Ya no se puede hacer ficción política
La política es más ridícula que su sátira y más cutre que su puesta en escena solemne. No hay ficción capaz de seguirle el ritmo a la realidad
A la comedia política se le suele reprochar que se queda corta. Al drama político, lo contrario, que se suele pasar de intensito, o por el lado idealista del Sorkin de la Casa Blanca o por la impostación shakespeariana de House of Cards. Esto es: la política es más ridícula que su sátira y más cutre que su puesta en escena solemne. Por eso, el trabajo de los guionistas era muy difícil en situaciones normales, pero se les ha puesto del todo imposible. No hay ficción capaz de seguirle el ritmo a la realidad.
¿Norcoreanos en Ucrania saturando las comunicaciones con vídeos porno? ¿Un presidente autonómico chafardeando tres horas en un restaurante con una periodista mientras su comunidad sufre la peor catástrofe de su historia? ¿Un señor en Waterloo que se cree Napoleón en Elba decidiendo la política española? ¿Qué guionista podría haber imaginado a Milei o haber escrito una trama en la que dos países tienen una crisis diplomática en 2024 por unos hechos históricos acontecidos en 1517?
Reveo estos días, entre cabezada y cabezada de sobremesa, la genialísima y loca 30 Rock (comedia metatelevisiva que pasó con más pena que gloria por España, en antena entre 2006 y 2013), y cada vez que hacen un chiste sobre Donald Trump —son recurrentes—, me doy un susto y me sumo después en la nostalgia. Qué ingenuos éramos. Qué poquito sabíamos. Qué incapacidad tan grande para atalayar el futuro inmediato. A la vez me pregunto cuánto influyó en el crecimiento del trumpismo la burla, mofa, befa y escarnio continuos que su figura sufrió por parte de los cómicos progres de Nueva York. Puede que la sátira fuera su mejor campaña. A lo mejor Trump no ha ganado por sus méritos, sino por la soberbia inconsciente de sus opositores.
Veo también estos días la segunda temporada de La diplomática. Me divirtió mucho la primera y sigo con disfrute la segunda, pero también siento que este thriller pasado de rosca y sobreactuado pertenece al mundo de ayer. La trama se quiere inverosímil (un primer ministro británico dispuesto a exacerbar los peores instintos nacionalistas para salvar el pellejo), pero la realidad del Reino Unido es mucho más delirante. Las historias de espías y conspiraciones deben ser hiperbólicas e increíbles. Si no, no funcionan. Y aquí, como pasa con Trump y los cómicos de Nueva York, el problema no es que La diplomática no sea lo bastante inverosímil, que lo es, sino que el mundo ha enloquecido muchísimo más.
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