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FERIA DE SAN SEBASTIÁN DE LOS REYES

Ninguna oreja

No se cortó ninguna oreja en la corrida de San Sebastián de los Reyes. Por estas, que son cruces. No se cortó ninguna oreja y eso que había figuras en el cartel, con Ponce de amo y señor. Aunque cueste creerlo: ¿Orejas? Cero.Salíamos, la gente de fuera preguntaba cuántas orejas se habían cortado, y cuando decíamos que ninguna se creía que estábamos de broma.

San Sebastián de los Reyes -a la cuestión taurina nos referimos, por supuesto- se ha consolidado como el coladero mayor del reino, gracias no tanto al público triunfalista que a ella acude como a un presidente chusco cuyo descarado favoritismo con los taurinos unido a su escandalosa actitud contraria a la fiesta, al reglamento que la regula y a los derechos del público han sumido en total desprestigio la plaza.

Torreón / Rincón, Ponce, Caballero

Cinco toros de El Torreón (uno devuelto por desmochado), 3º sobrero de Julio de la Puerta y 5º de Zalduendo, sin trapío alguno, todos sospechosos de pitones, inválidos, borregos y varios adormilados también.César Rincón: estocada tendida tirando la muleta (silencio); estocada tendida ladeada, rueda insistente de peones y dos descabellos (silencio). Enrique Ponce: pinchazo hondo, rueda de peones y dos descabellos (ovación y salida al tercio); pinchazo bajísimo y bajonazo escandaloso (silencio). Manuel Caballero: dos pinchazos y estocada (silencio); pinchazo hondo, rueda de peones, descabello -aviso con retraso- y dos descabellos (silencio). Plaza de San Sebastián de los Reyes, 30 de agosto. 6ª corrida de feria. Algo más de media entrada.

La bautizaron "La Tercera", pues en el área de Madrid seguía a las de Las Ventas y Vista Alegre; por el cierre de esta última pasó a ser la segunda, y cuando anunciaba feria los aficionados acudían ilusionados a ver lidia y toreo bueno, sabiendo que la exigencia del toro disminuía en este coso, mas sin rebasar nunca los límites de un mínimo decoro. Pero desde que entraron en el palco los presidentes irresponsables, cuando se les habla a los aficionados de la plaza de San Sebastián de los Reyes tocan madera. Y mejor no van. Un dato: en esta corrida, con Ponce de amo y señor en el cartel, hubo media entrada.

Es además San Sebastián de los Reyes, últimamente, la plaza de los toros mochos y borrachos. No ya chicos -que así lo fueron toda la vida- sino chicos, mochos y borrachos. Los seis de la función donde no hubo orejas salieron tal cual se acaba de decir. Aparecían exhibiendo su cuerpo menudo, su cornamenta desbaratada y su azaroso caminar, caían al cabo, y estos estrafalarios componentes, tan ajenos a cuanto caracteriza al reino animal -siempre íntegro, fuerte y saludable- suscitaban inquietantes sospechas. Y la afición hacía cábalas sobre el afeitado, sobre el drogado y sobre sus nefastos efectos.

A Enrique Ponce le sacaron en primer lugar un supuesto toro que parecía un churro. No un churro en la acepción de aragonés, sino en la de carnero y de oveja, que se llaman así también. Una tercera acepción de churro, la famosa fruta de sartén, que tiene forma de garabato y si no fuera por lo rica que está daría risa, tampoco le habría venido mal.

Enrique Ponce le dio a ese toro muchos pases a derecha e izquierda, y le hizo desplantes marchosos en la conclusión de las tandas, con unas ínfulas que se diría acababa de someter a sus pies al mismísimo King-Kong. Mas no se trataba de King-Kong y la gente contemplaba aquello con indiferencia.

Al quinto toro, igual de inválido y ovejuno, y que toda la corrida, le hizo una faena superficial y monótona, rematada de horrenda manera. Primero pinchó en los bajos, luego le metió al inocente sucedáneo de toro un sablazo en el bife angosto.

Y de semejante guisa la tarde entera: los toros chicos, mutilados, desplomándose en la arena; los toreros pegándoles trapazos; el público durmiendo la siesta. Ni César Rincón ni Manuel Caballero ofrecieron motivo alguno que pudiera sacudir la somnolencia generalizada de la afición.César Rincón, voluntarioso, crispado, espeso en la resolución de los esporádicos problemas que le podían plantear sus inválidos, desarrolló sus dos faenas pegando gritos.

Manuel Caballero se empeñó en pegar pases hasta a su sombra y pues no lo consiguió con el tercer borrego la tomó con el sexto, un tronado ejemplar de capa castaña que unas veces se iba de ala, otras de vareta.

Caballero recorrió el redondel pegándole pases. Se los pegó en todas partes; hasta en el carné de identidad. Y al pobre castaño, que soportaba trastabillante y obnubilado aquel palizón, no se le podía entender lo que mugía (nos habíamos dejado olvidado el Diccionario de Mugidos en la guantera) aunque por sus congojas y por sus suspiros se adivinaba que sólo quería que lo dejaran morir en paz.

Murió al fin. Tarde y tras larga agonía, pero murió. Y no le cortaron la oreja ni nada, con lo cual se produjo la sorprendente novedad de que en la plaza de San Sebastián de los Reyes, donde los dos días anteriores se habían cortado 18 orejas, en esta ocasión no se cortara ninguna.

Este dato lo recogerá el Cossío.

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