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Reportaje:

La estrategia de la muerte

Jorge M. Reverte

l 1 de abril de 1939, el general Franco anunciaba el fin de la guerra que él mismo comenzara, junto con otros militares, en julio de 1936. El comunicado victorioso no significaba la llegada de la paz. A la sangría provocada por tres años de enfrentamiento armado le iban a seguir decenas de miles de fusilamientos decididos por tribunales militares, sin garantías para los procesados. La Guerra Civil comenzó como un golpe de Estado, se convirtió después en la confrontación de dos grandes ejércitos y acabó con una amplia matanza.

Todo empezó cuando una fracción, la principal, de la oficialidad del ejército español se puso de acuerdo para dar un golpe que acabara con el Estado democrático presidido por Manuel Azaña.

Durante los dos primeros meses del conflicto no había una dirección clara de guerra en ninguno de los dos lados
Por toda españa se extendía una fiebre homicida. A un lado se mataba a curasy monjas; al otro, a maestros y poetas

Aquella acción militar que pensaban completar los conjurados en pocas semanas mediante una limpia que costaría unas decenas de miles de muertos fracasó en sus inicios. Y ello provocó una cierta desorganización en las filas golpistas, que componían una temporal alianza de territorios. Muerto su jefe natural, el general Sanjurjo, en los primeros momentos, el general Emilio Mola quedó como rey del norte, mientras Gonzalo Queipo de Llano lo era del sur. Un tercer general, Francisco Franco, reinaba sobre las fuerzas africanas asentadas en Ceuta y Melilla y el resto de protectorado marroquí. Y eso afectó a la manera en que pusieron en práctica su primera andadura militar.

Mientras Queipo de Llano se dedicaba a pacificar su territorio con técnicas policiales, Mola y Franco coincidían en que la principal línea estratégica de su plan era la conquista de Madrid. Cada uno la emprendió a su modo: Franco, desde el sur, hizo caso omiso de los planes previos y eludió Despeñaperros para acercarse a la capital con sus columnas africanas vía Badajoz. Mola, que entendió muy pronto la débil estructura de la resistencia republicana en el norte, debido a la indecisión de los nacionalistas vascos sobre su papel en el conflicto, aprovechó esa circunstancia para lograr una de las más importantes victorias estratégicas de los rebeldes en toda la guerra: el aislamiento del norte republicano de la frontera francesa. Lo hizo con poco esfuerzo. Pero, al mismo tiempo, echó sus milicias de requetés y sus soldados de guarnición sobre Madrid. En la sierra norte le pararon las milicias antifascistas. A Franco, no, porque su ejército era el único preparado para hacer una guerra, por mucho que el estilo de la misma fuera primitivo, propio de un conflicto colonial. En lugares como Galicia y Asturias, los rebeldes ultimaron planes locales conectados poco a poco con los más importantes contingentes de Mola en Castilla y León, Aragón y Navarra.

En el bando leal, la desorganización que siguió al fracaso del golpe fue mayor aún. El ejército desapareció en pocos días, y un aluvión de milicias multicolores se echó a los caminos sin que hubiera una planificación militar del esfuerzo. En las primeras semanas, los más combativos militantes que se habían presentado voluntarios para acabar con la rebelión perecieron por centenares al paso de legionarios y regulares, que se los quitaban de en medio utilizando tácticas de envolvimiento y un armamento poco sofisticado. Los profesionales del ejército que habían permanecido leales a la República fueron sistemáticamente desobedecidos, juzgados muchas veces por asambleas de soldados y, en algunos casos, fusilados sobre el terreno si los hombres a su mando consideraban que no habían cumplido con sus obligaciones de manera eficaz, o sea, si decidían que se trataba de traidores. En cada zona se producía un fenómeno de resistencia diferente según las circunstancias políticas locales: los milicianos catalanes de la CNT, que habían desdeñado hacerse con la dirección política de Cataluña, luchaban por su cuenta con la intención de hacer la revolución en su tierra y exportarla a Aragón; los comunistas montaban sus unidades pensando en la defensa de la República del Frente Popular. Los socialistas, igual, aunque con una menor eficacia.

Durante los dos primeros meses del conflicto, no había una dirección clara de guerra en ninguno de los dos lados. Ni siquiera en el lado rebelde, donde los generales pactaban en función de su fuerza y sus logros. Franco, que fue muy pronto reconocido como el más eficaz, logró imponerse, ganándole por la mano a Mola la autoridad que le daba su casi impune avance sobre Madrid. Con eso y con la baza del apoyo de Hitler y Mussolini.

El general rebelde Franco fue el primero en conseguir la unidad de acción. Su decisión política de liberar el alcázar de Toledo contribuyó al retraso de la toma de Madrid, pero le aseguró la dirección indiscutible de su movimiento. El día 1 de octubre fue nombrado jefe del gobierno del Estado que se construiría cuando el golpe triunfara.

Poco después de esas fechas, el socialista Francisco Largo Caballero conseguía lo que había parecido imposible hasta el momento: construir un gobierno de Frente Popular en el que estaban representadas casi todas las fuerzas políticas y sindicales defensoras de la República. Una de las primeras, si no la primera, tareas de ese gobierno fue la de poner en marcha una nueva estructura militar que fuera capaz de defender al régimen legal. El tiempo perdido hizo a Largo y su gobierno considerar que Madrid no se podía defender, porque no había tiempo para poner en marcha con eficacia las nuevas unidades encuadradas en brigadas mixtas que se formaban en Levante y La Mancha, y esperaban la llegada del armamento proporcionado por la Unión Soviética.

Anarquistas y comunistas aceptaron, de mejor o peor grado, en el Consejo de Ministros la decisión de Largo: Madrid se quedaría con una Junta de Defensa presidida por el general Miaja, y las líneas de defensa eficaces se situarían en las orillas del Tajo.

Sin embargo, cuando la batalla de Madrid comenzó, se produjo en el seno de la República la primera desobediencia trascendente: con el apoyo de los soviéticos, los comunistas decidieron que había que defender Madrid, pese a las órdenes de Largo Caballero. La primera brigada mixta con alguna capacidad operativa, la mandada por Enrique Líster, apareció en el sur de la ciudad el día antes de que se iniciara el asalto. Las brigadas internacionales lo hicieron dos días después. Largo tuvo que tragarse el quebrantamiento de su autoridad. Los anarquistas reaccionaron moviendo sus unidades, el ejército de Cipriano Mera, que estaba en La Mancha y Guadalajara, y la columna Durruti, traída del frente de Aragón en una iniciativa en la que no participó el gobierno, para disputar la hegemonía militar a los comunistas en el frente de la capital. El general Sebastián Pozas, y su directo subordinado el coronel Segismundo Casado, al cargo de la zona central, tuvieron que soportar la humillación de ver cómo Madrid se defendía, y atenerse a las nuevas circunstancias.

En Madrid se dio el último combate de la fase del golpe. Fue una batalla repleta de imágenes épicas, de heroísmo y de condensación de la lucha universal entre el fascismo y el antifascismo. Pero siguió siendo una batalla dominada por las características más primitivas. El uso de la aviación y de los carros de combate tuvo una relevancia limitada al lado de las ametralladoras, la artillería y los asaltos de la infantería a cuerpo limpio. Mientras los combatientes hacían frente a los mercenarios moros y legionarios, hombres disfrazados como el ejército de Pancho Villa asesinaban a derechistas, sin juicio. Por toda España, una fiebre homicida se extendía. A un lado se mataba a curas y monjas, a tenderos y militares retirados, porque había desaparecido el Estado democrático; al otro, a jornaleros, a maestros, a militares leales y a poetas, porque los alzados querían construir un nuevo Estado nacionalcatólico.

El fracaso del asalto franquista a Madrid fue seguido por la primera batalla de cierta entidad en campo abierto: la del Jarama. En esa ocasión, Franco pudo mover ya unidades encuadradas en divisiones y utilizar masas apreciables de artillería. Su autoridad militar era en aquellos momentos indiscutible. La República pudo contestar a la ofensiva con sus nuevas brigadas, aunque todavía faltas de entrenamiento y suficiente material bélico. Mejor resultado obtuvo de las remesas de cazas soviéticos que equilibraron la balanza en el aire, que había sido favorable desde el principio, gracias a las ayudas alemana e italiana, a los rebeldes. Los carros rusos, aunque mal utilizados por falta de experiencia de los mandos, tuvieron un papel importante en el desenlace. Un papel que fue rebajado por la eficacia de las armas anticarro alemanas.

Aquella batalla acabó en empate. Fue una sangría y dejó a los dos ejércitos exhaustos.

La siguiente cita fue en Guadalajara. Una batalla en la que el CTV, el cuerpo expedicionario italiano, recibió un severo correctivo. Sus 40.000 hombres bien armados, alimentados y vestidos no fueron capaces de quebrar las líneas republicanas. Y hay indicios para pensar que Franco no lamentó que la derrota se produjera. Los militares italianos tenían instrucciones políticas muy explícitas de hacer la guerra por su cuenta, es decir, de ganarla para el Duce. Desde que desembarcaron, sin pedir permiso a sus aliados, en Cádiz durante el mes de diciembre, Franco no había podido imponer su autoridad sobre un ejército que le era imprescindible para lograr la victoria, pero podía, en cualquier momento, si alcanzaba la hegemonía en su bando, imponerle condiciones muy serias sobre el futuro político de España. La acción de Guadalajara tenía por objeto tomar Madrid y apuntarse un tanto propagandístico de primera categoría. En los cuarteles generales franquistas se llegó a brindar por el resultado que había humillado al aliado fascista. En los republicanos se brindaba por la eficacia de un hombre que había sido decisivo para salvar Madrid y, ahora, había derrotado al enemigo en campo abierto, el coronel Vicente Rojo.

Establecida su autoridad, Franco no volvió a sufrir ningún contratiempo que pusiera en cuestión el carácter único de su mando, aunque tuviera que imponer por la fuerza su visión de las cosas en la crisis que provocó entre los carlistas y los falangistas para conseguir la necesaria unidad política, el partido único y el Estado nuevo que Ramón Serrano Súñer diseñó a su medida. En la primavera de 1937, Franco era ya dueño y señor político de los territorios en su poder. La autonomía de la Legión Cóndor alemana no amenazaba su dirección, porque tan sólo afectaba al modo de utilizar las unidades en el combate.

Fue a partir de entonces cuando pudo ejercer con toda la fuerza su autoridad militar. Y decidió acabar con el frente norte. Hasta allí desplazó la mayoría de las unidades italianas y los efectivos artilleros y aéreos alemanes, y emprendió una áspera batalla que le permitió hacerse, semana tras semana, de forma lenta y progresiva, con todo el territorio cantábrico en manos de la República.

Este cambio de rumbo fue decisivo, aunque supusiera dejar de lado el primer objetivo: Madrid. Si hubiera tomado la capital, su popularidad se habría desbordado. Pero su Estado Mayor consideraba la empresa casi imposible.

Es discutible que la decisión fuera errónea, pero desde el punto de vista militar, y contando con la posibilidad de que la política inglesa de No Intervención pudiera cambiar, la liquidación del frente del norte tenía muchas ventajas para su bando: con su conquista, pasaría a controlar las zonas mineras y la industria pesada, y le permitiría agrupar sus fuerzas en una sola zona, sin tener a la espalda un ejército de 100.000 hombres, procedentes casi todos ellos de zonas proletarias con un alto nivel de conciencia. Aunque el duque de Alba y sus demás agentes le transmitían desde Londres, París y Roma garantías de lo contrario, no era descartable que pudiera haber alteraciones en los equilibrios políticos internacionales. Y si la política inglesa variaba, y Franco no tenía poder para influir en ella, el bloqueo de los puertos cantábricos podría romperse. En la primavera de 1937, Franco ya sabía, además, por sus privilegiados contactos con el Vaticano, que los nacionalistas vascos había intentado la mediación del Papa para conseguir un cese de hostilidades, sin contar con el gobierno ni con las otras fuerzas asentadas en el territorio controlado por la República.

¿Controlado por la República? Para entonces, el gobierno de Largo Caballero podía presumir de poco más que de controlar la región central, parte de Andalucía y el Levante. Cataluña seguía presidida por un gobierno fantasma que no gobernaba más que cuando le dejaba la CNT, y el País Vasco, Santander y Asturias se regían por gobiernos que no habían sido legitimados en las urnas y se afirmaban en fórmulas de taifa sin llegar a reconocer jamás del todo la autoridad del gobierno legal. La España republicana sólo tenía autoridad en el centro y Levante.

Para recuperarla, se produjo la intervención en Barcelona en mayo de 1937, después de que las unidades libertarias, por un lado, y los comunistas y nacionalistas catalanes, por otro, se enfrentaran durante una sangrienta semana que dejó cientos de muertos en las calles y la moral de la retaguardia catalana por los suelos.

Tras la crisis del desastroso gobierno de Largo Caballero, Manuel Azaña nombró a Juan Negrín presidente del Consejo de Ministros, y a Indalecio Prieto, ministro de Defensa. Ambos decidieron entregar al coronel Vicente Rojo la responsabilidad de las operaciones militares.

Rojo, acreditado como el mejor militar republicano, emprendió una nueva organización de su ejército en torno a una idea central, la creación de un ejército de maniobra que fuera capaz de moverse disciplinadamente en acciones de gran envergadura que necesitaban de conocimientos técnicos y de un gran entrenamiento. Para mover grandes masas de hombres, no bastaba el valor miliciano. Y elaboró un plan de guerra que estaba marcado por la idea de conseguir victorias decisivas.

El ejército de maniobra se creó en torno a las brigadas internacionales y a las unidades nacidas del V Regimiento, el germen del ejército comunista. Rojo no sentía ninguna simpatía personal ni ideológica por los comunistas, pero se había bregado con ellos en el asedio de Madrid y confiaba en su disciplina y lealtad en el combate.

Esa elección creó algunas suspicacias entre otros mandos republicanos. No sólo entre los mandos. Las unidades donde se encuadraban los militantes socialistas y republicanos, por no hablar de los anarquistas, sentirían durante la guerra una hostilidad creciente hacia los hombres procedentes del V Regimiento.

La primera prueba de importancia para el germen del ejército de maniobra fue la batalla de Brunete, concebida por Rojo con dos objetivos de muy distinto alcance: el primero de ellos, el más limitado, distraer las tropas que iban consiguiendo, de forma lenta pero sistemática, rendir la resistencia en el norte. Indalecio Prieto consideraba que, además de la riqueza industrial que se concentraba, allí estaban los mejores luchadores republicanos, los mineros asturianos y los concienciados trabajadores industriales vascos de militancia anarquista, socialista y comunista.

El segundo de los objetivos de Rojo tenía gran alcance: cortar las líneas de abastecimiento del ejército franquista y aislar a los contingentes que asediaban Madrid en una gran bolsa que pudiera ser aniquilada.

Su aspiración era ambiciosa. Se trataba de dar una batalla decisiva que cambiara el rumbo de la guerra a favor de la República. En su optimista concepción, el plan tenía muchos elementos razonables: a mediados de 1937, la República no estaba en una gran inferioridad material frente a sus enemigos, porque los suministros soviéticos de armas habían aportado cuantioso material, y de muy buena calidad en lo que se refería a aviones de caza y carros de combate.

Brunete fue un fracaso. Acabó sin que ninguno de los dos bandos pudiera adjudicarse una victoria terminante, pero las unidades republicanas perdieron 25.000 de sus mejores hombres por 10.000 de las franquistas. Cuando los combates se extinguieron, Franco, que hubo de mover una parte de sus efectivos del norte para atender el combate, los reintegró a su lugar de origen y estabilizó los frentes en el centro.

¿Qué había fallado? El propio ejército. Las divisiones de choque habían estado mandadas por hombres sobrados de carisma y de valor, pero faltos de instrucción militar. Modesto, Líster o Tagüeña habían llegado a mandar grandes unidades porque habían formado parte de las primeras riadas de voluntarios que cubrieron el colapso del ejército republicano. Alguno de ellos había realizado con aprovechamiento cursos de suboficial en la academia Frunze, en la URSS, pero ninguno conocía las más difíciles tareas de la batalla, cómo mover las unidades, cómo organizar los abastecimientos, cómo desplegar las piezas de artillería, cómo tomar decisiones arriesgadas cuando se topaban con el éxito. Alguno de ellos, como el jefe de la división 46, el campesino, ni siquiera sabía leer un mapa.

En agosto de 1937, en la batalla de Brunete, se extinguieron muchas de las posibilidades de la República de ganar la guerra.

Eso no significaba que Franco la tuviera ya ganada, porque enfrente tenía un enemigo vigoroso. Tampoco significaba que quisiera hacerla durar para ir limpiando bien la retaguardia de los territorios conquistados. No es suficiente reconocer el carácter despiadado del caudillo para probar que sus decisiones estuvieron siempre encaminadas a ganar la guerra. Cuanto antes, porque no podía tener la seguridad de que la situación internacional le fuera siempre favorable, por mucho que el Comité de No Intervención jugara a su favor.

El año 1937 se cumplió el peor de los augurios para la República. Los nuevos intentos de Rojo, como el de Belchite, fracasaron, y el frente norte se desplomó de la peor de las maneras: los batallones del PNV se encargaron de que la industria pesada vizcaína cayera intacta en manos de Franco. Esos mismos batallones se rindieron en Santoña a través de una negociación realizada a espaldas del gobierno de Negrín. La República perdió un ejército de unos 100.000 hombres, y Franco ganó capacidad de movimiento para los 100.000 que tenía empeñados allí.

Franco diseñó entonces un nuevo plan de asalto contra Madrid, la ciudad que consideraba traidora y que seguía concibiendo como el alma de la resistencia republicana. El plan de ese ataque consistía en arremeter desde el noreste, desde Guadalajara, con toda la enorme masa de maniobra que había liberado desde la caída de los últimos reductos asturianos.

El Estado Mayor republicano intuyó esa maniobra, y Vicente Rojo, de acuerdo con el jefe del Gobierno, Juan Negrín, desarrolló un plan de gran estilo que fuera capaz de frustrarla y, además, le permitiera recuperar la iniciativa militar.

Entre finales de diciembre de 1937 y principios de 1938, de nuevo el ejército de maniobra se responsabilizó de la acción, y atacó Teruel. Lo hizo con gran eficacia en una primera fase. Fue una victoria militar y moral, porque Teruel se convertía en la primera capital de provincia que la República ganaba en toda la guerra. Pero las unidades rebeldes no sufrieron un castigo sensible. La República ganó territorio y moral. Nada más.

Aquella derrota, que era limitada, le planteó a Franco la necesidad de optar entre dos posibilidades. La primera, estabilizar el frente y continuar con sus planes de ataque sobre Madrid; la segunda, reaccionar y recuperar el terreno perdido. Se decidió por la segunda.

Si Franco hubiera optado por insistir en su asalto sobre Madrid en aquel momento, se habría encontrado con un ejército republicano en la región central que todavía contaba con unidades muy aguerridas para la guerra defensiva, que había continuado con la instrucción de sus soldados y que no se había desgastado desde la batalla de Brunete. Ésas eran las mismas condiciones con las que había tenido que contar al hacer sus planes sobre Madrid previos a la pérdida de Teruel. Pero, tras ese descalabro, el ejército de maniobra republicano quedaba en mejor situación para haber violentado su retaguardia.

Su plan resultó ser más ambicioso de lo previsto: recuperó terreno en torno a Teruel, y desde ese momento, aprovechando la excelente situación de aprovisionamiento de material alemán e italiano y su gran ventaja en unidades capaces de maniobrar, se lanzó hacia la costa y consiguió partir la zona enemiga en dos, dejando de paso maltrecho al ejército que se le opuso. Sus tropas llegaron a Vinaroz y tomaron una parte de Cataluña. El coronel Yagüe se apoderó de Lérida, afirmándose en una excelente plataforma para atacar por las estribaciones del Pirineo. La decisión, vistos los resultados, fue excelente. Cabe discutir si la alternativa habría sido mejor, pero resulta dudoso viendo los resultados.

Los generales de Franco vieron la guerra prácticamente ganada a partir de ese momento. Pero Franco, no. Desde su Estado Mayor se le urgió con una hasta entonces no vista insistencia en que atacara por el norte de Cataluña para acabar con la resistencia en la zona más industrializada de la República y aislar del todo a ésta de Francia, acabando así de una vez con el contrabando de armas cuando la frontera estaba cerrada o con el paso masivo de suministros cuando se abría.

Franco desechó la opción. Una nueva decisión discutible. Pero que tenía sus razones, sus poderosas razones, para tomar: en marzo de 1938 hubo varias reuniones del Estado Mayor del ejército francés para valorar la necesidad o no de entrar en la guerra de España. Los contingentes italianos y alemanes que acompañaban a Franco provocaban en Francia una racional desconfianza. La política de apaciguamiento de Hitler impuesta a los franceses por el Gobierno británico no tranquilizaba ni a sus políticos ni a sus militares sobre el peligro de una nueva guerra europea. Y la posible llegada de tropas alemanas e italianas a la frontera se veía desde París como un riesgo serio.

Franco supo de esas reuniones. Y, aunque conoció su resultado, favorable a sus intereses, liquidó la opción de continuar la guerra en las inmediaciones de la frontera francesa para no dar el menor motivo a Francia para una intervención que habría sido catastrófica para su causa.

Fue una decisión, de nuevo, con un marcado carácter político, que le obligó a replantearse la recurrente decisión de atacar Madrid o continuar la guerra por otros caminos. Y escogió arrojarse sobre Valencia para rendir a la capital por falta de suministros alimenticios y bélicos.

Esa ofensiva terminó con un fracaso rotundo. Fue una batalla que ganó el ejército republicano del Centro, dejando a las unidades mandadas por García Valiño en unas posiciones desde las que podían contemplar Sagunto, pero que no podían avanzar. El 24 de julio, el general Matallana, amigo de Rojo y uno de los mejores militares de Estado Mayor del bando republicano, había conseguido la más valiosa victoria para sus armas de toda la guerra.

Al día siguiente, Rojo ordenó, con el plácet de Negrín, que sus tropas del ejército de maniobra pasaran el Ebro. De nuevo, en su concepción, había dos posibles objetivos. El de corto alcance consistía en distraer la ofensiva franquista contra Valencia, lo que ya era innecesario. El de largo, romper la comunicación entre los ejércitos del norte y de Levante. Un plan que era, dada la fuerza disponible, auténticamente ilusorio.

Los dos primeros meses de enfrentamiento sólo sirvieron para contar muertos y despilfarrar municiones. Franco hizo su famoso comentario: No me comprenden. Tengo a lo mejor del ejército rojo acorralado en 35 kilómetros. Su intención era muy clara: exterminarlo, al coste que fuera. De nuevo, una opción discutible. Pero no más discutible que la de su adversario. ¿Por qué se obstinó el mando republicano en mantener ese combate de exterminio? Podría haberse decidido la retirada al otro lado del río y evitar el desgaste de ese ejército. No se hizo.

Los dos ejércitos se desgastaban de forma brutal. Pero a quien más le convenía eso era a los rebeldes, que bombardeaban a placer las posiciones republicanas amparados en una abrumadora superioridad aérea y artillera. Negrín y Rojo, sin embargo, no ordenaron que se repasara el río para preservar a su mejor ejército. Y el jefe del Estado Mayor republicano hacía llamadas infructuosas para que pusiera en marcha desde Valencia una ofensiva que distrajera al enemigo. El general Matallana lo intentó, pero con escaso impulso y ninguna posibilidad de éxito. No tenía capacidad para actuar a la ofensiva.

En septiembre de 1938 se firmó el compromiso de Múnich, por el que Francia e Inglaterra daban vía libre a Alemania para anexionarse una parte de Checoslovaquia. La República podía dar ya por enterradas sus posibilidades de mejorar las circunstancias políticas internacionales. Ya sólo había dos políticas posibles: la de ganar tiempo hasta que estallara la guerra europea o la de intentar una negociación, amparada por las potencias europeas, para buscar una paz que tuviera el menor coste humano posible. El presidente Manuel Azaña sólo veía factible una solución así, frente a la preconizada por Negrín, apoyado por su jefe de Estado Mayor, Vicente Rojo, de resistir para forzar al enemigo a negociar. Ninguna de las opciones se podría poner a prueba ante la obstinación de Franco.

En Múnich se acabó la historia militar de la Guerra Civil. Aunque no las historias que implicaban a los militares. Las diferencias, las suspicacias, los rencores, habían crecido tanto en el bando republicano que la derrota anunciada no podía sino ampliarlas. La negociación era imposible, con un Franco crecido gracias al apoyo nazi-fascista. La resistencia a toda costa que pregonaban los comunistas y el gobierno de Negrín tampoco podía prolongarse, porque el ejército de maniobra se había quedado exhausto en las tierras del Ebro después de haber aceptado un pulso inútil siguiendo la estrategia de conseguir victorias decisivas.

Y el ejército del centro, mandado por Miaja, se había dividido, en consonancia con la descomposición política de las disgregadas y desalentadas fuerzas republicanas, y se preparaba para la definitiva confrontación interna. La batalla de Cataluña no fue sino el último capítulo de una derrota militar inevitable. Y el golpe de Estado de Julián Besteiro y Segismundo Casado contra el gobierno de Negrín, su más bochornoso acto. Ambos intentaron en vano negociar con Franco una paz entre militares, sin represalias.

Franco jugó sus cartas sin hacer ninguna demostración de genio militar, pero sabiendo siempre qué respuesta debía dar a las distintas situaciones políticas en las que se debía mover. La República, defendida de forma muy desigual por las distintas formaciones políticas, pagó su desfavorable posición internacional y las graves desafecciones internas. Pero también sus errores en el terreno militar.

La guerra había durado tres años porque millares de hombres leales a la República habían combatido contra un enemigo muy superior. Centenares de miles de españoles tuvieron que abandonar su país. Muchas decenas de miles que no lo consiguieron sufrieron la cruel venganza de Franco, apoyado por una Iglesia que le había regalado el nombre de cruzada para su guerra y un lema muy explícito: España será católica o no será. Rendido el ejército republicano, ¿había algo que le impidiera a Franco proseguir la matanza?

El arte de matar (RBA), de Jorge M. Reverte,sale a la venta esta próxima semana.

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