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Columna
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Ojos inusitados de sulfato de cobre

Enrique Vila-Matas

A mí me parece que no hay amigos, sino momentos de amistad. Sin embargo, con Juan Villoro no sólo he vivido momentos de amistad, sino que, además, tengo la impresión de que somos amigos. Aunque a lo que acabo de decir se le puede dar, con tequila, la vuelta y decirlo al revés. Le conocí en un restaurante, en el Massana de Barcelona, a las dos y cuarto de la tarde del 10 de octubre del 91. Le vi entrar por la puerta y observé que era muy alto. Cuando poco después, al pedir riñones al jerez, el plato más universal del restaurante, supe que en México había sido alumno del taller de narrativa de Augusto Monterroso, pensé en el fuerte contraste entre el alumno y lo que medía el maestro. Muchos años después, frente a un pelotón de ejecución de víboras y otros colegas, alguien quiso ponerle a prueba y le preguntó si era verdad que existía Monterroso. Con la agilidad que le caracteriza, respondió: "Lo que pasa es que es muy bajito".

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Yo estaba allí y, como buen testigo ocular, me acordé inmediatamente de lo alto que le había visto aquel día cuando le vi entrar en el Massana. Ese día, al despedirnos, a las cinco y veinticinco segundos y no sé cuantas décimas de la tarde, me dio un ejemplar de El disparo de Argón, su primera novela. En la dedicatoria escrita se decía: "En la fraternidad de la literatura, la casa para siempre". Creo recordar que me dijo que esa novela del disparo, la primera que escribía, la había inspirado la vida, porque cada vez que viajaba a Barcelona, donde había nacido su padre, acababa entrando en la misteriosa clínica Barraquer, a cuatro pasos del transparente Massana, donde estábamos.

La lectura de esa disparada novela, que llevé a cabo en los días siguientes, fue mi primer momento de amistad con Villoro. El testigo, la novela que ganó ayer el Herralde, la leí en tres intensas jornadas y de ella recuerdo muchos momentos que parecen "momentitos" (que diría Lichtenberg, el rey de los aforismos y al que Villoro tradujo al mexicano), recuerdo ahora, por ejemplo, el extraordinario monólogo paranoico de alguien que sueña que desvela la verdad de la novela misma, como también recuerdo la irrupción inesperada de la muerte sin fin en la oscura y antaño poética provincia, es decir, la aparición de una fantasmal casa situada en la frontera de los carteles de los narcos de la suave, muy suave patria mexicana.

"Si queréis que ame todavía, devolvedme al tiempo del amor. ¿Os es posible?", escribía Luis Cernuda desde México. El autor de la novela de Villoro, con un serio aplomo, narra una trágica metáfora sobre México, y lo hace con la disciplinada serenidad de quien, mientras nos está hablando de un Ulises que tras veinte años ha emprendido la ardua tarea de volver a su país y a su casa, da señales de en realidad haber vivido en esa casa desde siempre. Y es que el libro es un viaje alucinante, que hay que leer después de un disparo de argón y con ojos inusitados de sulfato de cobre, por utilizar un alejandrino del gran poeta mexicano López Velarde, cuya obra es en el fondo el eje central de esta historia de un regreso al trágico país de la fiesta, país de la muerte. Una novela que encierra en su interior un pájaro que dará cuerda al mundo, si es que el mundo -como algunos sospechan y otros no- es mexicano.

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