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'De profundis'

Vicente Molina Foix

Un hombre que no se le parece aparece en el escenario y empieza a hablar como Oscar Wilde, de Oscar Wilde. Nadie más ocupará las tablas a lo largo de la función, pero aun habiendo otros intérpretes lo más seguro es que el espectador sólo tuviera ojos para él. Y oídos. Porque lo que este solitario hace ante el público es hablar sin parar. Su nombre es Simon Callow, y cuando un día de éstos se haga con otro Oscar, el de Hollywood, el mundo en general le reconocerá como uno más de esos grandes actores británicos que construyen con devoción, inteligencia y riesgo su carrera a partir del teatro, llegando al cine -Callow hizo papeles memorables en Una habitación con vistas y Cuatro bodas y un funeral- por la entrada de artistas y no por el despacho de un director de casting avispado.El teatro Savoy está lleno, cosa frecuente en Londres, incluso cuando la obra consiste sólo en un hombre que habla de Oscar Wilde, con Oscar Wilde, durante más de dos horas, tiempo que para el culo del público español -y no digamos para el de nuestros críticos, que es de peor asiento- suele llevar a grandes removidas, pataletas, saltos en la butaca, toses, susurros, subidas y bajadas de la muñeca para mirar la hora, desmayos en algún caso extremo, estampidas. La importancia de llamarse Oscar fue escrita a partir de los textos dramáticos, poéticos y biográficos de Wilde por Micheál MacLiammóir, otro gran actor de los que no quedan, el actor-empresario, director y autor, el cual, pese a su carrera gloriosa en Irlanda y todos los países de habla inglesa, es hoy más recordado por el espléndido Yago que interpretó en la película de Welles Otelo (hace unos meses salió en castellano, publicada por la valerosa editorial de José Luis Borau, el delicioso diario que escribió sobre aquel estrafalario rodaje, Preparad la bolsa). En 1973, cuando yo era estudiante en Londres y él un monumento de más de 70 años aún. iba en gira MacLiammóir, y qué espectáculo era verle hacer de Wilde -en las antípodas del estilo directo y comedido de Callow- con su voz impostada, su cara reluciente de maquillajes, sus ojos señalados por el kohl, las mejillas con dos grandes rosas de carmín.

La excelente resposición de Callow coincide -y en la fecha exacta el día en que yo lo vi- con los 100 años del envío de una carta que Oscar Wilde escribió desde la cárcel, a punto ya de salir en libertad, y que ha pasado a los libros con el título De profundis, si bien su autor la designaba, también en latín, como su Carta desde la cárcel y en cadenas. Ocupa en el espectáculo un momento crucial del segundo acto, pero al releerla en toda su extensión, casi 200 páginas, recordamos la amarga belleza del texto. La carta empieza como el desahogo de un amante escocido, y está llena de los más crueles reproches -de mal amor, de dinero, de cobardía- a esa figura frívola y patética, causante de la caída de Wilde, que fue lord Alfred Douglas. Entre el cúmulo de acusaciones y lamentos, Wilde llega a una conclusión trascendental, aunque no religiosa (en un pasaje, y quizá para que no se mal interpreten sus alusiones a Cristo y la redención, escribe "cuando pienso en la religión siento el deseo de fundar una Orden para aquellos que no pueden creer: la cofradía de los incrédulos").

En la cárcel, en la ruina, después de la traición y los abandonos, el escritor ha cruzado "el jardín iluminado por los rayos del sol" que fue su primera vida de triunfo y seducción para llegar al dolor, "un momento prolongado que no es posible dividir en estaciones. Lo único que podemos hacer es registrar sus caprichos y escribir la crónica de su retorno". Y junto a la venganza, un propósito capital de ese nuevo Wilde fortalecido en la "tétrica zona de las sombras": mostrarse como artista y no como figura. Sólo tuvo el tiempo de demostrarlo en una obra final, su estremecedora Balada de la cárcel de Reading. Moriría a los 46 años, en 1900, sin vivir literariamente el siglo XX. "El público inglés no me habría aguantado más".

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