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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Biro y su icono

El bolígrafo nos acompaña legalmente desde hace 70 años. Lo inventó un periodista harto de su pluma 'estilográfica'

Manuel Rodríguez Rivero

Todos tenemos al menos uno, olvidado en un cajón de casa o de la oficina. No lo ocultamos, pero nos lo quitamos de en medio. No es precisamente un símbolo de estatus, ni tampoco un ejemplo de lo que Veblen llamaba consumo conspicuo. Es tan barato (20 céntimos cada uno, 17 si se adquieren en cajas de 50), y lo damos tan por supuesto, que olvidamos que cada día se venden millones de unidades. Forma parte de nuestra vida con esa desarmante cotidianidad con que lo hacen los objetos evidentes, como la cuchara o el cepillo de dientes. Y, como hacemos con ellos, también lo usamos para funciones para las que no fue pensado: para morder, por ejemplo, si nos ataca el mono nicotínico. Para revolver el aguachirle cafetero de la máquina, si se han olvidado de reponer las cucharillas de plástico. O como cerbatana con proyectiles de arroz, como en las guerras de los recreos del cole. No nos importa perderlo o que nos lo roben: como una de sus principales cualidades es la de ser desechable, seguro que alguien se habrá dejado otro en algún sitio. Está a mano, simplemente. Y, desde luego, también lo usamos para escribir durante dos kilómetros seguidos de tinta: aproximadamente media novela, por ejemplo, como cuando Millás usaba un bic para componer aquellas primeras narraciones deslumbrantes tagaroteadas en cuadernos atiborrados de letra muy pequeña.

El bolígrafo o, como fue llamado en su prehistoria, el esferógrafo, nos acompaña legalmente desde hace 70 años. Lo inventó el periodista (entre otras cosas: también fue pintor surrealista) Laszlo Biro, harto de que su pluma estilográfica (o fuente) dejara un reguero de manchas sobre el papel en el que garabateaba sus notas urgentes. Lo que él necesitaba era algo de lo que fluyera tinta que secara tan rápido como la de la rotativa de su periódico. Con su hermano Georg, un químico, diseñó el primer bolígrafo de la historia a partir de una pieza clave: una diminuta bola de metal que, dispuesta al final del tubo que contenía el pigmento, recogía al rodar sólo una pequeña cantidad y la depositaba suave y uniformemente sobre el papel mientras surgía la escritura.

En 1938 consiguió la patente inglesa. Luego, mientras la Hungría de Horthy se nazificaba, huyó a Argentina, donde obtuvo otra patente para su invento -que allí todavía llaman birome: la "me" corresponde al apellido de su socio, Meyne- y donde se conmemora la fecha de su onomástica como Día del Inventor. La primera inversión masiva en biros (que es como se le designa coloquialmente en Gran Bretaña) la realizó la RAF, que necesitaba para sus tripulaciones una pluma que no chorreara tinta en las alturas.

En 1950 Biro vendió su patente a Marcel Bich, un empresario francés fascinado por el esferógrafo. Como se dio cuenta de su potencial de objeto de consumo globalizable, lo primero que hizo fue quitarle la "h" a su marca de fábrica (Bich sonaba en inglés muy próximo a bitch, perra, puta). Él fue quien comercializó el bolígrafo por excelencia, esa obra maestra que es el modelo Cristal: un tubo hexagonal (para que no rule en la mesa) de poliestireno transparente (para que se vea la tinta) terminado en la célebre bola rodante, que ahora es de carbono de tungsteno. Y rematado con un capuchón de polipropileno con un orificio para la ventilación (y menos peligroso si se traga accidentalmente). Ése es el boli al que el Gobierno francés, tan puntilloso en cuestiones de papelería, concedió permiso oficial para ser usado en la enseñanza pública desde los años sesenta. Y el mismo que puede verse en una vitrina de honor en el departamento de diseño del MOMA de Nueva York, consagrado ya como uno de los iconos más característicos del siglo XX. Setenta años después de que fuera patentado, concedámosle un pensamiento antes de perderlo de nuevo.

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