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Rumbo a la isla del tesoro artístico

La Fundación Juan March propone un recorrido por cinco siglos de pintura y escultura británicas entre finales del siglo XVI y la llegada de Thatcher

Iker Seisdedos
Gran Bretaña vista desde el norte (1981), obra de Tony Cragg, en la Fundación Juan March.
Gran Bretaña vista desde el norte (1981), obra de Tony Cragg, en la Fundación Juan March.SAMUEL SÁNCHEZ

La ambiciosa muestra de otoño de la Fundación Juan March sobre arte británico participa de esas pasiones, tan inglesas, por la miscelánea y las listas, la caprichosa acumulación de cachivaches y la flemática divulgación histórica. Como uno de esos volúmenes editados por la Universidad de Oxford para acompañar al profano en los más diversos saberes (de la ficción eduardiana al musical americano, del pensamiento cristiano a la comida italiana), la exposición La isla del tesoro. Arte británico de Holbein a Hockney, con título inspirado por Stevenson, propone un (solo en apariencia) liviano recorrido por cinco siglos de pintura y escultura. Arte creado entre finales del XVI y la era Thatcher y fruto de eso que en política exterior se llamó el “espléndido aislamiento” de las islas en el contexto europeo.

La aspiración de Manuel Fontán, director de exposiciones de la fundación, y Richard Humphreys, comisario, es acercar el arte británico al público español, más habituado a otras latitudes, italianas, francesas o de Países Bajos, pero escasamente familiarizado con la sátira social de James Gillray, el gran pintor de caballos que fue George Stubbs o las esculturas vorticistas de Henri Gaudier-Brzeska.

Un recorrido por las salas de la fundación, que esta vez abandonan ese aire de sofisticado apartamento de galerista soltero en los setenta para recordar más bien al atestado desván de una mansión familiar inglesa (hay 180 piezas en la muestra), invita a pensar que la sombra británica, tan alargada en campos como la literatura, la música pop o el mercado del arte contemporáneo, nunca llegó a tapar el sol del imperio español; siglos de rivalidad y otros caprichos de las afinidades electivas desviaron la atención de reyes y coleccionistas en otras direcciones. Prueba de ello es que entre los cerca de 80 prestadores solo un puñado son españoles.

El resto proviene de museos y colecciones privadas estadounidenses, portuguesas, suizas, alemanas y, sobre todo, claro, británicas. El conjunto, formado por piezas escasamente conocidas, obras esenciales y agradables sorpresas, sirve de testimonio del arduo proceso de búsqueda y captura de los fondos necesarios para armar el relato. “Había nombres que, sencillamente, no podían faltar”, explica Fontán sobre el trabajo de dos años, transcurridos desde que surgió la idea con motivo de la exposición en la fundación sobre la fascinante figura del artista, escritor y fabricante de manifiestos Wyndham Lewis.

Lewis es pieza central en Modernidad y tradición (1900-1940), una de las siete etapas en las que está dividida la muestra. Su grito vorticista se enfrenta al elegante desdén pictórico de los cachorros de Bloomsbury ante la mirada viperina del biógrafo de la reina Victoria y agudo comentarista social Lytton Strachey.

Entre recuerdos a la centenaria exposición de posimpresionismo de 1912 comienza en ese punto un viaje por el acelerador de partículas del siglo XX: del arte en guerra de Meredith Frampton (que aporta un minucioso retrato del mando de control para la defensa regional de Londres en la II Guerra Mundial) a las hipnóticas esculturas de Henry Moore. De los sospechosos habituales (Lucian Freud, Francis Bacon autorretratado en díptico o el Hockney del título) a la hegemonía británica en la naciente cultura de masas: en esta parte final de la muestra se incluyen iconos ineludibles, como la portada de Peter Blake para el Sgt. Pepper’s de los Beatles o la célebre serie del Mick Jagger esposado, obra de Richard Hamilton.

Antes de tanta convulsión secular, solo se traiciona al principio de la muestra el hilo cronológico que conduce al visitante de la reforma anglicana a la manía académica de los prerrafaelitas a través del barroco inglés o el gran paisajismo de Turner y Constable (y su esclusa sin terminar). Una escultura del renacentista Torrigiano (1472-1528), a quien Vasari acusó de “tener más soberbia que arte” y fue célebre por haber roto la nariz a Miguel Ángel antes de recalar en la corte inglesa, se enfrenta a la perspectiva de una pieza de Richard Long (1945), que se adivina tras una ventana, en el jardín de la fundación.

No es el escultor florentino el único extranjero considerado en la exposición como artista británico por derecho propio. Ahí están Hans Holbein el joven, Van Dyck, Anthony para sus amigos ingleses, o Marcus Gheeraerts, flamenco y retratista predilecto de los Tudor. El comisario Humphreys va más allá en un texto del catálogo al considerar la fortificación de Pomeiooc, en la América de 1585, como uno de los escenarios claves para el desarrollo del arte británico, en una lista impresionista que incluye el colegio Eton, los talleres Omega de Roger Fry o el estudio de Bacon.

Del mismo modo interrogativo en que Humphreys titula su ensayo (¿Dónde estaba el arte británico?), cabe preguntarse tras contemplar la muestra qué es lo que lo define, y si no sería mejor dejarnos llevar por la célebre frase cargada de mala leche de Godard (“podríamos hablar del cine inglés posterior a la II Guerra Mundial si tal cosa existiera”). “La enorme influencia de la literatura, el gusto por el retrato, toda una obligación cuando la reforma prohibió la imaginería religiosa, y los poderosos paisajes hacen del arte británico algo único”, respondía esta semana Fontán sobre la excepción artística de las islas ante la monumental pieza que cierra el recorrido en el sótano de la fundación: Gran Bretaña vista desde el norte (1981), de Tony Cragg, un mapa (¿del tesoro?) trazado a partir de desechos.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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