La vida sobre el volcán
La isla canaria de El Hierro tiembla aún periódicamente movida por el magma del subsuelo. La erupción submarina que terminó hace un año colea Sus habitantes conviven con los sismos, pero desean que se acabe ya la incertidumbre y vuelva el turismo: “Que reviente ya”
La calle principal de Frontera está tan tranquila como acostumbra. A la sombra de los laureles de indias, unas niñas venden dulces como broma entre los pocos turistas, los coches paran para saludar a los transeúntes… Las casas son bajas y algunas están pintadas, de amarillo o rojo. Lo normal en El Hierro, la isla más alejada de la Península y la más pequeña y olvidada de Canarias. Calma, paz, tiempo, sol. Entonces un viejo Fiat Punto azul lleno de pegatinas irrumpe en la calle con un megáfono a través del que emite publicidad. Tras el mensaje del cambio de gerencia en un negocio surge uno poco tranquilizador: “Si siente un temblor, la famosa trigueña apacigua el dolor”.
Elsa es la joven que, harta del paro, compró el coche de segunda mano para emitir anuncios. Con él recorre unos 5.000 kilómetros al año por la isla, de solo 40 kilómetros de punta a punta. Los 10.000 habitantes de El Hierro (cifra oficial, aunque hay menos, porque los que emigran continúan empadronados) conocen el soniquete del coche. “Aquí hay tres tes que marcan nuestra vida: temblor, tremor y temor”, explica Elsa, gafas de sol, pañuelo en la cabeza y chándal. Dispara las palabras.
El anuncio de la famosa trigueña es solo un síntoma de que bajo la calma aparente en El Hierro late cierta inquietud. Lo hace al ritmo del magma que se mueve a unos 20 kilómetros bajo la superficie pugnando por salir. Hay entre 100 y 200 hectómetros cúbicos de material volcánico. No es poco. Cada hectómetro equivale a un volumen como el del Santiago Bernabéu. Desde que en julio de 2011 el volcán de El Hierro se reactivó, no ha parado del todo.
La primera erupción se produjo entre el 10 de octubre de 2011 y el 5 de marzo de 2012, pero el magma aún circula bajo tierra y los científicos ignoran qué puede pasar. Saben que El Hierro ha crecido unos 20 centímetros, pero es imposible predecir qué va a ocurrir: si la actividad volcánica parará, harta de luchar infructuosamente buscando un camino a la superficie; si va a salir mañana, o si va a crear un nuevo islote. Las posibilidades son enormes y van desde un fiasco hasta una espectacular salida de lava que atraería curiosos de medio mundo. El Timanfaya, en Lanzarote, tuvo seis años de erupción continua, entre 1730 y 1736, pero una crisis sísmica en Tenerife en 2004 quedó en nada.
Los científicos no pueden predecir qué hará el magma. Puede salir o quedar en nada
Rafael Abella, de 44 años, y Víctor Villasante, de 37, son los encargados esta semana de controlar la actividad del subsuelo. Estos dos físicos del Instituto Geográfico Nacional (IGN) conducen el todoterreno para ver los GPS, sismómetros y magnetómetros repartidos por la isla. Miden la deformación, los temblores y si hay “pequeñas variaciones en el campo magnético producidas por la circulación de fluidos subterráneos”. Las estaciones no parecen nada sofisticado. Un sensor sobre un trípode alimentado por un panel fotovoltaico al que le conectan un portátil para extraer los datos. Alguna vez han llegado y la placa solar había desaparecido. Rafa y Víctor llevan botas de montaña y pelo largo. La autoridad vulcanológica cumple con los estereotipos del científico en el campo. “No sabemos lo suficiente como para pronosticar lo que va a pasar”, relata Villasante.
Abella lleva una docena de viajes a El Hierro. Villasante, menos, porque en medio de la erupción nació su primera hija, Marina. En La Restinga son unos vecinos más. En los bares los conocen y bromean con ellos. Allí, donde salió el volcán, tienen su cuartel general. Es el centro social, que estaba sin uso y que ahora está plagado de baterías de coche, ordenadores, mapas, botas y cascos desparramados por la sala. El billar y el futbolín siguen arrumbados en una esquina. Los globos de lava que recuperaron del volcán antes de que se hundieran están en pequeñas sillas en la biblioteca infantil. No se pueden mover porque se descomponen, tal es la ligereza de la lava.
Carmen López, responsable de vulcanología del IGN, explica que la ciencia no alcanza a hacer predicciones: “El Hierro, que es la isla más joven de Canarias, ha tenido erupciones en el pasado y las tendrá en el futuro, pero no todos los procesos magmáticos tienen la suficiente energía como para salir a superficie, solo una pequeña proporción lo logra”. Periódicamente la isla sufre días o semanas de terremotos seguidos de una calma. Así llevan cuatro episodios desde la erupción que acabó en 2012. El último, en Semana Santa, culminado con el mayor terremoto, de magnitud 4,9, que causó desprendimientos en un extremo y se sintió en otras islas. En algunos días han llegado a registrarse casi 250 sismos, que se mueven como enjambres.
Es chocante hasta qué punto la erupción pilló por sorpresa a un archipiélago volcánico. Pese a que la isla está formada por cientos de conos volcánicos en superficie, muchísimos más bajo el mar, nadie allí parecía pensar que pudiera entrar alguna vez en erupción. No hay precedentes documentados, solo indicios de que en 1793 pudo ocurrir algo semejante. Fue entonces cuando el Gobernador de la isla pidió barcos a Tenerife para evacuar a la población por los terremotos.
Por la isla es fácil ver coladas de lava aún jóvenes. La de Montaña Chamuscada se ha datado hace unos 2.500 años, una minucia para estos temas. No hay que ser un experto para reconocer la forma de la lava que se solidificó al enfriarse en su lento camino hacia el mar. Pistas de arena negra, lava escarpada, perfiles del gran desprendimiento del volcán Tanganasoga… la historia y el perfil de El Hierro es la de sus muchos volcanes. No hay playas, sino calas de piedra de aguas transparentes. El terreno es tan duro y seco que Baudilio Domingo Navarro, de 64 años e historiador local, sentencia que “para ser herreño no hay que haber nacido en El Hierro, sino haber pasado muchas sequías aquí”.
De la dureza y la miseria del territorio dan fe los mayores, que se sientan al sol. Para construir el faro de Orchilla, el último que ven los barcos cuando parten hacia América, hubo que traer camellos. Lo recuerda Juan Fernández, de 80 años, que nació allí porque su padre fue conserje en el faro, considerado el meridiano cero del mundo antes que Greenwich.
La última erupción en España fue la del Teneguía, en 1971, en La Palma, y en 2004 un proceso sísmico en Tenerife hizo que el Gobierno se diera cuenta de que no tenía ningún equipo para controlar la vulcanología. Siete años después, en 2011, el grupo que coordina Carmen López trabajó a destajo. El Hierro comenzó a moverse como preludio de una erupción. En la isla solo había una estación sísmica. Comenzaron las carreras, los temores, los desalojos, los desprendimientos, las charlas a la población y hasta la llegada del Ejército por miedo a una erupción violenta o en una zona habitada. En octubre de ese año, cuando al fin los sismógrafos registraron el tremor –la señal característica de la salida de lava–, hubo suerte. El foco estaba en el mar de Las Calmas, a dos kilómetros de La Restinga.
Durante cinco meses, el agua del mar estaba coloreada, con una enorme acidez, saturada de gases tóxicos. El mar burbujeaba y emitía unas curiosas rocas blancas, bautizadas como restingolitas, y enormes globos de lava humeantes que al poco volvían al fondo. “Era alucinante mirar y ver el mar burbujeando. Era muy bonito”, recuerda Beatriz Cánovas, una madrileña que llegó hace 12 años a la isla a practicar buceo y que en 2009 se instaló allí.
Temía los petroleros, que uno dejara el mar todo perdido. pero un volcán, ni por asomo”, cuenta un pescador
Muchos herreños soñaban con que saliera una isla nueva que atrajera curiosos de medio mundo. No ocurrió, pero eso no implica que la erupción fuese una filfa. Eugenio Fraile es el jefe de la campaña del Instituto Español de Oceanografía que estudia a bordo del buque Ramón Margalef el lecho marino. Aunque los científicos apenas desembarcan, el barco se ve desde la costa. “La lava salió a 350 metros de profundidad y ahora el cono está a 89 metros de la superficie”. El volcán de Las Calmas creó una montaña submarina de más de 250 metros de altura. Un estudio del instituto calcula que escupió 329 hectómetros cúbicos de magma. Poca broma. Si hubiera salido unos cientos de metros más cerca de la costa, habría podido originar violentas explosiones como las que en 1963 formaron la isla de Surtsey en Islandia.
El Hierro recupera la normalidad. Berto y Víctor han vuelto a la mar. Lo hacen después de un año y medio de parón obligados por el volcán y por la veda biológica para recuperar el caladero. Estos dos pescadores de La Restinga –chaparros, morenos, de manos recias– navegan de nuevo en el Concepción, un barco de ocho metros de eslora sin apenas calado. Desde él lanzan los tambores con los que atrapan morenas. Las hacen salir de sus escondrijos con la caballa dentro del tambor, una trampa que solo permite la entrada. Junto a la costa, la pesca es abundante. “Mira, una morena pintada de más de un metro”, sonríe Berto, que ha recibido más de un bocado en las manos. La morena se vende a unos 5,50 euros el kilo, y cuando el sol apenas despunta ya llevan unos 15 kilos, que serán 35 a media mañana. El mar de Las Calmas hace honor a su nombre y las olas apenas mecen el Concepción.
En estos meses han recibido ayudas de 3.000 euros al mes durante un semestre de la Comisión Europea y otra de menor cuantía del Gobierno canario. “¿Que qué he hecho en este tiempo? Ganar siete kilos”, sonríe Víctor Navarro, de 41 años, patrón del barco. Antes salía solo, con la compañía de un disco de Joaquín Sabina. Hace un tiempo se asoció con Berto Álvarez, de 45 años, primo de su mujer. Comparten gastos y beneficios. Uno es experto en alfonsiños de profundidad, y otro, en los mejores lugares para pescar entre las rocas. “Entre dos trabajas más rápido, ganas más y es menos aburrido”, dice Víctor.
Con la cadera maneja la caña del barco por donde le guía de pie Berto. Al sacar uno de los tambores aparece un pulpo enganchado y rápidamente Víctor quita la caña del timón, una barra de madera de tamaño considerable, y le golpea en la cabeza con obstinación antes de meterlo en un cubo con hielo. “El volcán nos destrozó. Lo rompió todo. Arrasó con el pescado. Donde había 14 meros pasó a haber tres. Olía a azufre, a huevo podrido”, cuenta Berto, que estudió cuatro años de Filosofía en Tenerife, aunque siempre tuvo claro que sería pescador como su padre. “Temía a los petroleros que pasan por ahí, que dejaran esto perdido. Pero un volcán, ni por asomo”.
Irónicamente, el mar ahora rebosa. Lo cuentan los buzos, como Bea: “Es increíble el tamaño de los meros que puedes ver”. La prueba es que en un par de horas y provisto solo de un anzuelo, una bolsita de cangrejos como cebo, gafas, tubo y aletas, Arnaldo Hernández ha capturado 20 kilos de viejas, el pescado típico de la zona. “Este volcán que aniquiló el 90% de la flora y la fauna emitió tantos nutrientes que ya se ve la fertilización”, señala Fraile. En la zona de la erupción aún hay tres grados más de temperatura y mayor acidez. El volcán no suelta lava, pero sí gases.
Los pescadores aseguran estar felices de volver a faenar, pero el parón de año y medio sin pescado les ha granjeado enemigos en la isla. El volcán no solo marca el día a día, sino que ha acrecentado la división del enclave en el que todos se conocen y en el que los apellidos se repiten. Los hosteleros acusan a los pescadores de haber frenado el desarrollo tras el volcán. “No pensaron en el turismo que viene a la pesca deportiva, ni en que los hosteleros necesitamos pescado”, critica Pucho Padrón, dueño de un restaurante en Frontera. Aunque la cofradía de pescadores tiene fama de ecologista –en 1996, los propios armadores crearon una reserva marina pionera en España–, hay acusaciones de que la veda no siempre se respetó y de que mientras cobraban la subvención mantenían otros trabajos. Los pescadores lo niegan. Alegan que solo defienden el mar y su empleo. En las críticas mutuas se masca el cainismo de un pueblo pequeño agravado por la insularidad. El volcán también levantó celos y discrepancias entre los científicos.
Pucho quiere dejar atrás cualquier noticia del volcán e insiste en que la isla está en calma: “Mi hija de tres años, cuando la tierra tiembla un poco, dice: ‘Papá, otra cosquillita’. Y no pasa nada. Los turistas que vienen se sorprenden de que no hay ni casas rotas. Que venga la gente y compruebe que esto es un paraíso en paz. Que salga ya el volcán y que sea visible”. A la distancia de la Península, la crisis y el alto precio de los vuelos, solo le faltaba un volcán para terminar de machacar la hostelería.
Los herreños saben suficiente vulcanología como para aprobar unos cuantos créditos en la universidad. Están tan acostumbrados que en cuanto hay un temblor estiman la magnitud y cuando acuden a la web del IGN a comprobarlo descubren que se acercan bastante a la cifra real.
Por si no lo teníamos claro, ahora sabemos que es una isla volcánica y puede pasar algo”
José Luis Barceló es un físico de 61 años de Madrid que llegó a El Hierro hace 25 años y que se quedó fascinado por la calma y la vida frente al Atlántico. Vive en una espléndida casa que construyó ante el mar casi a mano junto a su mujer, Alicia. No tiene red eléctrica, pero con paneles solares, unos pequeños molinos y un generador diésel se apañan. “Recuerdo durante las charlas que daban los científicos que una mujer que apenas sabría leer le preguntó a la responsable del IGN que por qué una estación GPS daba una deformación de 12 centímetros si la más próxima solo estimaba dos. Al final la señora tenía razón y una de esas estaciones estaba rota”.
José Luis cree que el volcán ha permitido a los vecinos tomar conciencia del entorno en el que se mueven: “Por si no lo teníamos claro, ahora sabemos que vivimos en una isla volcánica, lo que implica que en cualquier momento puede pasar algo”, aunque discrepa de que todos los males se deban al volcán: “Quizá utilizan los sismos para esconder otros problemas”.
Él ha vivido el choque de ser de fuera. “Esta es una sociedad muy pequeña. En las elecciones la campaña es casa por casa, de pariente a pariente, y los trabajos están mediatizados por la política”. Chocó en el instituto en el que daba clase y al montar el observatorio astronómico en la cumbre de la isla. Bajo la cúpula halló el lugar perfecto para darse cuenta de lo insignificante que es uno, “de que el universo es un lugar oscuro, frío y silencioso, que lo que vemos cada día, las ciudades y las luces, son un circo. Un circo real, pero un circo”.
Del temor y las carreras iniciales se ha pasado a cierta normalidad, y todos cuentan divertidos sus anécdotas con los terremotos. Justo Delgado, pastor de 64 años, luce un leve bigotito y camisa de cuadros. Está envuelto en la niebla, ya que en El Hierro en un mismo día se puede encontrar 10 grados de diferencia entre una zona soleada y otra lluviosa, y recuerda uno de los temblores. “Tras abrir un cordero en el garaje, sentí cosquillitas en los pies. Pero cuando miré al cordero que colgaba, pensé que estaba vivo aún por lo que se balanceaba”, explica mientras ordeña una de sus 100 ovejas. Pasó cinco años en Tenerife, pero luego volvió porque “el olor de las ovejas es un vicio como cualquier otro”.
Es una historia repetida. El Hierro ha sido tierra de emigrantes, principalmente a Venezuela, pero muchos volvieron. Miguel Mérida se fue con 16 años. A orillas del Orinoco vendió muebles de cocina. Ahora tiene 73. “Me marché por dinero y conseguí una mujer, tres hijos y tres nietos”, cuenta socarrón. Miguel resta importancia a los sismos –“el terremoto de verdad vendrá cuando quiten las pensiones”– y esboza una sonrisa para explicar por qué regresó si cree que El Hierro es aburrido. “Al final somos como los elefantes, volvemos a morir a casa”.
Aunque los herreños se han acostumbrado, una idea recorre la isla: que se acabe esto ya. Lo explica Francis Pérez, el Pollito de la Frontera, el mayor campeón de lucha canaria, que llegó a competir ante 6.000 personas. Eso era cuando pesaba 186 kilos. En 2007 se retiró y se ha quedado en 120, pero con sus casi dos metros es un auténtico armario: “Dicen que puede estar así 10 años o estallar mañana, no se puede hacer nada. Cuando empezó, la gente estaba un poco asustada. Decían que no pasaba nada, pero veías a los militares montando un campamento con cientos de camas y te preocupabas. Mandé a la mujer y a los niños fuera”. El Pollito resume como nadie el hartazgo de los herreños con el volcán, con los terremotos y con la prensa: “Que reviente ya”.
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