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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Cuento de Cecil Court

Javier Marías

Me ha vuelto a ocurrir. Lo he vuelto a hacer, y esta vez me ha dado rabia. Al fin y al cabo, si no otra cosa, uno espera madurar con los años y dejar atrás las puerilidades. De poco me sirve que el mundo sea cada día más deliberadamente infantil, yo procuro no seguir su paso cuando el paso me parece idiota y un atraso, una regresión al primitivismo. Los lectores memoriosos quizá lo recuerden: hace más de un año, hablé aquí de dos figuras de madera policromada que hay en mi casa, y conté cómo una de ellas -un gaitero escocés- se coló no porque me gustara, sino por no querer yo separarla de su compañera -una especie de edecán hindú, que sí me había hecho mucha gracia-, con la que habría compartido escaparate durante largo tiempo en la vieja tienda madrileña de la que las rescaté. Primero me llevé al edecán, y a las pocas fechas volví por el gaitero, no lograba quitármelo de la cabeza, pensaba en su "soledad" repentina y para él incomprensible. Quizá sean arraigados reflejos de quienes de niños hemos jugado mucho con soldaditos: durante tantos años hemos atribuido emociones y sentimientos a las figuras que nos cuesta desprendernos de esa superstición. Vaya en mi descargo que tres de los más grandes escritores, Conrad, Faulkner y Proust, poco menos que han hecho "hablar" en sus libros a los barcos, a los muebles y a las ropas colgadas de los armarios, respectivamente. Tal vez no sea tan descabellado imaginar que los objetos inanimados tienen algo de vida. Lo que es seguro es que tienen su historia, aunque ellos no la conozcan.

"Tal vez no sea tan descabellado imaginar que los objetos inanimados tienen algo de vida"

Al relatar ahora mi nuevo desliz me expongo a no escasas burlas y proporciono munición a los detractores, eso que le preocupa que haga a mi amigo y colega Pérez-Reverte, más experto en blindajes. Bueno. Paseaba hace unas semanas por Cecil Court, en Londres, callejón de las librerías de viejo. Acabé por no entrar en ninguna, pero sí en una tienda de antigüedades modestas llamada Sullivan. Allí vi una figurita, una estatuilla de bronce (13 cms. de altura) que me divirtió sobremanera: un señorín muy trajeado, con levita, chaleco, pechera almidonada y pajarita, en una mano un bastoncillo y en la otra una chistera plegada. Su postura y su gesto tenían algo del dandy y algo del petimetre, un personaje optimista e inofensivo. Su pelo y su bigote me llevaron a acordarme de otro amigo, Eduardo Mendoza (sólo eso, el novelista nada tiene de petimetre); también de Conan Doyle, de uno de cuyos relatos bien podría haber salido, aunque tampoco habría desentonado en el Pickwick de Dickens. Un individuo de finales del XIX o principios del XX. A su lado, sin duda formando pareja -los mismos material, altura y estilo "escultórico"-, una bailarina, lo cual me hizo dudar de si la chistera plegada sería tal o un platillo para recoger monedas, y si no serían ambos, por tanto, gente de la farándula más o menos callejera. El señor Sullivan me confirmó que iban juntos, "pero no me importa venderlos por separado", añadió, "si sólo le interesa el caballero". En efecto, así como éste me cautivó al instante, la bailarina, como en su día el gaitero, era mucho más convencional y algo cursi (esos tutús las condenan siempre, hasta en los cuadros de Degas, en la vida real no digamos). El precio era barato para lo bien hechas que están las figuritas, una cantidad por las dos, la mitad por una suelta. Esta vez decidí no dejarme llevar por absurdos sentimentalismos. Sólo me gustaba el señorín, sólo él me compraría. El señor Sullivan me lo envolvió bien, para que no se le rompiera el delicado bastón durante el viaje. Lo metí entre la ropa para protegerlo más, y aquí está ahora en Madrid, junto a tres estatuillas más, una del mismísimo Conan Doyle, mucho más grande (32 cms.), y dos bustos, uno de su criatura Sherlock Holmes y otro de Laurence Sterne de joven, el autor de Tristram Shandy, novela que traduje hace ya más de treinta años.

Ya he dicho que esta vez me ha dado rabia. "Qué estúpido", me decía cada vez que -ya lo adivinan- se me cruzaba el pensamiento por la cabeza. "¿Cómo puedo seguir siendo tan pipiolo y tan bobo, a mis años? Así no voy a llegar a ninguna parte. Se nos enseña que en la vida hay que ser duro, y si no soy capaz de serlo ni con los objetos inanimados, aviado voy, a cualquiera le pongo muy fácil tomarme el pelo". Esto último no es grave, ya que uno de mis lemas, de hecho, como he contado en alguna ocasión, es "A veces un caballero debe dejarse engañar", esto es, a sabiendas, y en el supuesto optimista de que yo sea un caballero. No me ayudó tampoco una amiga, que al ver al señorín y escuchar mi relato, se apiadó de inmediato de la bailarina abandonada. "Seguramente han estado siempre juntos", me dijo, "desde que los hicieron. Si quieres yo misma te hago la gestión". (Otro día hablaré de las amigas de buen corazón, que no contribuyen precisamente a que yo madure.) No hizo falta. El teléfono del señor Sullivan figuraba en su tarjeta. Lo llamé al lunes siguiente, le pedí que me enviara a la bailarina. Debe de estar ya en camino, preguntándose -es un decir, ya me entienden- hacia dónde viaja, por qué la obligan a atravesar el Canal, a salir de su vieja isla. Quizá no sospeche, todavía, que va a reencontrarse con su señorín de bastoncillo y chistera, al que seguramente creía haber perdido para siempre. Espero que no me la extravíe el correo. A estas alturas, tras tanta puerilidad, la verdad es que no me lo perdonaría.

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