El oro del rey
Lo malo de ser espadachín a sueldo es que uno nunca sabe al servicio de quién va a tener que poner su acero. Cuando se es soldado, ya se sabe, se bate uno por su patria y su rey (y su soldada, cuando llega). Pero tener que luchar por Su Majestad en secreto y sin salvoconducto no deja de ser un fregado impresionante. Así que aquí tenemos al capitán Alatriste, recién desembarcado de Flandes y sin mucho cobre (la plata ni olerla) en la faltriquera, enrolado por Quevedo y el conde de Guadalmedina para ejecutar una tarea arriesgada por cuenta del rey don Felipe y, más particularmente, de su todopoderoso valido el conde duque de Olivares.
Asaltar una urca que lleva en sus entrañas oro de las Indias de contrabando no es tarea fácil, y Alatriste, por muy buen esgrimidor que sea, es solo uno. Además, como el asunto le huele feo, no quiere meter a Íñigo en estas andanzas. Tampoco puede recurrir a sus viejos camaradas de armas, gente de hígados y de confianza, porque está en Sevilla, no en Madrid. Así que se las tendrá que apañar con el recio y enjuto Sebastián Copons, que acaba de volver con él de los campos de Flandes, y reclutar por su cuenta a lo mejor de cada casa. Y para eso, ¿qué mejor que dejarse caer por la cárcel de Sevilla en vísperas de la ejecución de un sonado jaque? Allí anda, en velatorio de antemano, la flor y nata de la jacaranda, vale decir, de los rufianes del hampa sevillana. El resultado es un puñado de espadachines dispuestos a todo por dinero, pero también por la negra honrilla del oficio, que hasta el más encallecido de los jaques tiene su corazoncito. Un memorable grupo de aventureros entre los que puede destacarse el cameo de Saramago, convertido en esgrimidor poeta. Y allá que se van rumbo a Sanlúcar para aliviarle a las cuadernas del navío contrabandista el oro del rey, su legítimo dueño (al menos, por imperativo legal).
Al solemne granito del Alcázar Real de Madrid y al fango de las trincheras de Breda suceden aquí los bajos fondos de una turbulenta, deslumbrante y cosmopolita Sevilla en su apogeo como centro del monopolio comercial con el Nuevo Mundo. Así comparecen el corral de los Naranjos, la cárcel real, las tabernas de Triana o los arenales del Guadalquivir, siguiendo luego río abajo para dar fin, entre fintas y estocadas, a la misión encomendada. Vaciar la carga de oro en barras que el Niklaasbergen, una urca flamenca de Ostende, ha recibido en la barrera de Sanlúcar del Virgen de Regla, un galeón de dieciséis cañones, propiedad del duque de Medina Sidonia, que pretende con ello financiar operaciones que podrían incluso poner en peligro a la Corona.
Este lance quizá se le antoje a algún lector pura materia de ficción. Sin duda, el episodio concreto es inventado, pero el trasfondo, como es de rigor en las aventuras del capitán Alatriste, posee una vez más un sólido fundamento histórico. Aunque desplazada unos quince años, la existencia de una conspiración nobiliaria andaluza contra Felipe IV se produjo realmente, aprovechando la grave crisis de 1640 en que comenzaron las guerras secesionistas de Cataluña y Portugal y hubo otro amago de sublevación en Aragón. La conjura andaluza fue organizada por el marqués de Ayamonte y el duque de Medina Sidonia, al que se pretendía convertir en rey de Andalucía, como su cuñado el duque de Braganza aspiraba al mismo tiempo a la corona portuguesa. No estará de más aclarar, ya puestos, que esta operación, que es a veces anacrónicamente presentada como un movimiento independentista de Andalucía, no fue en rigor sino el fallido complot de ciertos miembros de la oligarquía regional para arrogarse la autoridad total sobre el territorio que ya controlaban en buena parte como terratenientes y señores de vasallos. Tampoco lo relativo al contrabando encierra ninguna exageración. Sería difícil hacerla sobre este punto si, como evalúan algunos investigadores, la entrada fraudulenta de metales preciosos llegó a representar el 50 por 100 del total de lo transportado por la flota de Indias. Sirva de botón de muestra el que, según refieren las crónicas, el oro y la plata recuperados de un navío naufragado en la playa de la localidad gaditana de Zahara de los Atunes en enero de 1555 triplicaron con creces el valor declarado al embarque.
El vasto lienzo de la España del Siglo de Oro que van componiendo las sucesivas entregas de las aventuras del capitán Alatriste se completa ahora con las tensiones internas de la mal soldada Monarquía Hispánica, las maquinaciones de los poderosos y sus negocios sucios. Sin embargo, no se esperen aquí admoniciones directas. Para eso tiene Pérez-Reverte su columna semanal, Patente de corso. Aquí lo que importa es la novela, donde no hacen falta sermones "ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Solo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere", como dejó sentado Cervantes en el prólogo a la primera parte del Quijote.
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Babelia
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