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Reportaje:

El corredor de la vida

Jesús Rodríguez

Nuestro primer encuentro con Diego y Rafael se desarrolla en un gimnasio improvisado enterrado en lo más profundo del módulo 13, donde los escasos aparatos (una bicicleta estática y una bancada herrumbrosa) están atornillados al suelo como las camas de un camarote, y las pesas y mancuernas no pueden ser extraídas de un arnés anclado a la pared. Hay un balón, un saco de boxeo y una cuerda para saltar. Y manojos de viejas botellas de plástico rebosantes de agua y soldadas entre sí con cinta aislante que los presos utilizan para levantar más peso en sus obstinados ejercicios de musculación. El resto del espacio muestra una desnudez desoladora. Brilla como un piso en venta. El silencio es total. No hay un mueble, un papel, una colilla. No hay nada; no huele a nada. Ni un objeto susceptible de convertirse en un arma, ni un resquicio en el espeso hormigón de esta cárcel de alta seguridad ideada para albergar reclusos con grandes penas. Hasta llegar a la entrada del módulo de aislamiento hay que atravesar cuatro pesados portones, pasar por un arco de seguridad y entregar a un guardia todos los objetos metálicos, encendedores y teléfonos móviles. Antes de abandonarlo, nos interrogará: "¿Echan de menos algo de lo que traían?".

La primera conclusión es que de aquí es imposible fugarse. Nos lo comentó antes de acceder al interior el director, José Vidal Carballo, un médico andaluz que entró en la empresa hace casi 25 años y gobierna este centro desde su creación en 2008. Si un preso lograra escapar del aislamiento, aún tendría que superar la torre de vigilancia, las cámaras de visión nocturna, las alarmas activadas con infrarrojos, los muros coronados de concertinas afiladas como cuchillas de afeitar y las patrullas de la Policía Nacional. Y aún le quedaría un desierto de polvo, cardos y olivos en mitad de ninguna parte.

El calor es sofocante bajo el despiadado sol sevillano que golpea la cubierta del módulo 13, proyectada translúcida para facilitar el asalto de los GEO mediante helicópteros en caso de motín. Tras atravesar otra media docena de puertas corredizas de barrotes y cristales de dos dedos de espesor que se han ido abriendo y cerrando a nuestro paso con una lentitud enervante y un bramido mecánico que culmina con un golpe sordo (una no se abre hasta que la anterior no se ha cerrado), accionadas por un funcionario desde una pecera acorazada tapizada de pantallas a cada seca orden por su Motorola del funcionario que nos escolta ("cierre rastrillo 40; abra rastrillo 41"), nos topamos con los dos presos en el modesto recinto deportivo. No esperábamos un primer encuentro tan directo. Nos observan con curiosidad. Son jóvenes, en buena forma, y muestran una palidez enfermiza. Sus ojos, grandes, muy oscuros, en los que apenas se distinguen las pupilas (como los de un caballo), miran con aire ausente: tras meses en aislamiento, su vista no está acostumbrada a enfocar más allá del par de metros de la celda. Además, la medicación antipsicótica que se les administra regularmente les hace surfear entre nubes de algodón. Diego y Rafael visten ropa deportiva; pantalón corto y camisetas sin mangas que dejan al descubierto sólidos bíceps, toscos tatuajes realizados con artilugios carcelarios (la mina de un bolígrafo, una aguja de coser y un motorcito artesanal) y profundas cicatrices en los antebrazos resultado de viejas autolesiones (chinarse lo llaman aquí) reivindicativas o psicóticas. El cuerpo de algunos de estos presos, como el de Aarón Fernández, es una gran cicatriz de surcos paralelos hechos a cuchillo hasta perder la última gota de sangre. "Mis fatiguitas en prisión", resume. Los brazos de estos presos son capítulos abiertos de su biografía carcelaria.

Sudamos frente a frente. Segundos de indecisión. ¿Cómo hay que comportarse con los presos de primer grado? ¿Intentarán secuestrarnos? Tienen un aspecto más temible que los funcionarios que les custodian uniformados con un rancio polo gris y sobado pantalón negro. Y además, estos no van armados. Llevan al cinturón un par de guantes y un transmisor. Los elementos disponibles para aplacar una rebelión, las esposas, porras, espráis, cascos, chalecos y escudos, están almacenados bajo llave en una dependencia a la entrada del recinto. No hay marcha atrás. Hay que actuar con naturalidad. Es la única forma de ganárselos. En nuestras primeras conversaciones, los presos de aislamiento repetirán una misma idea: "No somos animales". Amparados en esa filosofía, nuestro objetivo es llegar hasta donde ellos quieran. Al final, confiarán en nosotros. Y no querrán que nos marchemos.

Estamos en su territorio; en el módulo de aislamiento del Centro Penitenciario Sevilla II, en Morón de la Frontera, en lo más profundo de un submundo que pocos conocen. En esta dependencia, los presos permanecen encerrados en la soledad de sus celdas (ellos dicen chabolos) 20 horas diarias; su horizonte cotidiano es un rectángulo de un blanco grisáceo de tres por cuatro, con una ventana que conecta con un paredón; muebles de obra, ducha, lavabo y retrete metálicos, cerrado por una doble puerta; la primera, de barrotes (el cangrejo); tras ella, otra compacta de acero que se acciona por control remoto y está horadada por una mirilla para el recuento y una trampilla para introducir la comida. A primera hora de la mañana se les entrega el palo que le falta a su escoba, una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes que deberán devolver tras asearse. Fuera de las horas de salida al patio de los internos (entre tres y cinco al día según su clasificación), los funcionarios tienen prohibido abrir sus celdas. Cuando hacen acto de presencia en las mismas, el preso debe colocarse al fondo con las manos visibles y disponerse al cacheo.

La clave del sistema de aislamiento es que el interno salga lo menos posible del módulo, que cuenta con patios, locutorio, enfermería y estancias para vis a vis. Y cuando lo haga, solo, el tiempo estrictamente necesario, rodeado de funcionarios y cumpliendo unos estrictos protocolos de seguridad. Dentro de esa lógica, los presos de régimen cerrado no pueden ir al economato y tampoco a la piscina. Ni trabajar. Solo pueden acceder al teléfono de tarjeta a través de una ranura de un palmo practicada en un cristal blindado que lo separa del patio. Sus colchones son ignífugos, y el recinto está sembrado de alarmas antiincendio. Se les cachea antes y después de cada salida; su celda es registrada a diario, y si los responsables del módulo lo consideran oportuno, pueden ser despojados de su ropa; así lo especifica el artículo 93 del Reglamento Penitenciario, la biblia del sector: "Cuando existan fundadas sospechas de que el interno posee objetos prohibidos y razones de urgencia exijan una actuación inmediata, podrá recurrirse al desnudo integral por orden motivada del jefe de servicios, dando cuenta al director".

El margen de rebelión es mínimo. En caso de provocar un altercado grave, el preso sería reducido por hasta los siete funcionarios del módulo, esposado o sujeto con correas a una cama y, una vez cumplida su sanción, desplazado al módulo de aislamiento de otra prisión. Y vuelta a empezar. Cualquier otro tipo de violencia por parte de los funcionarios está prohibido. "Puedes ser más o menos severo a la hora de reducirles, pero no hay palizas; no nos preparan para eso, somos funcionarios por oposición, la mayoría tenemos carrera y no queremos problemas. Te pueden denunciar al juez de vigilancia. No vale la pena", explica Javier, un guardia del módulo. Cuando se les pregunta a los reclusos al respecto, no son tan categóricos ante esa supuesta ausencia de malos tratos; relatan palizas, noches esposados y tortura psicológica, aunque trasladan esas experiencias a otras prisiones españolas. Uno relata: "En el módulo de aislamiento de la cárcel de Huelva descubrí lo que era el miedo. Me golpeaban todos los días. Los médicos encubrían las palizas y los funcionarios me decían: 'Una noche te vamos a colgar y a decir que te has suicidado'. Me orinaba cuando les oía llegar".

Seguimos en el gimnasio. Tres funcionarios nos guardan la espalda sin abrir la boca. Nos calibran. Esperan ver si tenemos lo que hay que tener. No les hace feliz nuestra visita. Distorsiona el orden y afloja la disciplina. Multiplica las entradas, salidas y cacheos. El módulo se convertirá a lo largo de una semana en un colegio en día de fiesta. Y no es conveniente que nada ni nadie rompa el rígido funcionamiento de este recinto donde cada día es igual al siguiente, no hay fines de semana ni vacaciones, y los presos y sus guardias envejecen juntos. Cualquier relajo de la seguridad puede poner en juego sus vidas. Y lo saben. Los funcionarios de vigilancia nunca se confían. Tampoco fuera de la prisión. Lo explica el encargado del módulo: "Somos un objetivo de ETA y otras organizaciones. Nuestros datos no los tiene ni Tráfico; usamos matrículas de seguridad y recibimos circulares para prevenir un atentado. Nunca estamos tranquilos. Y encima, somos unos apestados, aunque hagamos un trabajo imprescindible. Representamos el último eslabón de la seguridad del Estado, pero no somos rentables políticamente. Cuando el Rey hace un discurso, se acuerda hasta de los bomberos, pero nunca de nosotros. La gente piensa que somos torturadores, llevamos rifle y gafas de sol, y vemos todos los días violaciones en las duchas. Pura leyenda. Esta es una salida laboral; al principio tienes miedo (y el que diga lo contrario es tonto), pero luego te inmunizas. Y unos se queman y otros se implican: como en cualquier otro trabajo".

-Los reclusos son más fuertes que ustedes y no tienen nada que perder. ¿Cómo responderían a un ataque de ellos?

-Si ellos son machos, nosotros somos muchos. Nuestra arma en este módulo es el número de funcionarios.

-¿Cobran más por estar en aislamiento?

-Noventa euros más al mes por peligrosidad.

Los dos reclusos nos observan con curiosidad. No son machacas. Son tipos con prestigio en el medio carcelario. "Tengo más cornadas que nadie", me dirá orgulloso Rafael. Gozan del máximo estatus entre los presos. Ingresar en aislamiento supone convertirse en alguien respetado. Son kies: cabecillas en su lenguaje. Populares en el universo penitenciario por su conflictividad y carrera delictiva. Con grandes penas a la espalda. Gente que no se rinde. Que ha hecho turismo por toda la geografía carcelaria. ¿Por qué Rafael y Diego están enterrados en vida? Los funcionarios se niegan a dar pormenores. "Que se lo cuenten ellos".

Lo único claro es que, al estar clasificados en primer grado (el régimen más severo que aplica la Administración penitenciaria española), Diego Gil López, alias Marrajo, murciano, de 28 años; Rafael Hidalgo Castro, alias Rafi, cordobés, de 31, y el resto de sus compañeros de módulo son considerados presos conflictivos y muy peligrosos. Así lo especifica el artículo 89 del Reglamento: "El régimen cerrado será de aplicación a aquellos penados que, bien inicialmente, bien por una involución en su personalidad o conducta, sean clasificados en primer grado por tratarse de internos extremadamente peligrosos o manifiestamente inadaptados". En la práctica, todos los clasificados en primer grado han cometido delitos que denotan una personalidad agresiva y antisocial; han llevado a cabo actos especialmente violentos contra la vida, la propiedad y la libertad sexual, o forman parte de bandas armadas (sin que hayan mostrado síntomas de arrepentimiento).

Más allá de los graves delitos por los que han sido condenados, Diego y Rafi (y los otros internos del módulo) han ido escalando peldaño a peldaño dentro de la prisión hasta la cima de la inadaptación. Han sumado sanciones, fabricado armas (José Luis, el subdirector de seguridad, guarda una completa colección de pinchos artesanales intervenidos a los internos, desde el realizado con un hueso de cordero hasta la pata de una silla de plástico afilada hasta transformarse en una navaja de barbero) y atacado a funcionarios. Se han automutilado, han destrozado y prendido fuego a sus celdas; se han fugado, encabezado revueltas, traficado con droga y acabado con la vida (o, al menos, lo han intentado) de otros internos. Desde que eran unos adolescentes que ya ingresaron en centros de menores, ha regido toda su existencia una siniestra cultura carcelaria. Un mundo paralelo al nuestro con sus leyes, donde el pez grande se come al chico; donde eres kie o machaca; donde trapicheas o consumes; donde matas o te matan; donde para ser respetado y bruñir tu autoestima tienes que ser más temible que nadie. Y entrar en un bucle que se alimenta de delirios de grandeza y adrenalina del que el único proyecto de vida es otra cárcel. Los internos de aislamiento han quemado su juventud entre rejas; concibieron a sus hijos en vis a vis; entre estos muros se engancharon a la heroína, se contagiaron de VIH y aprendieron a matar. Su escuela ha sido un presidio. La función del Estado es arrancarles de las garras de esa cultura carcelaria. No darles por perdidos. Dotarles de habilidades sociales, psicológicas y educativas para enfrentarse al futuro y que aprendan a empatizar. Como afirma la Constitución: "Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción".

El director de la prisión, Pepe Carballo, se refiere al proceso de simbiosis del recluso con el medio carcelario como un síndrome adaptativo. Algo así como la tolerancia que desarrolla un adicto con una sustancia de la que necesita una dosis cada vez más elevada. "Ese proceso es especialmente intenso entre los internos de aislamiento", explica Carballo, "que para sobrevivir se terminan adaptando a una situación anómala que debería ser excepcional y transitoria. Pueden pasar años en régimen cerrado y no bajarse del pedestal. Cuando son jóvenes, es más difícil sacarles de esa adicción; les gusta ser reconocidos, se juntan con los peores y se adaptan. Tienen que pasar al menos cinco años hasta que ven que no hay salida. Entonces empiezan a pensárselo. Y nosotros debemos saber aprovechar ese momento para convencerles. Para jugar con el palo y la zanahoria. Y rescatarles".

Durante años, Diego y Rafi han hecho gala de una peligrosidad extrema. Y la Administración ha respondido a su envite clasificándoles en primer grado, reduciendo al máximo su ya de por sí estrecho margen de libertad, limitando sus relaciones con los otros reclusos, restringiendo sus actividades e incrementando el control, vigilancia y disciplina que se les aplica durante las 24 horas al día y que incluye continuas rondas nocturnas. Si además están incluidos en el Fichero de Internos de Especial Seguimiento (FIES), un banco de datos del Ministerio del Interior en el que están registrados los delincuentes más peligrosos, los terroristas y los miembros del crimen organizado presos en nuestro país, todas sus comunicaciones escritas, telefónicas y personales son controladas, y cada paso que dan, fiscalizado. En el último escalón del régimen de aislamiento, el que se aplica a los catalogados en el artículo 91.3, los reclusos no pueden salir al patio de 20 metros cuadrados más de tres horas diarias y acompañados de solo otro preso, y cada una de sus conducciones es custodiada por tres funcionarios.

El aislamiento es la cárcel dentro de la cárcel. Una burbuja de hormigón. Más allá no hay nada. Algo más de 900 reclusos (de un total de 70.000) cumplen condena en nuestro país sujetos a ese estricto régimen penitenciario. Medio centenar son mujeres. La mitad son miembros de bandas terroristas; la gran mayoría, irreductibles de ETA. Esos 900 individuos son (en teoría) los peores presos de nuestro país; 50 están en Morón. En cada cárcel española denominan al módulo de aislamiento con un nombre distinto: el agujero, el búnker, el hoyo, el departamento especial, la zona cero... pero en todas coinciden en llamarlo "el pozo". Quizá sea la metáfora que mejor refleja su situación.

El régimen cerrado representa el fracaso del sistema penitenciario, de la reeducación y reinserción del preso. Es un sumidero. Un sistema que destroza al individuo. El interno que pasa amplios periodos de tiempo aislado desarrolla trastornos de difícil solución. Pierde el control de su vida, la capacidad de relación, los lazos familiares y la autoestima; se convierte en un ser apático, ansioso, desorientado, irritable, temeroso del futuro, sin voluntad, con una sexualidad alterada y reafirmado en la cultura carcelaria, al que le es imposible vivir en sociedad. Alguien que vive por y para la cárcel.

El director de esta prisión sostiene que se ha hecho un largo camino en materia penitenciaria en los últimos 20 años. Cuando comenzó a trabajar en Prisiones, allá por 1987, las cárceles eran palacios de los horrores regidos por viejos funcionarios con poca formación y abrasados por la marginalidad de su trabajo; los establecimientos estaban estructurados en enormes galerías, en las que se mezclaba lo bueno, lo malo y lo peor; con un alto nivel de hacinamiento, falta de intimidad y violencia sexual; los reclusos carecían de médicos, maestros, psicólogos y educadores; estaban diezmados por la heroína y el sida y gobernados por mafias. Carballo marca el mandato del socialista Antoni Asunción (1988-1994) como el momento del despegue. En dos décadas, las cárceles han mejorado en medios y, sobre todo, en la filosofía que les da sentido. Son espacios más dignos y habitables donde, para empezar, hay una mejor clasificación de los presos. A partir de ahí se han creado equipos multidisciplinares, módulos de madres, programas de intercambio de jeringuillas y de administración de metadona; reparto de preservativos, encuentros vis a vis, celdas y duchas individuales, e incluso módulos libres de droga, módulos gestionados por los presos, módulos de inserción social y módulos abiertos. En los últimos años, la estrategia penitenciaria se ha centrado en la reeducación del preso, en el llamado tratamiento, más que en la aplicación sistemática del régimen disciplinario. A partir de la llegada de Mercedes Gallizo (veterana militante de izquierdas) a la cúpula de Instituciones Penitenciarias, en 2004, se comenzaron a extender los programas que habían dado buen resultado en una prisión al resto de los centros penitenciarios. La experiencia ha funcionado.

La asignatura pendiente era el aislamiento. El pozo. Gallizo impulsó en 2005 un protocolo de actuación. En junio de 2009, el centro penitenciario de A Lama, en Pontevedra, iniciaba un revolucionario programa de régimen cerrado al que podrían acceder los internos de los módulos de aislamiento con el objeto de rescatarles mediante un plan de actividades, terapia, deporte y educación, elaborado por un equipo multidisciplinar (formado por un psicólogo, un abogado, un educador, un maestro, un médico, un monitor deportivo y otro ocupacional y un funcionario de vigilancia). El objetivo era trabajar a su lado hasta integrarlos en un módulo ordinario donde podrían llevar una vida digna (ir a la piscina, ver películas, trabajar, hacer deporte e incluso acceder a permisos de fin de semana) durante el resto de su condena. Se intentaba evitar que esos seres encerrados como animales en las catacumbas del sistema durante años pasaran sin escalas de la soledad de su celda a la selva de la calle. El programa de régimen cerrado se extendió a finales de 2009 a la prisión de Villena, en Alicante, y en 2010 llegaba a esta prisión sevillana. En menos de un año, dos internos de aislamiento (Félix Medina y Óscar Sierra) han salido por la puerta grande en dirección a un módulo ordinario; Diego Gil está a punto de conseguirlo, y otros cuatro están en buen camino (Rafael Hidalgo, Mohamed Larbi, Aarón Fernández y Jesús Fernández Mallén). El proyecto tiene también sus grietas. El pasado mes de marzo, dos internos inscritos en el programa secuestraron a su educador con sendos pinchos. El incidente duró una hora, y al final se rindieron sin que hubiera heridos. En los días siguientes fueron pasaportados hacia otras prisiones.

Del testimonio de los internos de aislamiento se obtiene una primera conclusión: hay aún una clase social que es la cantera de la que se alimentan nuestras cárceles: la de los desfavorecidos. La mayoría de estos presos son analfabetos y proceden de medios marginales; de barrios extremos; de familias desestructuradas, con episodios de violencia doméstica y sexual. Tienen padres y hermanos en prisión, y desde niños han percibido la cárcel como un elemento con el que se tendrían que topar inevitablemente a lo largo de su vida. Con escasa formación, sin experiencia laboral, una débil resistencia a la frustración, mínimo autocontrol y avidez de consumo y autoafirmación, la prisión ha sido su destino manifiesto desde que eran chavales. Un escenario aderezado por el azote de la heroína y la cocaína.

Después de los primeros titubeos, al día siguiente realizamos la primera entrevista a un asistente al programa, Diego Gil. De él nos dirán tres miembros del equipo que trabaja en su recuperación (Raquel, la subdirectora de tratamiento; Ana, la psicóloga, e Isabel, la monitora): "Representa la mejor evolución de un interno de primer grado. Llevaba aislado 10 años. Y en meses ha pasado de estar en lo más hondo a estar a punto de salir. Ha sabido aprovechar la oportunidad". No exageraban. El último día de nuestra estancia en Morón, Diego recibía desde Madrid la notificación de que había progresado hasta el artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario, lo que suponía que podría pasar varias horas al día en un módulo ordinario hasta estar preparado para dar el gran paso y abandonar definitivamente el pozo.

Recorrer el módulo 13 en dirección a la celda de Diego permite entender un poco más este territorio. Está estructurado por un largo corredor del que nacen a derecha e izquierda pequeñas galerías estancas de celdas con su propio patio. Mientras avanzamos, contemplamos a internos en cada uno de esos pequeños patios acristalados como habitantes de un zoo humano. En el primero hay un solitario mafioso del Este; en el siguiente, cuatro presos comunes de aspecto patibulario; en el tercero, varios militantes de ETA que hacen ejercicio con disciplina militar. El que parece estar al frente es Juan Lorenzo Lasa Michelena, alias Txikierdi. Rafael Hidalgo, Rafi, comparte salidas al patio con los etarras. Dice que no paran de hablarle de Bildu y la lucha del pueblo vasco. Le pregunto si son duros. Se ríe. Rafi sí es un tipo duro. Entró en la cárcel a los 18 años. Su padre era alcohólico y su madre está en silla de ruedas. Tiene siete hermanos. Atracador desde joven, en 2005 huyó de la justicia. En 2008 mató a un hombre de un disparo a bocajarro en la cabeza por un asunto de droga; huyó de nuevo y fue detenido 19 días después; en 2010 se escapó por un túnel con su hoy compañero de galería y programa, Mohamed Larbi, de la vieja cárcel de Sevilla. Un mes más tarde les detuvieron en Lérida. Tiene decenas de causas. Pero está dispuesto a empezar de nuevo. Le fascinan los trabajos manuales. "Aquí hay gente muy dura; hombres de verdad que no temen a la muerte. Los etarras no tienen esa carne de talego; habrán matado, pero se achantan con los comunes; no llegan ni de coña a lo que es aquí un tipo duro; son otra cosa. Se acojonan".

Diego nos acoge en su chabolo. El mobiliario es una silla y unas baldas de hormigón con ropa, botellas de agua y un radiocasete. Una ventana enrejada da a ningún lado. Me siento en su cama. La primera parte de su relato es una anárquica retahíla sobre los malos tratos de los que ha sido objeto en su trayectoria carcelaria. Extiende por el suelo un enjambre de cartas, sentencias, comunicaciones, peticiones e instancias. Es su currículo. Diego lleva cerca de diez años en aislamiento. Tiene 28 y nació en Águilas (Murcia). Comenzó a drogarse a los 10 años, a los 13 se inició en la heroína, y a los 17, en el crack. Su padre está preso. Diego comenzó a delinquir pronto. Recién cumplida la mayoría de edad le condenaron a 10 años por robo con violencia. "A partir de ahí me convertí en lo peor de la cárcel. Era un rebelde a mi manera; me chinaba, rompía la celda, me tragaba pilas, me tomaba la justicia por mi mano con los violadores; matamos a uno en las duchas; nos rapamos todos para que no nos identificaran, pero me pillaron. Abrí la cabeza a todos los chivatos que pude encontrar. En 2002 entré en aislamiento en Murcia y de ahí pasé al búnker de Zaragoza. En 2006 se me fue la cabeza, me empastillé y le pegué 62 puñaladas al médico de Azebuche, en Almería, y me cayeron otros ocho años. De ahí me enviaron al agujero de Castellón, donde quemé la celda. Llegué a este penal el 13 de junio de 2010. Estaba acabado. El director vino a verme y me trató mejor de lo que me habían tratado nunca. Me ofreció entrar en el programa. Suponía estudiar, estar con la psicóloga, hacer deporte, ver películas. Pensé que si me respetaban, podría buscar mi libertad. Empecé en agosto de 2010. Lo hago por mi madre. En primer grado no pinto nada; que sigan otros".

Fuera de la celda aguardan tres funcionarios. Su esfuerzo ha sido básico en el éxito del programa. Son los que mejor conocen a los reclusos. Nunca se había contado con ellos. Hoy, su experiencia comienza a ser aprovechada en el tratamiento. "Cada mañana, cuando abres las celdas, les hueles; ves su lenguaje corporal y ya sabes si la van a liar", afirma un funcionario. "Conocemos todo de ellos. Somos su eslabón con el exterior; su padre, hermano y paño de lágrimas. Los que cursamos sus peticiones y aguantamos sus quejas. Los que conocemos sus penas. Les podemos hacer la vida imposible, y ellos a nosotros. Viajamos en el mismo barco. Debemos entendernos".

La figura del 'tutor' se ha convertido en una pieza clave del programa de régimen cerrado. Algunos de estos funcionarios de vigilancia han decidido ser la sombra de cada uno de los reclusos participantes durante su proceso de resocialización. José Luis, el subdirector de seguridad, ejerció ese papel de acompañante con Félix Medina, al que conocía del barrio sevillano de ambos, durante un año. Con su ayuda, Félix consiguió abandonar en mayo el pozo. Y ha cambiado. Es un tipo serio, educado y atildado. Está preocupado por quedar bien. Le gusta que le refuercen. Como a un niño.

La entrevista transcurre en un banco del patio del módulo 10. Félix, alias Ito, tiene 29 años, una condena hasta 2036 y un hijo de nueve años al que no ve hace seis. No conoció a su padre; cuando su madre ingresó en prisión, le criaron sus abuelos. A los 16 años entró en un correccional, y a los 18, en la cárcel. "Yo pensaba: 'Cuando sea grande, nadie volverá a hacerme daño'. De chaval entré en la Banda del Demonio; nos movíamos en moto, y todas las noches reventábamos comercios en Sevilla. Teníamos 100 causas. Yo era un tío respetado; tenía dinero, droga y chicas. En 2001 entré en prisión por un atraco. No he vuelto a salir. Estos 10 años han sido de motines, peleas y agresiones. Me intenté ahorcar; a un policía le clavé un pincho en un pulmón y a otro le rompí la cara de un cabezazo. Era un cabecilla. No me considero malo, pero no podía parar. Si lo hacía, los kies me decían que era un cagón y mi prestigio se iba al suelo. No me podía achantar. Me la tenían jurada. Tenía que andar todo el día empalmado...".

-¿Perdón?

-Nosotros decimos empalmado a ir con el pincho. Pensaba: "Cuanto antes esto acabe, mejor. Y mientras, voy a hacer todo el daño que pueda". En Huelva, en 2010, tras un motín, me dieron una paliza y me enviaron aquí. Estaba acabado. Un funcionario me habló del programa. Me miró a los ojos y me dio una paz interior que nadie me había dado antes. Le dije: "Adelante". Entonces empezaron a joderme los kies; iban diciendo por ahí: "Ito se ha acojonado; Ito es un gallina; a Ito le van a dar por culo los funcionarios". He aprendido a aguantarme. Estaba acostumbrado a solucionar todo por lo fácil; a apuñalar, matar, eso es lo fácil; lo difícil es no reaccionar si te hablan mal, pasar de la violencia. Soy otro. Me queda mucha condena, pero tengo huevos de sobra para salir adelante.

Cuando abandonamos la cárcel de Morón, ellos se quedan dentro. Los internos y los funcionarios. Durante días hemos practicado una rendija en el hermético universo del aislamiento. Los internos y los funcionarios no han bajado la guardia, pero a ratos se ha roto el hielo. ¿Hay salida para los internos de aislamiento? ¿Pueden cambiar? Nadie tiene la respuesta absoluta. Sin embargo, una de las grandezas del periodismo es dar con profundas reflexiones existenciales donde menos te lo esperas. Como esta con la que se despidió Félix: "¿Conoce el bambú? Cuando siembras una semilla, durante seis años no pasa nada. Y llegas a pensar que se ha muerto. Sin embargo, al séptimo año, en seis semanas, crece 30 metros. Yo soy como el bambú. He echado una semilla y tardará en crecer. Si al bambú le metes prisa, no brota. Hay que abonarlo, regarlo y tener paciencia porque está echando raíces. En siete años, las mías se irán asentado, y en seis semanas treparé por encima de los muros de esta cárcel y dejaré todo atrás".

El País Semanal entra en las celdas de aislamiento de los presos más peligrososVídeo: JESÚS RODRÍGUEZ / JAMES RAJOTTE

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.
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