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Columna
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Donde el mar se acabó y la tierra espera

Juan Cruz

Hay una fotografía impresionante del adiós a José Saramago en Lisboa, el pasado 20 de junio. Ahí se ve a una mujer, Pilar del Río, que mira desde la distancia imposible del amor el rostro ya del otro mundo de quien fue su marido, el hombre al que vino a buscar hace muchas navidades, en un arrebato.

Ella había leído, como en trance, un libro trascendental de aquel escritor tímido, retraído, incapaz de perder la compostura ni ante el incendio de Lisboa, que cayó ante sus ojos cansados de portugués tranquilo.

El libro era El año de la muerte de Ricardo Reis, y Pilar del Río, periodista, convenció a sus jefes en Televisión Española para que la enviaran a Lisboa a entrevistar a su autor, para indagar dentro de aquella melancólica historia de vida y muerte, de homenaje al aire de Pessoa, que es el aire de atardeceres rojos de la ciudad más suave de Europa.

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Hablaron, y entre ellos se estableció en ese mismo instante una complicidad amorosa que aún no tuvo ni besos ni manos, ni fue más allá de una declaración tácita de que se tenían que volver a ver.

Pilar del Río es una mujer apasionada pero pudorosa, un ser humano acostumbrado a soñar que no hay distancias entre lo que desea y la posibilidad de obtenerlo, así que enseguida dibujó un viaje para volver a ver a Saramago.

Cuando alguien, entre los fotógrafos sigilosos que había en aquel cuarto mortuorio del Ayuntamiento de Lisboa, hizo ese retrato en el que Pilar mira a José y éste yace en su lecho final, tomó ese retrato del adiós de su mujer al marido de cuerpo presente, yo estaba al lado de Javier Pérez Royo, catedrático sevillano, amigo de Pilar y de José desde unas navidades de mediados de los ochenta. Se acercó a mi oído y me dijo: "Nosotros trajimos a Pilar a que pasara la primera noche con José".

De todo amor hay un primer instante, y de ese amor que empezó cuando Pilar del Río cerró El año de la muerte de Ricardo Reis después de leer esa frase que culmina la novela como si apuntalara un grito ("Aquí, donde el mar se acabó y la tierra espera") hay, pues, esa instantánea que nadie tomó y que ahora es recuento final, relato del principio.

Pérez Royo y su mujer, la también catedrática Josefina Cruz, estaban allí, certificando la tristeza del adiós al que fue amigo de ambos y subrayando el recuerdo de la primera vez. Iban con frecuencia a Lisboa, y Pilar les pidió que la llevaran; había quedado con José Saramago, que ya entonces era autor de ese y de otros libros que le hacían sonar como uno de los más potentes escritores de Europa. Todavía no había resonado el escándalo que motivó el Gobierno portugués tratando de tachar El Evangelio según Jesucristo que causó el disgusto y el exilio de Saramago hacia Lanzarote. Pero Saramago era un gigante que los recibió como él era, un ser humano que estaba y no estaba al mismo tiempo, un hombre reservado y pulcro que hablaba solo al final del laberinto de su silencio.

Esa primera noche era Navidad, y Saramago había quedado para otra cena, así que los depositó a los tres en El Conventual, un restaurante magnífico de Lisboa, y fue al día siguiente, me dijo Pérez Royo, cuando ya la pareja fue por primera vez y para siempre la pareja que después hemos conocido. Cuando llegaron a Lisboa, era el atardecer de la ciudad, esa luz de Pessoa que ya fue, desde Ricardo Reis y de Memorial del convento, la luz que Saramago dibujó contra las piedras del tiempo.

Esa fotografía en la que Pilar dice adiós, en el silencio que ya solo rompe el recuerdo, transmite la mirada más honda de aquella chiquilla que dejó sus mochilas de periodista y decidió seguir la huella de quien ya la había enamorado. Donde el mar se acabó y la tierra espera. Allí estaba Pilar, cerca del mar, consciente de la tierra. Esa es la mirada que se ve en la foto; en su profundidad está la historia, como la luz en la piedra.

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