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Tribuna:TRAVESIAS.
Tribuna
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Tarantino y la muerte

Antonio Muñoz Molina

El secreto de la comicidad, al parecer irresistible, de la película Pulpfiction, consiste en la repetición de un solo mecanismo, el de la indiferencia ante el dolor ajeno, o el de la trivialidad del sadismo, todo ello envuelto en una adecuada extravagancia formal y aderezado con citas obvias de otras películas a fin de obtener la simpatía de los entendidos europeos, a ser posible franceses. Francia, para un director de cine norteamericano, es siempre el reino de las canonizaciones fraudulentas, coronadas a ser posible por la Palma de Oro en el festival de Cannes. Si hay algo que no pueda resistir el jurado de Cannes, y la intelectualidad moderna francesa en general, es una película en la que se mezclen rasgos exageradamente norteamericanos con sofisticaciones visuales europeas: para entendernos, el tipo de cine que inauguró Wim Wenders con Paris, Texas, y que continuaron, obteniendo la pertinente Palma de Oro, los hermanos Cohen con Millers Crossing y David Lynch con Wild at Heart, o Corazón salvaje. 'Seguramente Paris, Texas no es tan buena ni tan conmovedora como pareció la primera vez que la vimos, subyugados por aquella épica de los moteles, de las autopistas y la desolación, pero al menos trataba de gente real y de sentimientos humanos, y había en ella eso que ya casi nunca hay en el cine, una sugerencia de respeto hacia los destinos de los personajes. En Millers Crossing y en Corazón salvaje, que levantaron entusiasmos tan desmesurados como el que hoy provoca Pulp fictión, ya no queda ni rastro de eso: los personajes son caricaturas de caricaturas, prototipos exhaustos del cine de gansters y del de parejas enamoradas y fugitivas de la ley, y las historias retales y zurcidos de otras historias ya contadas mil veces, gastadas hasta la náusea, pero eso sí, dotadas astutamente de un mecanismo de legitimidad cultural que disimula el vacío y vuelve respetable, y sobre todo moderna, la bazofia de lo sanguinario, la miserable pornografía puritana de la crueldad.

En el cine donde yo vi Pulp fictión la gente se echaba a reír cada una de las mil doscientas veces que se oían las palabras jodido o maldito, pero las carcajadas arreciaban sobre todo cuando alguno de los múltiples asesinos que animan la película mataba o torturaba a alguien sin darle importancia, charlando de sus cosas, o cuando sucedía alguna cosa atroz y los personajes la presenciaban con la misma indiferencia cretina con que miraban la televisión, rumiando comida basura con la boca brillante de grasa. Es para morirse risa: un yonqui que le pregunta a su camello si no le importa, por favor, que se pique en su misma casa, una mujer en coma por culpa de una sobredosis de droga que se retuerce por el suelo con los ojos en blanco, la boca llena de baba y la nariz ensangrentada mientras el traficante y sus amigos tienen una disputa doméstica sobre la inconveniencia de aceptar moribundos en la casa de uno, un primer plano de una aguja hipodérmica bombeando sangre y heroína mezcladas, unos tipos simpáticos que limpian de sangre y de trozos de cerebro la tapicería de un coche.

En Pulp fictión da mucha risa el espectáculo de las víctimas indefensas unos segundos antes de que las ejecuten sus verdugos, y el aire casual con que éstos llevan a cabo sus tareas. En ese aspecto nada distingue a esta película de Arma Letal III o Rambo IV, y desde luego, las tan celebradas dotes interpretativas de John Travolta casi están a la altura de las de Mel Gibson o Sylvester Stallone. Pero Quentin Tarantino, que finge un aire tan primario, una pose adusta de joven rebelde, casi de noble bruto de Jarrai, tiene sin embargo en dosis limitadas la astucia peculiar de satisfacer a la vez los gustos más bajos y de sugerirle al público selecto que en realidad está viendo otra cosa, un producto de la más sutil cinefilia, y que al disfrutar su película se obtiene el derecho a ingresar en lo más moderno, en lo más posmoderno, en la última ola, en la vanguardia misma de los tiempos: basta agregarle al rancho visual de costumbre algunas discontinuidades narrativas, música adecuada, citas obvias para el guiño o el codazo cinéfilo, algo de diseño de interiores.Pero lo peor de todo es que tal vez los tiempos son así, y también el cien, salvo unas cuantas excepciones, y que la irrealidad cruenta y tediosa de Pulp fiction es un retrato de la realidad más acertado de lo que sus multitudinarios defensores (y sus cuatro o cinco detractores pusilánimes) están dispuestos a admitir. A las personas más al día les oigo decir que la violencia extrema de esta pelípula es tan sólo un chiste, y que por tanto, de puro ficticia, es inocua en su exageración: pero basta mirar los periódicos para saber que eso no es así, que lo más común en todas partes es justamente la crueldad gratuita y sin límites, de modo que esas bromas tan agradecidas por el público tienen más o menos la misma gracia que los chistes de negros o judíos. Todo el mundo se ríe cuando John Travolta apunta con su pistola a la cabeza de alguien que tiembla de rodillas delante de él. Si en vez de una coleta y un traje moderno John Travolta llevara un uniforme de las SS, y su víctima un pijama a rayas, ¿se le permitiría a alguien el derecho a la risa?

En Pulp fiction ní siquiera hay humor negro: tan sólo hay una inhumana falta de piedad, o de compasión, para ser más exactos, una incapacidad aturdida y embrutecida de comprender el dolor, y por lo tanto de crear personajes. Siempre se dice que con los buenes sentimientos no se hace buen arte: yo no he visto nunca una buena película en la que cualquier residuo de cualquier sentimiento esté tan ausente como en esta presunta obra maestra. Al fin y al cabo la han hecho en un país donde hay detectores de armas de fuego a la entrada de las esculas públicas y donde es legal ejecutar en la silla eléctrica a un retrasado mental o a un menor, pero no permitirles que fumen un cigarrillo antes de morir.

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