escritores contemporáneos no seamos capaces en muchos casos de producir una relevante, que aborde la vida y ayude a su transformación, es una tragedia de la que somos responsables: es la literatura producida de espaldas a la vida, como entretenimiento, la que enfurece a los lectores por inútil, un lujo inapropiado en estos tiempos; son sus autores los biblioclastas.
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