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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Prejuicios asesinos

Rosa Montero

Los prejuicios son esos parásitos del pensamiento que nos empequeñecen y envilecen. Son un producto de la sinrazón y la incultura, pero también de la miseria moral. Porque los prejuicios más indestructibles son aquellos que proporcionan alguna ventaja, algún beneficio al prejuicioso. Por ejemplo, pensar que los negros son seres inferiores ha permitido a los blancos sentirse superiores a ellos y explotarles durante siglos. De manera que el prejuicio es ciego, en efecto, pero también egoísta, depredador y a menudo homicida. Y somos tan responsables de nuestras reflexiones conscientes como de esas zonas oscuras de pereza mental.

Uno de los casos más espectaculares y conmovedores de prejuicio que conozco es la terrible historia de Ignaz Semmelweis (1818-1865), un ginecólogo húngaro maravilloso. A los 28 años, Ignaz fue nombrado ayudante de la primera clínica ginecológica de Viena. En aquel entonces se había puesto de moda que las mujeres parieran en los hospitales. Al mismo tiempo, coincidencia curiosa, se había desatado en todo el mundo una atroz epidemia que acababa con la vida de miles de parturientas: la fiebre puerperal, una infección generalizada que se declaraba tras el parto y que mataba a la mujer en pocas semanas entre terribles sufrimientos. Nadie sabía la causa de la fiebre, y ningún médico parecía tener en cuenta que atacaba sobre todo a quienes parían en los hospitales. Las cifras eran espantosas: por ejemplo, de los dos pabellones de parto que había en el hospital de Viena, el dirigido por el doctor Klein, que era donde trabajaba Ignaz, registró una media de un 33% de muertes en 1842. Y hubo momentos peores: en los primeros meses de 1846 se alcanzó un 96% de fallecimientos.

Semmelweis, horrorizado ante la matanza, empezó a pensar, a analizar. El pabellón de Klein duplicaba las bajas del otro pabellón e Ignaz descubrió que la única diferencia era que en el primero hacían prácticas los estudiantes que venían directamente de realizar autopsias, y que metían sus manos en los vientres de las mujeres sin haberse lavado previamente. Semmelweis ordenó que estudiantes y médicos se limpiaran las manos con agua clorada antes de tocar a las parturientas, y la mortalidad descendió al 0,23%. El entusiasmado Ignaz incluso intentó obligar a lavarse a su propio jefe, y Klein, enfurecido, echó del hospital al joven médico.

Sin trabajo, Ignaz continuó sus investigaciones. Un amigo suyo se cortó con el escalpelo durante una autopsia, y murió con los mismos síntomas de la fiebre puerperal, esto es, con los síntomas de la septicemia. Esto convenció aún más a Semmelweis de que la fiebre era causada por las manos contaminadas de los médicos y el hombre se lanzó a una afanosa campaña, intentando convencer a sus colegas de la sencilla obviedad de su descubrimiento. Su irrebatible verdad, sin embargo, chocó frontalmente contra el cómodo y egocéntrico prejuicio de los ginecólogos: ¿cómo iban a ser ellos, los santones de la ciencia y la salud, los grandes varones sabelotodo, los causantes de la enorme mortandad? Las sociedades médicas de Amsterdam, Berlín, Londres y Edimburgo condenaron sus aberrantes teorías. Ignaz fue expulsado del colegio médico y en 1849 las autoridades le ordenaron abandonar Viena.

A partir de entonces fue un paria, un apestado. Atacado por todos y desesperado por la certidumbre de lo que sabía, por esa verdad indiscutible y tan sencilla que hubiera podido ahorrar cientos de miles de vidas, fue perdiendo los nervios poco a poco. En 1856, acorralado y horrorizado, publicó una carta abierta a todos los profesores de obstetricia: "¡Asesinos!…". Tenía razón: sus colegas se comportaban como verdaderos criminales. Semmelweis tenía la razón, sí, pero no el poder, y los poderosos de su tiempo decretaron que estaba loco y le encerraron en un psiquiátrico. En 1865, durante una salida del manicomio, Ignaz hundió un escalpelo en un cadáver putrefacto y luego se hirió a sí mismo. Tres semanas después moría con los síntomas de las parturientas. Fue un último y desesperado intento para convencer a los ginecólogos, pero su sacrificio no sirvió de nada: tuvieron que pasar cincuenta años hasta que la clase médica aceptara sus elementales conceptos de higiene. Y, mientras tanto, las embarazadas siguieron acudiendo como corderos a parir, y a morir, a los hospitales de todo el mundo. A fin de cuentas no eran más que unas pobres mujeres, y sus vidas eran una menudencia en comparación con la dignidad de los grandes doctores. Digo yo si también será por eso, por restos de los viejos prejuicios, por lo que hoy apenas se habla de Semmelweis. No me digan que no resulta extraño que hoy nadie recuerde a ese gran hombre, mártir de la razón, de la compasión y de la verdad.

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