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EL PULSO
Columna
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Matar al ladrón

Como gente civilizada, habían organizado turnos para patearle la cara. Y cuando llegó la policía debatían sobre si valía la pena o no liquidarlo. Me pregunto si las clases medias progresistas son realmente más racionales o si es otro mito poslucha de clases

En mi última noche en Buenos Aires estoy invitada a una fiesta de cumpleaños en Palermo, el epicentro de los negocios cool y las terrazas llenas de gente feliz, donde las viejas casonas reconvertidas en lofts disimulan su opulencia orgánica detrás de fachadas muy discretas. Poco queda del barrio de malandros del que escribía Borges. Hoy vive aquí la clase media ilustrada y son sus habitantes los que le imprimen al entorno su glamour cultivado. No hay mejor ejemplo para quien quiera hablar de este como un país moderno. Al menos hasta hace dos semanas, cuando el barrio de moda pasó a mostrar un rostro distorsionado por la violencia.

He llegado al barrio con Rossana Reguillo, investigadora mexicana del fenómeno de la violencia urbana en América Latina. Quién lo diría. La ciudad con más índice de robos en Latinoamérica no es Lima ni el DF, es Buenos Aires. En la provincia acaba de decretarse el estado de emergencia. “La percepción es la de un profundo debilitamiento de la institucionalidad”, dice Rossana. Y me recuerda que “hoy en toda América Latina se construye un 30% de ciudad abierta por un 70% de ciudad cerrada”. Y apunta: “Esta es una sociedad desindividualizada, que niega su racismo feroz”.

A unas diez calles del lugar donde yo curioseo el juego de luces de la piscina en plena noche, un joven “morocho” –persona de piel oscura, pobre, llegado del interior– fue golpeado por una turba de residentes por robar en una ferretería. La palabra que más gritaban los vecinos de mi anfitriona era “mátenlo”. Como gente civilizada, habían organizado turnos para patearle la cara. Y cuando llegó la policía debatían sobre si valía la pena o no liquidarlo. El ladrón había dejado un río de sangre, pero estaba vivo. Solo una semana atrás, un chico de 18 años que robó una billetera en Rosario, la segunda ciudad más grande del país, fue capturado por los vecinos, pero él sí murió tres días después a causa de los golpes. Su muerte desató el efecto contagio. Los medios hablaron de “una ola de linchamientos”. Pero si en Rosario latía el (falso) atenuante de que aquello había pasado en un barrio marginal, lo de Palermo no aguantaba ningún análisis, ¿o sí? Miro a mi alrededor y me pregunto si las clases medias progresistas son realmente más racionales o si es otro mito poslucha de clases.

“¿Cuándo, qué, cómo nos transformamos en esto?”, se preguntaba en Twitter el escritor Diego Grillo Trubba, testigo impotente de la golpiza de Palermo. Mientras tanto, el Gobierno de la provincia de Buenos Aires ha anunciado la compra de 30.000 chalecos antibalas y 10.000 armas. Y yo pienso en la película El hombre de al lado (Cohn y Duprat), que refleja como pocas cosas el presente de esta ciudad: un sofisticado diseñador hipster que vive en una casa creada por Le Corbusier ve violentado su idílico paraíso doméstico cuando un vecino —vendedor de autos, algo vulgar— decide abrir una ventana justo frente a su salón. La mirada del extraño irrumpe y atemoriza. Desfigura, barbariza.

En Buenos Aires, Argentina, bajo del taxi, miro a un lado y al otro. Y no veo a nadie.

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