Júpiter es inmortal
Era Júpiter tonante que blandía el rayo de su voz. Un dios del Olimpo, el padre de los dioses del talento. Yo le tenía tanto respeto que me azoraba cuando estaba delante de él. Me ponía nervioso, tímido, me volvía torpe. Le admiraba profundamente y contemplaba siempre su figura con sumisa reverencia, como quien contempla un monumento. Fernando era un monumento. Cuando él hablaba, yo escuchaba como un cachorro estremecido ante el rugido imponente del jefe del clan, el patriarca, el rey de la manada.
Mi propio instinto de actor, de cómico como diría él, me hacía reconocerle como algo vivo y sagrado: el antepasado epónimo que confiere regia dignidad a toda la estirpe del teatro. Yo era de esa estirpe de nobleza y cuando le veía en el cine, en televisión o en el teatro ahí estaba yo también, con él. Por su presencia yo experimentaba el orgullo del linaje porque él era El Actor que estaba ahí, con esa calidad e intensidad de presencia que otorga siempre dignidad a todo lo que hace, por insignificante que fuera la función, la serie o la película. Su autoridad emanaba del misterio grande y radiante del actor: la presencia. Y además, Fernando Fernán-Gómez tenía el don para expresarla. Es normal que ante alguien así experimente uno la fantasía o la conciencia imperceptible pero cierta de su inmortalidad. Fernando es un mito y un mito siempre es inmortal.
Tuve la suerte de pisar el escenario junto a él en Alicante con motivo de un homenaje que se le hacía al insigne dramaturgo español contemporáneo. Yo representaba su versión de Lazarillo de Tormes (que aún hoy después de 16 años sigo representando en gira por todas partes). Al final de la función hube de sacarle a escena para que dijera unas palabras. Yo tenía miedo porque nunca se sabe por dónde puede salir Júpiter blandiendo el rayo, ante el atrevimiento osado de alguno de sus cachorros: se me ocurrió eliminar cuatro o cinco páginas de su versión para sustituirla por una especie de entremés o "descanso" de mi propia cosecha compartido con el público donde yo improvisaba chanzas y chascarrillos varios (siempre anécdotas sobre mis experiencias haciendo esta misma obra por esos pueblos de Dios) que el público celebraba gozoso con frecuentes ovaciones y risas.
Cuando le recogí entre cajas me cambió el paso. Sentí el peso de sus pies sobre las tablas como una plomada. A su lado yo era una plumita que flotaba inconsistente. Tuve la conciencia cierta de lo que es andar y pisar de verdad un escenario. Su rostro era una máscara. Los ojos azules profundos no dejaban traslucir nada. Cuando llegó a la "corbata" hizo una pausa. Un enigmático abismo que el público saludó con respetuoso silencio: "De esta obra", dijo, "de esta obra que acabamos de ver [yo temblaba], de esta obra lo que más me ha gustado ha sido el descanso". Al unísono el público soltó la carcajada, aplaudió y yo respiré al fin con alivio. Júpiter se mostró favorable al cachorro.
Era grande, pero noble y generoso. Jamás lo olvidaré. Transmitía un secreto en la acción sin palabras. El fuego sagrado del teatro. Gracias, Fernando, los dioses viven siempre. Esta muerte es tu última victoria. De momento.
Babelia
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