Una magistral fusión entre horror y humor
Esperpento
Arrancó ayer, y por todo lo alto,una edición del festival donostiarra que sobre el papel, con el enorme libro de su programa en la mano, parece difícil, por no decir imposible, de predecir. No hay manera de adivinar en el oscuro y un poco amorfo entrelineado de los títulos y de los nombres que nos ofrece si estos van a darnos sorpresas o sustos. Pero ayer ocurrió lo magnífico, y la sorpresa y el susto coincidieron, fueron la misma cosa procedente de la misma película, La comunidad, una rara y magistral fusión entre horror y humor lograda por los ingenios, desatados y en estado de trance, del bilbaíno Álex de la Iglesia y la madrileña Carmen Maura, junto con el guionista Jorge Guerricaechevarría y un asombroso coro de furiosos genios interpretativos de la más pura estirpe del esperpento ibérico, entre ellos, y en estado de gracia, Terele Pávez, Jesús Bonilla y Emilio Gutiérrez Caba.Álex de la Iglesia recupera en esta arriesgadísima aventura estilística el compulsivo y vibrante modelo de relato cinematográfico que él mismo forjó, casi desde la nada, en El día de la bestia. Ha sido muy duro, mal llevado por la obra posterior de este notable y muy singular cineasta, el peso de la losa de aquel vigoroso y sorprendente filme. Y ha tenido Álex de la Iglesia que volver a él y tirar de algunos hilos sueltos de la madeja que allí devanó para poder deshacerse de esa losa e iniciar otro nuevo vuelo plenamente libre de su arrolladora inventiva. No es fácil (todo lo contrario, es muy difícil) sacar adelante lo que Álex de la Iglesia se propuso hacer en La comunidad, y eso supo verlo nítidamente en los entresijos y entretelas de la pantalla del Kursaal el público mañanero de San Sebastián, cuando, pese a un inoportunísimo corte de la proyección (por avería del sonido) precisamente en la zona de acción más desmelenada del desmelenadísimo filme, ovacionó con energía contagiosa y entusiasmada el alarde de inteligencia cinematográfica que, aunque tan malamente interrumpido, acababa de presenciar.
Es La comunidad una obra vivísima y enormemente divertida, pese a su truculencia o tal vez a causa de ella. Está conducida con fortísima trepidación narrativa y discurre llena de un admirable equilibrio en sus continuas, y llenas de precisión, acelelaraciones rítmicas y en los bruscos e inesperados giros del sentido del relato. Es una de esas gozosas películas que no dan tregua al espectador y que por ello requiere, en la elaboración de sus tripas, un altísimo sentido de la medida, ya que el más mínimo desafinamiento en el director o en los intérpretes puede conducir al mortal chirrido del ridículo, un ridículo que aquí jamás llega.
La imagen de La comunidad es sostenida a pulso, minuto a minuto, durante casi dos horas de un ejercicio de alto rigor, en una filmación llena de vaivenes, casi zarandeos, entre lo cómico y lo dramático. Y a ras de la caída al vacío, moviéndose la cámara de puntillas sobre la alta tensión de un temerario y apasionante deslizamiento sobre la cuerda floja. Se teme, casi se presagia en cada inicio de cada escena, la llegada de un traspiés que no llega nunca, o la aparición de la arritmia de un balbuceo en que la pantalla jamás cae, pues en ella todo fluye y transcurre de principio a fin con esa inconfundible firmeza de trazo y de gesto que en el cine sólo se produce cuando existe, delante y detrás de la cámara, acuerdo entre el oficio y el talento.Álex de la Iglesia y su guionista levantan de su letargo sombras de personajes, situaciones e imágenes ya recorridas por otros cineastas en otras películas. No importa cuáles son éstas, porque no hay en la película resultante de esa busca de sombras ni un asomo de plagio. Hay detrás de las imágenes de La comunidad resonancias de otras ya vistas, pero la manera de verlas es completamente inédita, y en el cine es esto, la creación de formas y de puntos de vista, lo que cuenta. El arranque del relato es una aterradora imagen imposible, en la que un gato salta desde una cornisa a una ventana, se cuela en una mugrienta habitación y se come un dedo de un cadáver a medio pudrir que hay allí. Pero tal brutalidad tiene en realidad un misterioso deje de exageración loca y sagazmente calculada al milímetro para crear un punto de vista desacralizador, un foco de luz irónica que no tarda en iluminar el sentido de la tremenda farsa esperpéntica de una comunidad de vecinos que, como aquel gato carroñero, acecha a una mujer para arrebatarla los trescientos millones que ella arrebató a un muerto que sirve de alimento a un gato.
El absurdo, la sordidez y la truculencia se instalan en lo cotidiano considerado como ámbito, y la realidad de una casa de vecindad de la pequeña burguesía madrileña de ahora se desvela como lugar natural del horror. Y terror y humor coinciden, son un revés siniestro de la vida diaria española, despellejada de manera inmisericorde por la mirada libre de Álex de la Iglesia y por el gesto de su médium Carmen Maura, cuyo genio interpretativo galvanizó e iluminó esta primera inolvidable jornada de un festival aún con perfil impreciso.
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