"Pensé que podría retomar el viejo sueño de la humanidad: controlar cosas con el pensamiento"
El Centro de Neuroprótesis de la Escuela Politécnica Federal de Lausanne (EPFL) en Suiza es parte de un parque tecnológico al pie de los Alpes donde los estudiantes graduados se traen sus bicicletas hasta sus puestos de trabajo o se desplazan a veces en patinetes escuchando música en sus iPod. El suelo del laboratorio, hecho de parqué, contiene señales y cruces de color blanco pensadas para los robots. Aquí hay una silla de ruedas única en el mundo. Tiene un motor y dos cámaras web, pero se distingue del resto porque obedece al pensamiento humano. Los estudiantes se colocan sobre la cabeza una caperuza de goma con electrodos, sin que a nadie le llame la atención. Uno de ellos se sienta en el artefacto, con una pequeña pantalla que le muestra lo que la silla ve. Conecta los electrodos a un ordenador incorporado y, sin mover un dedo, ordena con la mente a la silla que avance, retroceda o gire. Hace solo cinco años, una silla así solo aparecería en una novela de ciencia ficción. Hoy no. Es parte del santo grial del profesor de investigación español José del Rocío Millán, lograr la integración perfecta entre el cerebro y la máquina.
"Al principio pensaron que estaba loco, pero la tecnología estaba ahí"
"No habrá máquinas que lean nuestra mente como un libro abierto"
"Se debe respetar que la persona es el patrón y el robot ejecuta órdenes"
Es un sueño sencillamente fabuloso. El control mental sobre una máquina supondría proporcionar una libertad impensable a los pacientes medulares, ayudándoles a romper las cadenas fisiológicas que los retienen. Hay decenas de miles de personas que viven encerradas en su particular cárcel repleta de pensamientos puros. Sus cerebros son como islas capaces de percibir la realidad, de soñar, pero se ven impelidos para entrar en contacto con ese mundo exterior por culpa de una lesión en la médula espinal o una enfermedad que les paraliza.
La búsqueda del interfaz perfecto entre cerebro y máquina aún no ha culminado. Pero este investigador español ha demostrado que es posible. El antiguo sueño de la telepatía toma una nueva forma al poder controlar un robot con solo pensarlo. "Se creía que era imposible, y demostramos lo contrario", cuenta este andaluz, de 48 años, nacido en La Palma del Condado, en la provincia de Huelva.
Sus interfaces cerebrales, que su equipo perfecciona, permiten escribir una carta delante de una pantalla de ordenador letra a letra eligiendo con la mente, sin tocar el teclado, o mover una mano robótica para pulsar botones más cercanos o lejanos. Este éxito le ha valido un reconocimiento mundial en el excitante campo que explora las conexiones de la robótica con el cerebro. Pero Millán insiste en que su visión aún no está completa. No hay que dar falsas esperanzas. Queda aún lejos el día en el que los tetrapléjicos puedan alcanzar la libertad de movimientos, pero ese día llegará.
A principios de los noventa, Millán realizaba su tesis en robots autónomos que pudieran descubrir por sí solos trayectorias óptimas. Más tarde se dedicó a investigar robots que pudieran operar en situaciones extremas, como las de un reactor nuclear, en el Joint Research Centre en Ispra (Italia), para un proyecto de la Unión Europea. "Quería obtener un modelo que pudiera reemplazar a una persona. Pero los humanos aprenden mucho más rápido. Me di cuenta de que los robots deben cooperar con las personas".
La idea de ayudar a un discapacitado no vino de golpe. Tras un año sabático en Stanford (cuyo laboratorio de inteligencia artificial fue creado por John McCarthy, uno de sus padres fundadores), Millán decidió ver las cosas desde un punto de vista más global, antes que obsesionarse por un problema específico. Empezó a valorar la posibilidad de interaccionar con las señales cerebrales, algo que parecía imposible. "En los últimos días en Stanford me topé por casualidad con un sistema portátil de electrodos. Y pensé: la tecnología ya está aquí". A su vuelta en Italia, Millán propuso a sus evaluadores científicos un proyecto para investigar si era posible construir dispositivos capaces de utilizar las ondas cerebrales para mover una máquina.
¿Cuál fue su reacción? El comité científico pensó que estaba loco. Había gente incluso que se partía de risa. Estudié el software y les dije: ahí está la tecnología. Fue un afortunado pecado de juventud. Pero me concedieron la posibilidad. Creí que lo lograría en un año, pero me costó muchísimo más.
¿Por qué? Había muy pocas personas en el mundo que se interesasen en los interfaces cerebrales. Pero en dos años conseguí resultados, después de meses de pura desesperación. Descubrí que el sueño de tener un robot controlado por el pensamiento quedaba aún lejos. Así que dejé la robótica para lograr un interfaz cerebral adaptativo. En tres años logramos resultados espectaculares. Las personas escribían textos o jugaban a los comecocos con la mente. Se nos caían las lágrimas cuando alguien llegaba y tras unas pocas horas de entrenamiento lograba escribir textos en una pantalla.
Habla de manejar una máquina con el pensamiento, lo que no parece muy lejos de controlar un robot con la mente. Sí, cuando vimos que la tecnología era lo suficientemente buena como para trasladarla al control de objetos físicos, pensé que podía retomar el viejo sueño de la humanidad, controlar cosas con el pensamiento.
Y muy propio de la ciencia ficción. No me gusta mucho la ciencia ficción. Quizá debido a que, al estar en la frontera de este tipo de investigación, al saber lo que es capaz de hacer la ciencia y la tecnología, compruebas la enorme distancia que hay entre realidad y ficción.
¿Cómo resultó su vuelta a la robótica? Me tomé otro año sabático y vine aquí a Suiza al EPFL. Empecé con un robot del tamaño de una taza de café. Construimos una maqueta de una casa, la colocamos encima de una mesa y pusimos dentro al robot. Le pedimos a alguien que controlase el robot mentalmente para que lo condujera de una habitación escogida al azar hasta otra. En unos meses logramos demostrar por primera vez que era factible con unas pocas horas de entrenamiento. Lo logramos en 2002.
¿Cómo funciona esta tecnología? Tenemos que medir la actividad cerebral de manera no invasiva. Colocamos los electrodos en contacto con el cuero cabelludo de la persona con un sistema portátil y muy ligero, para hacer un electroencefalograma (EEG) rutinario en las clínicas. Descodificamos la información en tiempo real para ver cuál es la intención de la persona. Y enviamos el comando al robot. Hay otra técnica, que no realizamos, que implanta electrodos en el cerebro. En nuestro caso, lo que mide el EEG es la actividad conjunta de miles de millones de neuronas. Y su ventaja es que no es invasivo, no hay ningún riesgo para la persona. El problema es que no tenemos aún la resolución espacial suficiente para saber lo que sucede en pequeñas zonas del cerebro. Obtenemos una gran imagen, pero no el detalle.
Y dentro de esa imagen nebulosa cerebral, ¿qué es lo que busca? Determinar un patrón de actividad que represente la intención de la persona que ejecuta una acción mental. Uno puede imaginar movimientos de diferentes partes de su cuerpo, o bien ejecutarlos. En ambos casos, el patrón de actividad es muy parecido. Buscamos precisamente ese patrón que prepara el movimiento, independientemente de que se ejecute o no. Y lo desciframos. Hay limitaciones. Con el EEG, yo puedo determinar que estoy moviendo mi mano a la izquierda, pero no sé todavía qué clase de movimiento estoy ejecutando. Todavía nos falta la resolución y el grado de detalle.
¿Cómo se pueden superar esas limitaciones? Cuando conducimos un coche, el volante no está trasladando directamente nuestros movimientos a las ruedas. El auto tiene tecnologías como dirección asistida, ABS, que ejecutan los movimientos que realizamos dentro del habitáculo, salvaguardando la seguridad. Puedo usar un sistema GPS para llegar al destino, que me indica los comandos superiores, adónde tengo que torcer, y no cuántos grados tengo que girar el volante. En nuestro caso, el robot tiene que cooperar con la persona para que esta haga la tarea de la mejor manera posible y no le resulte agotador. El robot va a compensar el grado de control mental de la persona en todo momento. Si uno quiere estar muy concentrado en la tarea, el robot lo permitirá. Pero si uno desea estar más relajado, el robot lo compensa. Es análogo al jinete del caballo, que usa las bridas. Si quiere salvar un obstáculo, dirige al animal a la velocidad deseada. O decide dejarle a su aire. El caballo sabe lo que tiene que hacer para evitar accidentes. Los resultados son espectaculares, pero el problema del control total aún no está resuelto.
La habilidad para leer las intenciones de una persona analizando las ondas cerebrales de un EEG suena a "leer" sus pensamientos. Y quizá asusta un poco. Pero el sistema está sujeto a un grado de error, advierte Millán. Descifrar todas las órdenes mentales que envía una persona en cada milisegundo es una quimera. No habrá máquinas que lean nuestra mente como un libro abierto, y mucho menos nuestros recuerdos, como en películas tipo Minority report. La realidad es que el cerebro es el director de orquesta, produce una sinfonía, pero con ruido estático añadido. El desafío es discriminar, entre todo ese caos, cada instrumento individual, y apoyarse en la inteligencia del robot para que la orden mental que uno le envía se ejecute lo mejor posible. Se trata de un diálogo entre dos inteligencias, la humana y la robótica. Y funciona.
Con la silla de ruedas "puedes desplazarte a ti mismo con el pensamiento, el cual se transforma en una acción física que influye en tu propio cuerpo". Pero son solo pruebas. La tecnología no está lista para el ensayo en la clínica. "No hay que crear falsas esperanzas entre los pacientes", insiste Millán.
A quince o veinte años vista se abre otro mundo: interfaces cerebrales que permitan a los pacientes medulares enviar sus órdenes mentales a las piernas o brazos cuyo acceso era imposible por una lesión. O prótesis robotizadas engarzadas a su sistema nervioso, que reaccionan al pensamiento o que sienten el exterior, comunicándose con el cerebro. Esa es la frontera. Un control mental a lo largo de todo el movimiento que haga que un tetrapléjico maneje un exoesqueleto.
Mientras escribía esta historia, un estudiante graduado se acercó para susurrarme en voz baja si quería ver algo nuevo. Uno de sus colegas, con la capucha de electrodos, ensayaba por vez primera con un interfaz delante de una pantalla. Imaginaba que cerraba y abría la mano izquierda o la derecha como si estuviera agarrando algo, mientras tenía las manos quietas sobre las piernas. La orden mental se traducía en una barra que marcaba el éxito o no. La prehistoria de un futuro excitante. El centro de Millán investigará y desarrollará prótesis sensoriales para restituir la capacidad auditiva, la visión, la estimulación de zonas profundas del cerebro, o incluso la de la médula espinal, con microimplantes.
¿Qué le sugiere la palabra 'ciborg'? No me gusta. La gente la interpreta de manera equivocada, en el sentido de que estamos aumentando a un ser humano sano para hacerlo más capaz. Ese no es el objetivo de mis investigaciones, ni el de este centro. No queremos proporcionar a una persona visión infrarroja. Ni crearle un tercer brazo. Buscamos compensar las discapacidades.
Si la tecnología se aplicara a pacientes en el futuro con éxito, ¿no cree que llegará alguien que las usará en personas sanas? Sí, hay grandes problemas éticos.
¿Cuáles son sus reflexiones a este respecto? Yo no quiero aumentar a las personas. Pero eso no significa que algunas, aunque no tengan discapacidad, no puedan beneficiarse de estas tecnologías.
¿Qué personas serían esas? Un astronauta en el espacio. No tiene el mismo grado de control de su cuerpo a causa de la ausencia de gravedad. Imaginemos un interfaz cerebral que permite a ese astronauta operar a distancia el brazo robótico en el exterior de la nave y a la velocidad del pensamiento. O piense en alguien que esté trabajando en un sitio difícil con los dos brazos ocupados. Vamos a darle una nueva posibilidad de interacción. El gran desafío en este caso sería que la interfaz cerebral cooperase con el movimiento natural de ese cuerpo.
¿No sería eso como darle un tercer brazo? No. Se trata de una ayuda en situaciones donde nuestro cuerpo no podría por sí solo. Imagine que tenemos pequeños robots de telepresencia, y que un paciente incapacitado no puede salir de la cama. No está ni en condiciones de sentarse en una silla de ruedas. Pero se beneficiaría a nivel psicológico, y también su familia, si pudiera participar en las actividades sociales, sin que los suyos estén constantemente alrededor de su cama. ¿Por qué no darle la posibilidad de controlar un pequeño robot de telepresencia que lleva una cámara y una pantalla? El paciente enviaría sus órdenes al robot, ve y oye a través del robot. Y la familia lo ve a él a través de la pantalla.
Resulta fascinante. Sin embargo, ¿no le preocupa que esta tecnología se aplique algún día para formar supersoldados? ¿O que haya compañías que se dediquen a crear personas que tengan capacidades extraordinarias? Por desgracia, es un problema de ética, a menos que haya una legislación que diga lo que se puede o no hacer. Pero creo que resulta muy difícil de regular este tipo de cosas. Y hay otros problemas. Hasta ahora hemos hablado solo de señales que la persona envía de forma espontánea y voluntaria. Pero hay otros tipos de modalidades por las que, para poder descodificar la intención de la persona, es necesario estimularla. Nuestro cerebro responde de forma automática a ciertos estímulos. Y aquí hay un riesgo potencial. Si podemos estimular a una persona para inducir ciertos patrones en el cerebro, tendrá percepciones anómalas. Lo estamos manipulando. Me recuerda a una situación que se produjo en los años cincuenta, con la percepción subliminal.
¿A qué situación se refiere? Por entonces, el número de fotogramas por segundo en el cine no estaba regulado, y había muchos más que hoy día. Los espectadores no eran conscientes de los fotogramas extra. En algunos se colocaron la marca de una conocida bebida, pero los espectadores no sabían que esa bebida aparecía constantemente y estimulaba sus cerebros. Luego, a la salida del cine, ya puede imaginar lo que iban a hacer.
Muchos comprarían la bebida. Cuando se descubrió el asunto, fue demonizado. ¡Se estaba manipulando el cerebro! Los investigadores que estudiaban el fenómeno argumentaban que, una vez que se sabe lo que sucede, el deber es comprender los mecanismos, sacar a la luz los principios, para evitar una explotación.
Algunos expertos, como Hans Moravec, vaticinan que los robots serán los descendientes de los humanos y que llegará el tiempo en el que nos sustituyan. Habla con afecto de los robots. ¿Está de acuerdo? No es mi visión. ¿Por qué tienen que ser nuestros descendientes? Lo que sí veo claro es que la cooperación entre robots y seres humanos facilitará muchas tareas, siempre y cuando se respete que la persona es el patrón, y el robot, el que ejecuta las órdenes.
¿Cree que las reglas de la robótica de Asimov son necesarias? A saber, que los robots nunca podrán dañar a los seres humanos bajo ninguna circunstancia. Asimov elaboró esas reglas para los robots autónomos, pero quizá podríamos retomarlas. Cuando hablo de simbiosis, no me refiero al ciborg, a menos que, en un caso extremo, nos veamos obligados a implantar una prótesis en una persona que ha perdido su brazo. Siempre que ese brazo artificial ejecute sus órdenes y no sea un objeto independiente. Si no es así, ¿que sentido tiene?
Hay máquinas que hacen cosas mucho mejor que los humanos. Calcular, o jugar al ajedrez y ganar al campeón del mundo. El primer caso se explica por mera potencia de cálculo. Y en cuanto al ajedrez, ¿qué me dice del placer de jugar aunque se pierda?
Pero hay que tener siempre el control. Exacto.
¿Existe el riesgo de que ese control se pueda perder? Sí, evidentemente. En nuestros proyectos, esta es una de las cuestiones éticas que promovemos, la reflexión de qué hacer para que la persona permanezca siempre al mando de todo. No conozco la solución, pero son reflexiones que tienen que partir de los investigadores, en colaboración con la sociedad, para el día en el que llegue a funcionar totalmente esta tecnología.
Curiosidad y trabajo en equipo
José del Rocío Millán. De su madre aprendió a soñar, confiesa este profesor andaluz al que le encanta el lenguaje corporal y le disgusta el carácter conformista. Los sueños hay que perseguirlos. De su padre, que era tratante de vinos, le vino la curiosidad por lo desconocido, y sus hermanos le enseñaron el valor del trabajo en equipo.
Casado en segundas nupcias y con dos hijos, le gusta leer y es de espíritu montañero. Alaba a sus estudiantes y a su secretaria, o la figura de su colega José Carmena, otro español líder en tecnologías cerebrales invasivas, antes que a gurús de la computación, como Marvin Minsky o John McCarthy. Cuando su pueblo le hizo un homenaje en 2006, dándole su medalla a la investigación, el premio le causó más emoción que los otros galardones que siguieron tras su doctorado en Ciencias de la Computación por la Universidad de Cataluña en 1992, finalista del Premio Europeo Descartes 2001 o investigador líder nombrado por la revista Scientific American en 2004. Ha publicado decenas de artículos de investigación en revistas de prestigio, como IEEE Engineering and Biology Magazine, entre otras.
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