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Joel y Ethan Cohen recuperan en 'Muerte entre las flores' las mejores tradiciones del cine negro

En San Sebastián 90 se acabó ayer de pronto la insufrible modorra producida por el rosario de películas mediocres que se sucedían sin respiro en la pantalla del teatro Victoria Eugenia. En ella se vio por fin cine de verdad. Muerte entre las flores es un thriller magnífico, y sus creadores son dos atípicos cineastas independientes de Estados Unidos: los famosos hermanos Joel y Ethan Cohen, que en ésta su última obra superan con creces los estimables precedentes de Sangre fácil y Arizona baby.

De unos años a esta parte el cine norteamericano, acosado por la galopante crisis de inventiva que o ha convertido en una sombra del que fue, busca y rebusca argumentos, imágenes, modelos e incluso novedades en las viejas tradiciones del relato policiaco autóctono, el llamado thriller, aquel conjunto de fértiles convenciones genéricas que dieron lugar en la edad dorada de Hollywood al llamado en Europa género negro, que hoy configura uno de los capítulos esenciales de la historia del cine.En esta con frecuencia compulsiva búsqueda de la poesía trágica que se esconde dentro de los vericuetos y laberintos de los submundos urbanos, casi todo lo encontrado hasta ahora conduce al mimetismo, por lo que se trata por lo general de cine menor, aunque a veces sea tan divertido e interesante como Los intocables, de Briam de Palma. Pero hay excepciones a esta regla parasitaria. Por ejemplo, las monumentales El Padrino y Rumble fish, ambas de Francis Ford Coppola, o más recientemente Goodfellas, de Martin Scorsese, recién presentada en el Festival de Venecia, que son obras de poderosa y ejemplar originalidad.El caso de Muerte entre las flores es raro, casi insólito. Por un lado, es una película tan mimética del pasado como fuera la aludida Los intocables, pues en ella encontramos huellas dactilares perfectamente visibles de los escritores y cineastas que mejor alimentaron la tradición negra, como Dashiell Hammett, Ray mond Chandler, Ernest Hemminway, Raoul Walsh, William Wellman, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Nicholas Ray y otros. A lo largo de las dos velocísimas horas que dura el filme resuenan continuamente en él los ecos de estos nombres. Y sin embargo, esta obra de los hermanos Cohen es completamente singular, pues esos sus precedentes parecen en ella inventados desde la nada: organizados y desarrollados de forma inédita, pese a dejar en la memoria un acusado sabor a cine clásico. Por ejemplo, un rasgo definitorio del filme es su fotografía, que contiene una genial interpretación en colores del celuloide en blanco y negro consustancial al trhiller en su época de esplendor. Para entendernos: esta sorprendente peculiaridad técnica del filme es en definitiva mucho más que eso, ya que se erige en un rasgo formal distintivo de su naturaleza poética y dramática de fondo.

Y todo es así -desde la exacta composición de las imágenes, hasta el endiablado ritmo de las secuencias- en este filme, que siendo deudor en extremo del pasado resulta a la postre apasionantemente contemporáneo, pues hay alardes de libertad formal dentro de los corsés genéricos que la película asume como propios siendo ajenos, y en la maquinaria de relojería cinematográfica que ponen en marcha los hermanos Cohen. Su trabajo se acerca por ello a la perfección e incluso a la maestría.

Estamos ante una sola película que vale por todo un festival, y que es capaz de borrar de la retina los kilómetros de celuloide inútil que hasta llegar a ella habían casi colmado los generosos aguantes del espectador festivalero. Notable película, imposible de imaginar viva fuera de las fuentes y las tradiciones del cine estadounidense clásico.

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