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Columna
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Risa y duelo

Vicente Molina Foix

Nadie ríe a cara descubierta en Nueva York. A unos amigos que viven en la ciudad y estaban frustrados por no poder conseguir nunca entradas para The producers, el musical desatadamente mordaz con el que Mel Brooks, adaptando a la escena su propia película de 1968, ha arrasado en Broadway de una forma que no se recordaba, les pasó lo siguiente: iban de paseo por Times Square 30 días después de los atentados, cuando ya los espectáculos se habían reanudado, y una señora les ofreció sin pagar nada a cambio dos carísimas butacas de tercera fila para el show de Brooks, que ella y su marido habían comprado con meses de anticipación. Mis amigos se fueron felices al teatro y disfrutaron mucho la función, a pesar del ambiente raro, que me describían así por carta: 'El público, que no llenaba la sala, se miraba entre sí brevemente antes de soltar la carcajada, como pidiendo beneplácito al vecino de asiento. La risa llegaba siempre un poco tarde, cautelosa'.

Y el caso es que los ciudadanos de Estados Unidos sí necesitan -como todos nosotros cuando la tragedia nos oprime insoportablemente- la liberación de las bufonadas. En los videoclubes americanos no se encuentra una comedia libre para llevarse a casa, aunque nadie vaya al cine o al teatro a verlas. Necesitan reírse pero no quieren reír en público. Un puritanismo comprensible, que no sabemos cuánto durará y a qué extremos de intransigencia general puede abocar.

También el West End de Londres está mortecino. Ha habido desde el 11 de septiembre una disminución del 15% en la venta de entradas, y seis musicales han caído o están a punto de caerse del cartel, mientras se anuncia la suspensión de otros shows que estaban en preproducción. La envidiable máquina teatral londinense vive en un porcentaje que gira en torno al 25% del turista norteamericano, y cuando éste deja de cruzar el océano la repercusión en taquilla es devastadora.

El duelo por los seres perdidos, la sensación de peligro continuo, la depresión de la estima herida son sentimientos que merecen el mayor respeto, pero quizá los norteamericanos, que han sido en el cine los reyes de la comedia, deberían organizar mejor la risa en esta crisis. En Internet, al lado de horripilantes y agresivas bromas de mal gusto muy propias de un medio que favorece a los pirados, los salidos y los cobardes, circulan unos magníficos chistes gráficos que alguien (cuyo nombre y nacionalidad oculto, ya se imaginan por qué) me envió precisamente desde Nueva York. Al menos tres de las piezas recibidas me hicieron reír de lo lindo, en días que no daban alegrías informativas: un pueblo afgano bombardeado erróneamente, un nuevo ciudadano americano muerto por la bacteria. En la primera imagen manipulada, el skyline de Nueva York se enriquece, ahora que está mutilado, con unos hermosos edificios islámicos (mezquitas, cúpulas de azulejo, minaretes) perfectamente armónicos entre la geometría de los rascacielos. La segunda muestra al presidente Bush arabizado de rasgos, y hay que ver lo bien que le sienta a su rostro tejano algo pánfilo el turbante y la barba blanca de jeque o mulá. La tercera recuerda un poco aquellos chistosos nombres de ministros japoneses que nos contábamos en el colegio. En este caso se trata de un mapa de Afganistán con sus provincias troceadas y recalificadas; al norte, 'Akinostán' y 'Tampokoestán'; al oeste, 'Paizekestán'; al este, 'Andakesiestán', y al sur, 'Talvezestán', mientras que la región central del país se llama 'Akistán'.

¿Sacrilegio, mala sombra, sabotaje? El sufrimiento circula en el espíritu de las personas por un camino penoso que admite como compañera clandestina de viaje a la risa, la gran saboteadora del dolor. Quizá el humor tenga que ir cubierto con velo durante un tiempo, o cifrarse, o reservarse para la intimidad. En esta tragedia, sin embargo, hay enemigos peores que la irreverencia humorística. Un desmedido orgullo patriótico, una creencia ciega en la propia y excluyente rectitud, una justicia aplicada desigualmente según el poder, la lengua o el color del ajusticiado. Eso sí que son cosas para no burlarse.

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