Argentina no puede ni organizar un partido… de fútbol
Hace dos años que sus estadios no permiten hinchas visitantes. Fue, en principio, un remedio extraordinario contra la violencia en las tribunas.
Hay una cosa que se llama partido de fútbol –y sucede tanto, en tantos sitios. La FIFA tiene 209 países afiliados; las Naciones Unidas, pobres, solo 192. Hace tiempo estuve en uno de los poquísimos países que no están en la FIFA: Islas Marshall es un archipiélago de atolones coralíferos, anillos de tierra tan finitos –el mar alrededor, la laguna en el medio, entre los dos un círculo de cincuenta, cien metros de ancho– que no cabe una cancha.
Hay una cosa que se llama partido de fútbol y es un modelo consagrado: cada fin de semana las federaciones nacionales de todo el planeta organizan más de cien mil. Todos se parecen: una cancha, dos equipos, un árbitro, noventa minutos de juego y, alrededor, más o menos simpatizantes de los dos. Todos lo hacen, salvo la Argentina.
Últimamente la Argentina no se jacta de mucho. De su literatura, un poco, de su cine; de su Papa, según quién, de sus montañas y sus pampas; de su fútbol, sin duda. Es uno de los equipos clásicos en cualquier torneo, exportador principal de jugadores –pero hace casi dos años que no consigue organizar verdaderos partidos de fútbol: que sus estadios no permiten hinchas visitantes.
Fue, en principio, un remedio extraordinario contra la violencia en las tribunas. Lo anunciaron para evitar enfrentamientos –aunque, últimamente, sus combates han evolucionado tanto que ya no necesitan enemigos. De los 14 muertos que produjo el fútbol argentino en 2013, ocho cayeron a manos de sus compañeros, peleando, a tiros, a cuchillos, por el poder dentro de la barra.
Era cierto que había que pararlo. Es un mecanismo interesante: a su imagen y semejanza, hay quienes proponen que se ataque la inflación eliminando la circulación de moneda, que se liquiden los problemas de la educación cerrando las escuelas, que se enfrente la delincuencia callejera encerrándose en casa. Para acabar con las peleas acabaron con lo que distinguía al fútbol criollo, esos duelos de hinchadas intercambiando chanzas y cantitos, revoleando banderas, compitiendo a la par de sus equipos. Si la Argentina ha producido alguna exportación cultural exitosa en las últimas décadas es, precisamente, esos cantos –que, ahora, se entonan en Perú y en Japón, en España y en Rusia. En Buenos Aires, las hinchadas le cantan al vacío.
La medida era difícil de sostener; solo la justificaba su condición supuestamente provisoria, pero su provisoriedad se volvió permanente. Lo más raro es que los aficionados empiezan a acostumbrarse. También en este tema ejercen esa forma superior de la argentinidad que es la resignación. El mecanismo es conocido: sucede algo que nos parece intolerable, lo toleramos suponiendo que no va a durar mucho, dura mucho, nos olvidamos de que nos parecía intolerable, se convierte en la norma.
El fútbol, en la Argentina, es un asunto de Estado. Literal: lo subvenciona a través de los derechos de televisión. Con unos 100 millones de euros al año se asegura el monopolio de sus transmisiones, que utiliza para soportar su propaganda y para poner a los equipos más populares en el mismo horario de los programas que pueden criticar sus políticas. Lo que no consigue es organizar eso que sí organizan más de doscientos países en el mundo: un partido.
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