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De Nueva Cork a la Luna

Recién llegado de Nueva York, donde ha pasado dos años al frente del Instituto Cervantes, el escritor Antonio Muñoz Molina habla del mundo que inspiró su nueva novela, 'El viento de la Luna', una vuelta al verano de 1969, cuando tenía 13 años y vivía en Úbeda. Por Juan Cruz. Fotografía de Silvia Varela

Juan Cruz

Cuando era un adolescente, en Úbeda (Jaén), donde nació, Antonio Muñoz Molina asoció el mundo exterior a la Luna, que entonces estaba siendo pisada por primera vez (y última, de momento) por astronautas norteamericanos que dejaron allí sus huellas como si fueran las huellas del mundo. El contraste de aquel viaje con la vida quieta de una ciudad de provincias es la base del libro que va a publicar ahora.

Aquel verano de 1969 estaba anidando en él una pasión literaria que no ha cesado ni un momento y que él identifica con la "pura alegría" de escribir.

En la novela El viento de la Luna, que sale a la venta estos días, se juntan su asombro por lo que estaba sucediendo en el universo al que miraba y esa pasión por las palabras como único modo de entender el mundo. Y de contar lo que pasaba en su entorno, en su familia, en la calle, en el televisor que entonces se iba descubriendo, en la radio, en los sonidos persistentes, simbólicos, de la vida que lo iba viendo crecer.

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Gran parte de su obra literaria, desde Beatus ille hasta esta novela, pasando, sobre todo, por El jinete polaco, gravita sobre su biografía. Hablando con él se percibe que aquella pura alegría de leer y de escribir sigue marcando su modo de referirse a la vida y a la literatura. Esa manera de referirse al mundo nació precisamente cuando nace El viento de la Luna, así que Antonio Muñoz Molina, que tenía entonces 13 años, y que ya tiene 50, lo evoca como el momento en que se hizo patente una vocación que es también su forma de ser.

Esta conversación tuvo lugar en Madrid el día exacto en que volvió de Nueva York, tras una experiencia de dos años al frente del Instituto Cervantes. Un viaje, pues, de Nueva York a la Luna.

¿Cuándo nació el libro?

Yo tenía el proyecto de este libro desde hace mucho tiempo. Tenía que ver con aquel verano, con el viaje a la Luna… Un día estaba en Nueva York, en el Museo de Historia Natural, y vi allí una exposición de fotos de la Luna… Ahí tuve la idea de la novela. Crucé el parque pensando en eso, y se me ocurrió algo que me parece importante para concebir el libro: que la historia tuviera lugar exactamente desde el momento en que despega el trasbordador espacial hasta que el módulo lunar va hacia su objetivo. Eso le daría, pensé, una concreción muy grande a la historia. En algún momento me pregunté si esto iba a alguna parte, pero seguí, y realmente lo que sí hubo fue un trabajo muy intenso de reescritura, de corrección…

Una novela que surge en Nueva York, en las antípodas de aquel pueblo…

Yo creo que cuando vives mucho tiempo fuera cambia la relación con el pasado, el pasado queda muy atrás, se queda en un espacio completamente distinto de tu vida real… Cuando estás en España, en tu mundo, al fin y al cabo hay una conexión cotidiana con ese mundo, desde el idioma hasta la respiración. Aunque estés en Madrid, no importa, estás cerca. Pero cuando vives lejos, dentro de otro idioma, en otro mundo tan distinto, el pasado cobra de repente una claridad mucho mayor. Lo ves desde fuera, como un mundo aparte… La distancia temporal y espacial se vuelve muy grande, y el pasado se hace muy cerrado y muy preciso a la vez. Esa distancia sirvió, paradójicamente, para que esos elementos sobre los que había trabajado se hicieran más precisos.

Ese contraste es tremendo. Está en Nueva York, escribiendo de un mundo, el de los años 50 y 60, que era en muchos sitios de España igual: sin ducha ni agua caliente en las casas, ni siquiera se podía mantener la intimidad en las familias… Y, como contraste, el primer viaje a la Luna.

Porque el contraste entre aquel mundo y el mundo más desarrollado también era el contraste con la clase social… Uno sentía ese contraste cuando salía de su casa e iba a la de otra persona que sí tenía ducha o cualquier otro adelanto. Y de pronto cobrabas conciencia de lo que eran las clases sociales; tú vivías en tu mundo, un mundo pobre, pero con una estructura social y muy fuerte, y sin miseria. La pobreza moderna está asociada a una falta total de estructura familiar y social, y aquella pobreza preservaba una estructura muy firme. Había una cultura popular, una cultura de clase trabajadora, la cultura del huerto, del barrio. Pero el contraste mayor se establecía luego, cuando leías libros e imaginabas otros mundos a través de la literatura, de las revistas o de la información. ¡Nosotros habíamos nacido y aún vivíamos en un mundo donde se usaba el arado romano! ¡Y al mismo tiempo se estaba llegando a la Luna! Ese contraste tan violento es parecido al que hay entre la educación religiosa, tan opresiva, y la intuición de que existía un mundo aparte, el de la ciencia, el del saber, totalmente ajeno a la coacción siniestra que suponía la religión, el catolicismo, una religión vencedora, predominante… Había una coacción fortísima sobre la conciencia… Y yo quería retratar en la novela ese momento en que alguien, un niño, va descubriendo que hay otro camino, otro mundo posible, un mundo de racionalidad, ciencia, progreso, un mundo que no está regido ni por el pecado ni por la providencia divina. ¡Es muy poderoso el descubrimiento de que las cosas no ocurren porque Dios te castigue!

Ese mundo le viene a visitar. En la novela, es su tío, que va al cine y viene contándole películas… Ése es también el tío tecnológico, el que lleva la ducha a casa, y hay una tía que lleva revistas…

Sí, el tío viene diciendo que en el mundo espacial las superficies no son ásperas, como en el nuestro, sino que son lisas, de aluminio, y viene diciendo que ha visto un frigorífico… Son contrastes muy reveladores, van formando la manera de ver del chiquillo.

Habla usted del carácter del chico, y lo sitúa como si fuera introvertido, enfadado con el mundo. ¿Hay elementos autobiográficos?

Hay elementos reales mezclados con otros inventados para crear la intuición del descubrimiento de un yo frente al mundo; el narrador es muy consciente de que ha perdido el paraíso de la infancia. El narrador está en una época de la vida muy rara: no es ni un niño ni un adulto, ni siquiera es un preadolescente. En El jinete polaco está muy presente la adolescencia aguda. Pero este chico vive en una especie de metamorfosis, todavía no acaba de ser ni mariposa ni nada. Está brotando, está saliendo del capullo. Se siente muy cerca de la infancia y tiene una conciencia muy clara de que ha perdido el estado de gracia de la infancia, entre otras cosas porque ha empezado a descubrir la culpa, la vergüenza; ha empezado a descubrir la sexualidad, ha descubierto la distancia que media entre él y el mundo de los mayores. Entra en conflicto con los mayores, con la Iglesia, con los curas, con la doctrina eclesiástica… En ese conflicto, él se va formando su propia identidad. Y por una parte, muestra un entusiasmo inocente, y por otra, se manifiesta con cierta hosquedad. Yo creo que su identidad se hace con la mezcla de dos cosas: es retraído, pero puede entusiasmarse, extasiarse, ante cualquier cosa.

Un entusiasmo más bien intelectual, se está quedando con todo lo que ve, lee u oye…

Hay cosas de las que no se da cuenta, pero que forman parte de su vida… La novela se desarrolla en un tiempo que parece inmóvil, pero en realidad lo estás viendo mucho tiempo después. Y yo pensaba que en el relato no iba a aparecer el futuro, que la novela iba a terminar justo en el momento en que el cohete iba a despegar a la Luna. Era una época en que yo me despertaba mucho por las noches, le daba vueltas a las cosas, había muerto mi padre y me despertaba con recuerdos muy precisos de mi infancia, mi calle, aquel mundo, y me despertaban esos sueños, que me situaban en el mundo del que yo estaba escribiendo… Y entonces me dijo Elvira [Elvira Lindo, la escritora, su mujer]: "¿Por qué no haces un salto brusco?". Y, bueno, la idea estaba bien, ahí entró el futuro en el libro, está en la novela.

¿Sintió vértigo?

Sí, y una tristeza muy fuerte. Porque conté un sueño que he tenido, que es mío, no está inventado: llego a una plaza, están todas las cosas apiladas, abandonadas, amontonados todos los muebles y todas las cosas viejas…

La sensación de que aquel tiempo también está abandonado no está sólo en el pasado, sino en el olvido…

Fíjate, he leído una cosa en The New York Times: dice que en el idioma aimara el futuro está delante y no detrás. En nuestro idioma, cuando nosotros miramos hacia delante queremos decir que miramos hacia el futuro; para los aimara, mirar hacia delante es mirar hacia el pasado, del que ya se sabe todo, y del futuro no se sabe nada, así que el futuro está de espaldas.

¿Lo comparte?

No, lo que ocurre es que cuando vives una experiencia de pérdida, de alejamiento, tienes una conciencia de que ese mundo que has perdido está en alguna parte, está perdido pero no está perdido, y el hecho de invocarlo, de invocar las personas, las cosas, los paisajes, hace que no se pierda del todo, y sobre esa evocación puedes construir personajes. El hecho de invocar cómo era madrugar para ir a recoger fruta y evitar que el calor la dañara… Para eso está la literatura, y es lo que consigue Proust en El tiempo recobrado. ¿Qué nos puede salvar del tiempo? La obra de arte, y también ciertas lealtades personales… Todos estamos condenados a desaparecer, pero durante un tiempo parece que tú conservas ese mundo si lo metes en un libro, y lo dejas ahí para quien quiera visitarlo.

¿Qué no ha olvidado usted?

Se olvida muchísimo, mucho más de lo que uno cree. Pero no he olvidado la ternura, la entereza de las personas que me rodeaban… Eso no lo he olvidado.

Dijo que la infancia es un paraíso…

Para un niño, generalmente lo es. Para un niño que es querido, que está protegido, que no tiene miedo…, para ese niño es un paraíso, y un capital emocional del que va a vivir toda su vida. Pero la nostalgia natural de la infancia no puede cegarnos ante la realidad del atraso y de la dureza real que tenía entonces la vida para las personas de clase trabajadora. Ellos podían crearle a un niño el paraíso, pero vivían muy lejos de él. Esa aspereza de la vida y de la dictadura creo que están claras en el libro, pero yo tenía que mostrarlas a través de los ojos del niño, que no es consciente de lo más duro y amargo de las vidas de sus mayores.

Usted evoca elementos de esa infancia…

Cuento las cosas tal como eran para un niño de 13 años en 1969; en ningún caso trato de que ese niño sea una marioneta que me permita contar desde ahora las cosas que se veían entonces; se cuentan como las ve el niño. Y lo que el niño siente en el libro es que acaba de perder ese mundo ordenado, pero no sofocante; lleno de cariño, pero no de indulgencia, en el que le ha resultado muy saludable crecer… Yo creo que lo que más necesita un niño para crecer es la seguridad de que el mundo que le rodea es firme. Los niños son muy conservadores.

¿Cómo se recuerda usted, Antonio Muñoz Molina, en ese mundo?

Yo creo que aquel mundo estaba lleno de cosas estupendas; me gustaba mucho ir a la escuela, me encantaba jugar con mis amigos en la calle, me gustaba ir al cine, escuchar la radio; leer me producía una felicidad extraordinaria… Lo que me provocaba miedo e inquietud era la violencia, que de pronto irrumpiera esa gente violenta que pegaba o perseguía a los más pequeños. Esa repugnancia a la violencia y a la chulería me queda desde entonces.

Y le vuelven esas sensaciones aún hoy.

Había gente que te pegaba y te perseguía porque tú eras más débil. Sentí desde entonces una repugnancia absoluta e invencible hacia cualquier ejercicio de violencia física. En mi casa y en mi mundo, nadie hacía ostentación de eso; los mayores eran fuertes, hacían trabajos duros, pero no eran violentos, en absoluto… Recuerdo una pelea, yo era muy pequeño; estábamos jugando en la calle y vi pasar un grupo de gitanos que llevaban a uno de ellos sujeto por los brazos, chorreando sangre, empapada su camisa. Ésa fue una impresión tremenda. Y había chicos que nos tiraban piedras porque sí; eso me producía pánico, me aterraba.

Su literatura autobiográfica es cada día más concreta, usted es cada vez más identificable.

Pero si te cuento la parte de este libro que es inventada te llevarías una sorpresa. Es muchísimo lo que está inventado. Lo que sí es cierto es que me he ido despojando de la necesidad de que la trama sea demasiado complicada; me importa que la novela tenga una estructura clara, que los personajes estén claros, no importa que los personajes sean excepcionales o que pasen cosas excepcionales, muy retorcidas, o que haya grandes misterios… He leído mucho este año a Conrad, y he aprendido que cuando una trama se pone complicada deja de interesarme, porque me da la impresión de que la naturalidad queda sacrificada. Lo mismo se me ocurre un día una novela de una complejidad de trama muy grande y la escribo. Pero cada vez me interesa más simplificar…

¿No será que poco a poco le ha ido interesando más la vida que la literatura?

Me interesa la literatura como retrato de la vida, de las cuestiones cruciales de la vida. La literatura como juego de la literatura es algo que me ha interesado cada vez menos. Mi primera novela es la historia de la búsqueda de una novela y de un novelista. Meterme dentro de una novela como entonces ya me interesa mucho menos, como narrador y como lector; y me quedo para explicarlo con esos versos de Antonio Machado: sólo recuerdo la emoción de las cosas y se me olvida todo lo demás, "grandes son las lagunas de mi memoria"… Eso, la emoción de las cosas, es lo que quiero contar cuando escribo.

¿Le da pudor regresar a su casa de entonces, contar cómo era? ¿Hay cosas que no ha podido contar todavía?

Evidentemente, hay cosas que uno no es capaz de contar del todo. Depende de si estás escribiendo ficción o no ficción. Philip Roth escribe siempre con referencias directas a su propia vida o a la de su familia… Tuve un proyecto literario, de escritura memorial, que ya alcanzaba las 150 páginas, y lo abandoné, y además creo que lo perdí, porque si lo hacía bien y honradamente tenía que involucrar vidas de personas a las que no tengo el derecho de involucrar. Así que lo que hice fue callarme. Hay veces en que el escritor ha de elegir si cuenta o no una cosa que puede afectar a alguien. Ése es el límite para mí.

¿Y en este libro se ha impuesto límites?

No, porque no había ese peligro en absoluto.

Ha nombrado la radio. Dígame objetos que entonces formaran parte de su vida.

Estaba la radio, claro, la radio familiar, que en ese momento estaba a punto de ser desplazada, llegaba el televisor. Recuerdo el primer grifo en casa. Las revistas en color que llevaba mi tía, y que están en la novela… Los periódicos eran oscuros, y las revistas eran en color; eran el anticipo de un mundo que todavía era imaginario: aquellas mujeres que se echaban cremas, aquellas playas que aparecían no sólo en los reportajes, sino en la publicidad… Los anuncios explicaban una vida en la que había grandes casas, calefacción central, agua corriente en los pisos, piscinas, playas magníficas, y tú decías: "¡Joder, cómo debe de ser la vida en esos sitios, ahí quiero irme yo!".

Y se quería ir.

Claro, ¡cómo no iba a querer irme! Todo el mundo lo quería.

¿Cómo veía el futuro?

El futuro es ahora. Veíamos 2001, una odisea del espacio, hablábamos de las grandes fechas del futuro: 1984, 1999, 2000… Y esos años son ya el pasado, el futuro es ahora el pasado. Para mí, asomarme al mundo, descubrir el mundo, fue mucho mejor que imaginármelo. A mí, el mundo me gusta mucho. Hay gente que dice que el sueño de algo es mejor que ese algo. Pues para mí, el mar fue mejor que el sueño del mar. Y la libertad fue mejor que el sueño de la libertad. Y viajar. Eso que dice Cernuda: "El deseo es una pregunta cuya respuesta no existe". Para mí, la respuesta ha sido mejor que el deseo.

¿Le ha sorprendido algo de lo que ha contado en este libro?

Me ha enseñado algunas cosas que ya estaban presentes. Cierta idea de la lealtad y del trabajo, que el trabajo debe ser bien hecho, con los cinco sentidos, que no hay que ser chapucero, que las cosas hay que hacerlas con amor. Mi padre decía que, aunque no nos paguen con dinero, las cosas hay que hacerlas bien. Yo decía: "Qué tontería". Esa enseñanza está ahora dentro de mi corazón.

Vio usted el futuro precisamente en 2001 en Nueva York. ¿Cómo le ha ido haciendo el mundo que ha visto luego?

Creo en la idea de progreso, y creo que el mundo va a ser mejor. He vivido en una dictadura y ahora en una democracia, y sé que es mejor una democracia. He vivido en un mundo en el que los hombres y las mujeres no eran iguales, y en el que los pobres estaban sujetos a los ricos, y los débiles, a los fuertes, y por eso sé apreciar que las personas tengan ahora más derechos que cuando yo era pequeño. Entonces, y a pesar de los pesares, y a pesar de los horrores que hay en el mundo, yo no creo que la respuesta esté en el pasado, no creo que ningún pasado sea mejor que el presente. Creo que se dan pasos contra injusticias y contra el fanatismo, pero que esos pasos nunca están garantizados, que siempre se puede retroceder, eso es algo que se aprende mirando la historia y que yo aprendí también en primera persona asistiendo al 11 de septiembre. Como todo aquello que se da por sentado, todo lo que se da por supuesto se puede perder. Y veo que hay cosas que tenemos y que son privilegios, pero que no somos capaces de querer ni de valorar.

¿Por ejemplo?

Es mucho mejor ser trabajador en España que en EE UU; si estás enfermo, es mejor estar enfermo aquí que en EE UU, y si tienes que educar a tu hijo, aquí lo puedes educar mejor… Esos derechos y conquistas civiles que aquí hemos hecho en tan poco tiempo se valoran poco, o no se valoran en absoluto.

Así que Nueva York, ese sitio donde siempre llega el futuro antes, tiene desventajas respecto a nosotros…

Evidente. Si tú eres una persona de clase media o trabajadora, aquí tienes más ventajas. Allí hay otras ventajas, como el dinamismo económico… Pero la educación o la sanidad, que son las cosas que definen el bienestar, nosotros las tenemos mejor.

¿Es usted una persona distinta después de esta experiencia en Nueva York?

He aprendido mucho, a relativizar, a valorar; me sirve estar entre dos ciudades, Madrid y Nueva York, me permite ver con más claridad. Y Nueva York tiene algo muy bueno: te permite enseguida hacerte un neoyorquino.

¿Y cómo es ser un neoyorquino?

Un neoyorquino es un extranjero. En un porcentaje muy alto es un extranjero o un nieto o un hijo de extranjero.

¿Un extranjero aquí, también?

No sé, aquí hay demasiado ruido y furia, y no veo la razón. Cuando comparo lo que vivimos aquí con lo que se vive en Estados Unidos, donde un profesor tiene que vender su apartamento porque el seguro médico le cubre sólo una parte de su operación, o cuando un trabajador sólo puede contar para vivir con las propinas, donde sólo se tiene una semana de vacaciones al año… Aquí tenemos mucho de lo que allí falta, y no sé por cuánto tiempo lo vamos a tener. Es bueno sentirse de aquí. Así que me pregunto de dónde viene tanta furia, tanta saña; no lo entiendo.

¿Cómo es la Luna hoy para usted?

Los de Nepal decían, lo escribo en el libro, que los muertos viven en la Luna. Es como una especie de imagen de la felicidad. O del misterio.

Qué lejos queda ahora.

Mire lo que dejaron allí los astronautas. Qué sería de esas huellas. En el libro juego mucho con eso. Esas huellas están allí desde 1969.

¿Iría?

Me gusta poco viajar.

El escritor ha pasado dos años al frente del Instituto Cervantes y ahora habla del mundo que inspiró su nueva novela, 'El viento de la Luna'.
El escritor ha pasado dos años al frente del Instituto Cervantes y ahora habla del mundo que inspiró su nueva novela, 'El viento de la Luna'.SILVIA VARELA

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