El asombro de Diane Arbus
Fue una de las grandes fotógrafas del pasado siglo. Su atracción por los seres marginales se convirtió en su seña de identidad. Su mirada supo transmitirnos sin mixtificaciones la ternura que encierra el rostro humano. Con ella, los cánones de la belleza saltaron por los aires.
Los expertos consideran que el año clave en la vida y la obra de Diane Arbus (1923-1971) fue 1958. Tenía 35 años, dos hijas de un matrimonio con Allan Arbus, fotógrafo, que llegaba a su fin después de 17 años de convivencia y más de una década de experiencia profesional con la cámara, preferentemente en el mundo de la moda, un tema que cada vez le interesaba menos. Publicaba con cierta regularidad en revistas como Vogue, Glamour o Esquire y ya era una veterana en excesos y depresiones. En 1958 conoce y asiste a las clases de otra fotógrafa, Lisette Model. Todo cambió.
Las dos eran judías. La alumna, norteamericana; la maestra, austriaca. Las familias de las dos eran ricas y a las dos les atraía, consciente o inconscientemente, los ambientes y personajes marginales. Model estaba fascinada por la miseria y la vejez. Sus fotografías buscaban, o encontraban, una conmoción demoledora, y su concepto del oficio no dejaba lugar para el confort: "No pulsen el disparador hasta que el sujeto que enfocan les produzca un dolor en la boca del estómago". Arbus ya había mostrado en su adolescencia una cierta atracción por lo que Lou Reed cantaría años más tarde: el lado salvaje de la vida. Su biógrafa Patricia Bosworth relata las expediciones juveniles que realizaba en el Metro de Nueva York en compañía de una amiga para observar a los pordioseros, borrachos, artistas callejeros y exhibicionistas. Los seres del abismo. Todo lo que su adinerada familia había evitado que viera en su infancia y adolescencia. No es, pues, de extrañar que se convirtiera en la mejor alumna de su maestra. "Quiero fotografiar lo que es maligno", explicaba Arbus. "Maligno o no, si no fotografías lo que te sientes impulsada a fotografiar, nunca harás fotografías", contestaba Model.
"Lo que más he fotografiado han sido monstruos, y ha sido terriblemente estimulante"
"Los 'freaks' nacieron con sus traumas. Ellos ya han pasado su prueba. Son aristócratas"
"Nunca nada es igual a como decían que era. Lo que nunca he visto es lo que reconozco"
1958. Un año antes se había publicado en Estados Unidos En el camino, una novela que hablaba también de seres en el límite del precipicio. Pollock llevaba años con sus action-paiting, apoyado por su protectora Peggy Guggenheim, otra gran dama de la desmesura. Cartier-Bresson, Elliot Erwin o Walker Evans tenían el respeto y el reconocimiento que se merecen los grandes maestros. Richard Avedon o Irving Penn comenzaban a mostrar su enorme talento. William Klein ya había publicado su genial New York. Arbus, por su parte, seguía su particular viaje al fin de la noche, deslumbrada por los seres que la habitaban: prostitutas, chulos, seres deformes Así lo contaba: "Lo que más he fotografiado han sido monstruos. Fue una de las primeras cosas que fotografié, y ha sido terriblemente estimulante para mí. Simplemente solía adorarlos. Aún adoro a algunos de ellos. Con esto no quiero decir que sean mis mejores amigos, pero me han hecho sentir una mezcla de vergüenza, temor y asombro. Existe una especie de leyenda acerca de los freaks (monstruos). Como ese personaje que en un cuento de hadas te detiene y te exige que resuelvas un acertijo. La mayoría de la gente se pasa su vida temiendo vivir una experiencia traumática. Los freaks nacieron con sus traumas. Ellos ya han pasado su prueba. Son aristócratas".
Arbus no oculta dos de sus influencias intelectuales y estéticas: la Alicia de Lewis Carroll y Freaks, el filme de Tod Browning realizado en 1932, prohibido durante décadas en numerosos países y recuperado para la cinefilia en 1962 en el festival de Venecia, 30 años después de haber sido realizado. Si Lisette Model le mostró que el placer y el dolor en el trabajo pueden ir juntos, Browning le enseñó a valorar la honestidad y belleza de lo imperfecto. Al fin y al cabo, la codicia y la deslealtad producen mayores monstruos que la genética.
En la selección de retratos que aquí se muestran, una pequeña parte de las 200 fotografías que se exhibirán en CaixaForum, en Barcelona, en la gran exposición Diane Arbus. Revelaciones, en la que también se incluyen hojas de contactos, cámaras, cartas, cuadernos de notas y otros escritos, se comprueba ese estilo Arbus, esa particular mirada que deja constancia de la condición humana sin retoques, sin mixtificaciones. Ni se denigra ni se ensalza. La simple elección de los personajes que posan ante su objetivo es ya una definición del mundo. Son tan potentes, tienen tal fuerza que pocos son o serán los que valoren las cuestiones técnicas, el dominio de la luz o la sutileza de los encuadres. Ahí están esas dos damas endomingadas, impecables en su concepto de la elegancia, a las que no les falta detalle ni en la indumentaria ni en el maquillaje, ni siquiera en sus gestos en los que el esbozo de sonrisa queda anulado por la perplejidad. O esa Joven familia de Brooklyn en su paseo dominical: él, rockero; ella, poppy con su peinado B-52, y los niños, naturalmente, inclasificables. Son formas de mirar y entender la vida que comparten muchos otros: desde August Sander o García Alix en fotografía, a Flannery O'Connor o Carver en literatura. Relatores de la epopeya de los sin nombre en la que la turbación surge desde los sentimientos de quienes contemplan la obra. La belleza no depende de reglas ni cánones, sino de la capacidad de emoción que es capaz de estimular en quien la ve. En palabras del escritor argentino Tomás Eloy Martínez, "más -o quizá mejor- que ningún otro fotógrafo, Diane Arbus expresa los infortunios de toda la especie humana a través de un solo individuo, en un instante que representa la eternidad. De pocas artes se puede decir tanto, y quizá no hay otro lenguaje que diga tanto con tan poco".
Como todos los grandes artistas, Diane Arbus comparte su mundo con un enorme respeto hacia el observador y el observado. Cuando fotografía al Muchacho con sombrero de paja esperando participar en una marcha a favor de la guerra, en Nueva York, en 1967, lo hace con la misma consideración con la que retrata al Joven con rulos en su casa en la calle 20 Oeste, también en Nueva York, en 1966, o a Una mujer en el paseo marítimo de Coney Island, en 1956. No adoctrina, muestra lo que ve. Es el espectador el que debe sentir, valorar o simplemente dejarse llevar. La vida es imprevisible, y quienes la disfrutan o padecen, también. "Nunca nada es igual a como decían que era. Lo que nunca he visto antes es lo que reconozco". Arbus asume el misterio con naturalidad, con la misma sencillez con la que retratará a dos jóvenes con el síndrome de Down, a un gigante judío en su casa con sus padres, en el Bronx, o a una tragasables albina en una feria, en Maryland.
Aquella dama de buena familia que elige lo que la sociedad rechaza, que decide mostrar sin coartadas morales lo que los bienpensantes ocultan y que nos conmueve al descubrirnos la ternura que puede encerrar cualquier mirada, resolvió con creces todos los acertijos que le plantearon en su cuento de hadas. El 27 de julio de 1971, a los 47 años de edad, Diane Arbus bajó su último peldaño, se cortó las venas y comenzó la leyenda.
La exposición 'Diane Arbus. Revelaciones' se podrá visitar en CaixaForum (avenida del Marqués de Comillas, 6-8. Barcelona) hasta el 14 de mayo.
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