El campeón mundial de la pasta
Para los grandes equipos, quedarse con un jugador es una maniobra de mercadotecnia geoestratégica en la que el Madrid es el campeón indiscutible
Tiene 23 años y es bonito con esa bonitez del chico bueno: sosegada. Metió seis goles en el último Mundial, alguno muy bien hecho; nadie sabe cuánto vale, pero ahora cuesta 80 millones de euros. Lo compró el Real Madrid, por supuesto; lo presentó el 22 de julio y tres días después ya había vendido 350.000 camisetas con su nombre estampado en la espalda. A 97 euros por camiseta, el negocio de ser él había producido 34 millones de euros en dos días. En Colombia, dicen, las ventas son tsunami –y más de la mitad son, es obvio, copias: James, dicen, con un número 10.
Para los grandes equipos, quedarse con un jugador es una maniobra de mercadotecnia geoestratégica –en la que el Madrid es el campeón indiscutible. La ecuación es simple: comprar una estrella es comprarse un mercado. Se puede convencer a millones de chinos de que se paguen la camiseta de Ronaldo; si hubiera un chino que jugara un 10% de Ronaldo, las camisetas volarían como cuentos chinos. Ahora la casa blanca, igual que otras empresas españolas, decidió que ya era hora de sacarle jugo a América Latina.
Entonces se compró al joven James y empezó a producir cifras. Las cifras son siempre sorprendentes, porque están hechas para serlo. Cada verano, cuando el fútbol se detiene, se juega el campeonato del dinero. Cada vez más la plata es una noticia por sí misma: los rumores, los pases, las fortunas ocupan las portadas y las conversaciones. Y el Madrid siempre gana ese torneo: comprar todo lo más caro no es un error, un despilfarro; es la forma de reforzar su identidad. En un mundo donde los millones son la mejor instancia de legitimación, ser siempre el club que más gasta –el Campeón Mundial de la Pasta– le sirve para ser el que más gana. Vendiendo camisetas, por ejemplo. Pero el negocio de las camisetas es más que un negocio: es una idea del mundo.
El mundo se ha llenado, estos últimos años, de personas que se etiquetan como otras. Muchas veces me pregunté si Messi, por ejemplo, lo sabía. Lo miraba caminar por el campo y pensaba si sabía –si sabía realmente, de esa manera fuerte en que saber se te instala en el cuerpo– cuántos messitos caminan por las calles y los campos del mundo. En África, Asia, América Latina la camiseta de fútbol –en general, copiada– se volvió uno de los atuendos más comunes: las camisetas son el verdadero uniforme del mundo pobre. Proveen un suplemento: no sólo te cubren el pecho; también te hacen alguien, hablan sobre ti, te incluyen en ese mundo mágico.
Y a veces me pregunto si él lo sabe –y, si lo sabe, cómo lo soporta. Cómo hace para vivir con la evidencia de que cada cosa que hace la querrían hacer millones, que cada uno de sus movimientos será seguido y repetido y comentado e imitado por millones. Lo mismo que les pasa a Ronaldo y a Neymar y a Rooney y a Robben y a cuatro o cinco más –y, ahora, al joven James. Ya hay, en el mundo, multitud de personas que usan una camiseta que dice James, 10: que se etiquetan con el nombre de otro. No sólo personas que lo admiran, no sólo personas que lo adoran; personas que –jubilosas, secretamente melancólicas– se ponen una camiseta para decir yo querría ser él, yo debería ser él si la vida no estuviera tan mal hecha.
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