Sangre y odio sobre el tul
La historia del ballet rebosa de acontecimientos y leyendas donde rivalidad y competencia se alían con métodos criminales Ha habido víctimas y algo más que traspiés intencionados El último, el ataque con ácido a Serguéi Filin, director artístico del Bolshói de Moscú
Lidia Ivanova, a la que llamaban cariñosamente Lidoshka, era una muchacha alegre, inquieta y estupenda bailarina. En la primavera de 1924 murió ahogada en las frías aguas del río Neva en Petrogrado. Iba en una barca con cuatro amigos militares. No fue un accidente, pero una embarcación mayor embistió a la pequeña. Los hombres fueron rescatados (al otro día se les vio juntos bebiendo en una céntrica taberna de la ciudad) y, se dice, las hélices hicieron el resto. Lidia sabía demasiado y faltaban solamente dos días para partir a Occidente en una primera gira de jóvenes artistas soviéticos “ebrios de modernidad”. Entre ellos estaba un joven compañero de Lidia, George Balanchivadze, a quien Diaghilev en París cambiaría su nombre poco después por Balanchine. Él y los otros bailarines (entre los que estaban su futura mujer, Tamara Gueva, y Alexandra Danílova) recibieron amenazantes telegramas de los sóviets para volver atrás, pero huyeron hacia delante. No pararon hasta Londres.
Sobre aquello se han escrito varios libros. Tanto Salomon Volkov en San Petersburgo, una vida cultural como Elizabeth Kendall en Balanchine y la musa perdida aseguran que no volver la vista atrás les salvó la vida, y, ¡oh, destino de la danza!, esa decisión colectiva cambiaría la historia del ballet del siglo XX y especialmente la del ballet norteamericano después, con la llegada de los rusos.
Lidia Ivanova era la musa de Balanchine, su territorio de pruebas. Ya el 15 de agosto de 1922 habían creado juntos Vals triste (inspirado en La sonámbula, de Bellini, como una premonición), y la bailarina ahogada siguió presente en las obras del gran coreógrafo toda su vida, algunas veces más explícitamente que otras, como una fantasía evocadora de lo trágico y de la muerte. Por ejemplo, en Serenade, el primer ballet que hizo en 1934 al llegar a Estados Unidos. Serenade es un ballet de muerte y amor basado en otra obra ajena precedente, Eros, de uno de sus maestros, Mijaíl Fokin. La pieza termina con una procesión luctuosa hacia la nada.
Cuando hay un suicidio en una compañía de ballet se sacuden sus cimientos
Muchos años después, cuando en 1982 agoniza en un hospital de Nueva York víctima de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (llamada mal de las vacas locas), Balanchine recibe la visita de un joven talentoso de su compañía, el New York City Ballet (NYCB). Se llamaba Joseph Duell. Balanchine (que en 1913, a los nueve años, había sido abandonado por su madre a las puertas de la escuela de ballet) protegía y entendía el gran talento de Joe (como llamaban a Duell desde sus días de esforzado estudiante en la School of American Ballet), y le dijo: “No te apures, tienes tiempo y lo tienes todo”. Joseph se tiró desde la ventana del quinto piso de su residencia en la calle 77 de Manhattan cuatro años más tarde, y el 27 de abril de 1986, Tony Bentley, su compañero del NYCB, escribía en The New York Times: “Es sorprendente y chocante cuando alguien se quita la vida. Pero cuando hay un suicidio en medio de una compañía de ballet, a esa primera impresión se mezcla un desconcierto que sacude nuestro mundo hasta los cimientos”. La noche antes, el suicida había estado ensayando un ballet de Balanchine titulado Who cares? (¿A quién le importa?). Duell recientemente había conseguido el puesto de primer bailarín y su hermano mayor ya lo era. Existía una dura competencia profesional entre ellos, pero se querían. La presión por perfeccionar era enorme. Había huido de la compañía meses antes y luego volvió. Era reservado y creador, empezaba a triunfar como coreógrafo y lo cuestionaba todo (“¿por qué la ‘quinta posición’ ha sido el foco central del ballet clásico durante 300 años?”). El domingo siguiente a su muerte bailaron para él en el Lincoln Center. Un homenaje sin lágrimas y con largos silencios donde la música se ocupaba de responder.
Guennadi Smakov, en la reseña que hizo en The New York Review of Books del libro autobiográfico de Valeri Panov (otro huido desde Leningrado hasta Israel en los primeros años setenta del siglo XX), sentencia que es como si una maldición burocrática e inhumana habitara desde siempre en los teatros rusos, desde los tiempos zaristas hasta los bolcheviques, y hasta hoy. El historiador, que tituló su recensión Teatro de la crueldad, no vivió para contarlo. Tras la estupenda biografía del coreógrafo Marius Petipa (donde contaba las miserias que le hicieron al genio francés dentro del teatro Mariinski de San Petersburgo hasta casi el momento de expirar) murió en Nueva York a los 48 años, en 1988, cuando apenas se vislumbraba la glásnost y la palabra perestroika no estaba en el imaginario global. Pero ni glásnost ni perestroika han movido mucho dentro de los teatros rusos. Las historias son antiguas, pero su crueldad no envejece.
Antes, Serguéi Legat, también en San Petersburgo, en noviembre de 1905, aterrorizado por las primeras revueltas revolucionarias y los rumores de purga en el teatro, se cortó la garganta con la navaja de afeitarse. Vaslav Nijinski era su alumno predilecto, y todo se emborronó aquella vez por una huelga, declaraciones obligadas de traición, una firma y el estigma de esquirol.
Allá donde iban, los rusos llevaban sus iconos, sus supersticiones y sus espadas
El 15 de enero de 1977, el bailarín Yuri Soloviev, a la edad de 36 años, “fue encontrado muerto en su dacha y en circunstancias bastante misteriosas” (la frase es traducción literal de la entrada del diccionario Oxford/Koegler); se estableció que fue suicidio. Estaba casado con Tatiana Legat, una descendiente en tercera generación de Serguéi, el de la navaja. Grandes fotografías de Soloviev en blanco y negro, como fantasmas planos, pueblan todavía los vetustos pasillos del teatro Mariinski, donde aún hoy no quieren tocar el tema. Alcohol, sexo, persecuciones, envidias profesionales. De todo eso contiene su leyenda, además de su salto prodigioso y su lirismo largamente ovacionado.
Vaslav Nijinski y Olga Spessitseva, dos de las grandes estrellas míticas de los Ballets Rusos de Diaghilev, acabaron sus días en las brumas de la locura. Ambos habían protagonizado intentos de suicidio y fueron tan adorados como acosados por las rivalidades. Nijinski fue vejado y expulsado del teatro Mariinski (así llegó a los brazos de Diaghilev, que ya estaba enamorado del joven talento). Spessitseva siempre fue criticada por su manera de ser, por su hermetismo. A veces, ser reservado era también una manera de fallar.
Allá donde iban, los rusos llevaban sus iconos, sus supersticiones y sus espadas. El 30 de marzo de 1958, Serge Lifar y el marqués de Cuevas se batieron en duelo en las afueras de París. No fue algo privado, a pesar de la prohibición policial para estos lances. Había más de 50 periodistas, entre fotógrafos y cronistas, más dos cámaras de cine. José Luis de Vilallonga lo contó de manera muy imaginativa en sus memorias (Mi vida es una fiesta. Ediciones B, 1988). La crónica de The New York Times dijo: “El más delicado encuentro en la historia del duelo francés”. Los duelistas dijeron a los periodistas que se batían por un asunto de faldas, lo que provocó la primera carcajada masiva de la fría mañana. Aquellos caballeros maduros emulaban todavía en aficiones al barón de Charlus proustiano. El bailarín ruso se sintió ultrajado por los cambios en su ballet Black and white y le montó un escándalo al marqués (de 72 años), que abofeteó al bailarín, todo de una vez en el vestíbulo del teatro del Châtelet, donde, por cierto, Cuevas (que a veces usaba una mitra arzobispal retocada por Christian Dior) acudía en andas vestido a la otomana con turbante, plumas y ristras de perlas, siempre precedido por siete perros pequineses. Lifar, 20 años más joven, olía siempre a violetas y le retó a duelo. Hay que decir que Jorge Cuevas había nacido en Chile en 1885 y dio un sonoro braguetazo con Margaret Strong Rockefeller, que le dejaba gastar su dinero a placer en fiestas y ballets mientras ella bebía en la habitación contigua. El título de marqués había sido un regalo español. De esta época es la famosa frase de una bailarina rusa de su tropa en París: “¡Claro que el odio es parte del amor al trabajo!”. El marqués de Cuevas eligió como padrinos del duelo a Vilallonga y a Jean-Marie Le Pen, años más tarde líder de la ultraderecha francesa y que no podía negarse, pues le había sacado dinero al marqués para fundar su partido político. Cuevas llamaba la atención por llevar prendido al pecho una orden de la Legión de Honor ajena que había comprado en el mercado de las Pulgas, y Serge Lifar ya era conocido de la prensa social parisiense desde el día del entierro de Nijinski, donde en un arrebato o un resbalón (nunca se supo) fue a parar dentro de la sepultura. Un Lifar herido y el marqués sollozante terminaron abrazados. Dicen que un fotógrafo gritó: “¡Qué asco!”.
A su llegada al bolshói, a Alonso le asignaron un camerino bajo tierra
A veces se pudo evitar una desgracia mayor. El 2 de noviembre de 1943, Alicia Alonso debió sustituir precipitadamente a Alicia Markova en el papel protagónico de Giselle en una función de su compañía de entonces, el Ballet Theatre, en Nueva York. Markova, desde su lecho de enferma, le hizo llegar a Alonso un regalo primorosamente empaquetado. Se trataba de un adorno de cabeza para el segundo acto de Giselle, con una nota que decía algo así como “úsalo, que te traerá suerte”. Una emocionada y entonces debutante Alicia se colocó el elaborado artefacto y cuando se disponía a salir a escena, una compañera la miró horrorizada: “¿Qué haces con eso en la cabeza? ¡La Markova no lo usa porque siempre se engancha en las mangas del bailarín!”.
La propia Alonso contaba hace años cómo llegó a Moscú en el crudo invierno de 1957, siendo la primera bailarina occidental en bailar Giselle en la Unión Soviética como gran estrella del ballet norteamericano (los rusos ni sabían que era cubana). Entre otras peripecias de aquel viaje que la llevó también a Leningrado, Kiev y Riga, en el Bolshói le asignaron un frío camerino bajo tierra, con el espejo roto y los muebles tapizados de morado. En el tocador, un vaso con rosas amarillas: los dos colores tradicionalmente de mala suerte para los bailarines. Casualidad o intención, aquel recibimiento no fue precisamente caluroso, aunque todo cambió cuando la vieron bailar, y allí conoció a Maris Liepa, con quien bailaría años después.
En el Bolshói de Moscú, Maris Liepa era adorado como una de sus grandes y legendarias estrellas masculinas. Murió el 26 de marzo de 1989 consumido por el alcohol y la tristeza. La relación de Maris Liepa y el omnipotente director Yuri Grigorovich se había deteriorado desde 1970, cuando lo sacó de todos los repartos y permaneció fuera de la lista de intérpretes de las nuevas producciones dirigidas por el propio Grigorovich. Liepa, agotado, renunció a su puesto en el Bolshói en 1982, y el día de su muerte, cuando se estrenaba otro ballet de Grigorovich, desde el gallinero desplegaron una pancarta que rezaba: “Lo mataste tú”. “En Moscú, pocas cosas han cambiado en el fondo”, es lo que dice una bailarina rusa mirando al suelo. ¿Se trata del lado oscuro de la belleza rusa? Eso dice el adagio. La mezcla mortal de amor y trabajo sigue dando ejemplos terribles. Anna Pavlova, de quien el escritor John Van Druten decía: “Ella es el viento que pesa como una sombra sobre el trigal”, tuvo su gran amor en su San Petersburgo natal. Se llamaba Boris y, cómo no, apareció flotando en el Neva; él también tenía 22 años y ya eran amantes, lo que no gustaba nada a las autoridades del teatro, para quienes Pavlova era “algo así como una preciosa propiedad particular”. Pavlova, que después también huyó, había llegado a bailar en las calles de la mano de su madre, hasta que a los 10 años fue admitida y becada en los Teatros Imperiales y creó uno de sus pocos ballets propios, Hojas de otoño, para homenajear a su amante sacrificado.
La mezcla mortal de amor y trabajo sigue dando ejemplos terribles
Ha pasado exactamente un siglo, pero el ballet sigue, quizá a su pesar, generando tragedia. Después del ataque con ácido a Serguéi Filin, director del Bolshói, en las calles de Moscú a mediados del pasado mes de enero, la policía rusa se ha mostrado cautelosa. Ha interrogado dos veces a Nikolái Tsiskaridze, y también a una treintena de empleados del teatro. Tsiskaridze, primer bailarín, de 39 años y de origen georgiano, es enemigo declarado de Filin en el Bolshói. Se ha proclamado inocente, pero, aun a riesgo de dañar para siempre su imagen pública, y sin una gota de compasión, no ha ocultado el odio cerval hacia su rival. Tsiskaridze, que goza de protección política al más alto nivel (veranea con Putin en la Costa Azul francesa) y tiene una extensa prole de fanáticos balletómanos en torno, optó al puesto de director en 2011, desapareciendo misteriosamente después de la quiniela. Filin llegó al puesto en marzo de 2011, después de que su predecesor fuera vapuleado con fotos privadas en una falsa web del teatro. La balletomanía es inocua en sí misma, el problema lo generan los balletómanos, esa presión enfermiza sobre los artistas que llega a perjudicar los resultados artísticos.
Recientemente, dos estrellas del Bolshói, Natalia Osipova e Iván Vasiliev, abandonaron la casa moscovita para marcharse a San Petersburgo, al teatro Mijáilovski que dirige Nacho Duato con contratos muy ventajosos patrocinados por el llamado zar de los pepinos, un comerciante de hortalizas que juega a ser un nuevo Diaghilev. Tsiskaridze, sorprendido por las dimensiones del caso de Filin y enarbolando una cierta campaña de persecución a su persona, ha dicho respecto a estas deserciones: “Me arrepiento de no haberlo hecho yo mismo”. La dirección del teatro trató de despedirle hace un año, pero fracasó. El bailarín respondón ha vuelto a la carga: “Los métodos de 1937 están de vuelta”, ha dicho, en alusión a las purgas estalinistas.
Cisne negro es una pésima película de ballet, pero se la vuelve a citar con insistencia a tenor de los terribles sucesos de Moscú. El filme se pierde en un sordo gorjeo de aves enfermas donde la única verdad es el sufrimiento de las bailarinas ante un montón de agentes externos… e internos. Son las leyendas negras que a veces dan una sorda bofetada a la realidad. “Si a todo esto le sumas las otras tres plagas actuales: el sida, la anorexia y las drogas, ¿qué nos queda en el ballet?”, dice una antigua bailarina francesa desde su retiro de Montecarlo. “Tampoco debe escribirse un libro sobre estos accidentes laborales: se convertiría en un terrorífico manual de instrucciones”.
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