La seducción, la inteligencia, esas cosas de los grandes intérpretes
Felipe González en ‘El hormiguero’ mantiene el viejo magnetismo íntegro, manejando una ironía demoledora, marcando sus tiempos y provocando la respuesta regocijada del público
Después de volver a ver películas maravillosamente antiguas que siguen otorgando vida a la televisión convencional, muevo sin parar el dedito del mando para encontrarme con productos clónicos e indeseables. Pero constato que ha empezado en El hormiguero la formidable interpretación escénica y comunicativa de un seductor profesional, de un político de altura, de alguien que fue trascendente y decisivo para las cosas buenas y otras menos buenas que ocurrieron en este país. Y me digo, a pesar de mi fascinación por el personaje, que si aparece acompañado de esas insoportables hormigas, que deben poseer la gracia donde la espalda pierde su honesto nombre, apago el bicho y me voy a dormir. Pero las graciosas profesionales no están. Solo Pablo Motos entrevistando durante un tiempo largo que se me hace corto a un eterno seductor, a un político de 82 años, ahora gafotas, con cabello tan abundante como blanco, un maestro de la interpretación, con el viejo magnetismo íntegro, manejando una ironía demoledora, marcando sus tiempos y provocando la respuesta regocijada del público, un actor eminente desde que era muy joven llamado Felipe González.
Sé que a este fulano singular le han condenado al infierno desde hace tiempo en nombre del supuesto bien común y la apestosa corrección política. Es el rey, junto a Savater, de la maldad suprema, de la traición a sus descendientes, la encarnación de todo lo reaccionario. Por mi parte, solo puedo oír y ver, y luego comparar. Sus acusadores son grotescos, no le llegan ni al talón de su personalidad, ni en el fondo ni en la forma.
Yo no le voté jamás. Ni a él ni a nadie. Por irresponsabilidad cívica o enfermedad patológica. Pero sé distinguir en ese terreno eternamente podrido de la política a alguien muy inteligente de los mediocres y de idiotas sin escrúpulos. La política solo me ha resultado fascinante y compleja si me la describe un poeta como Shakespeare. Como ejemplo, Julio César. Puedo imaginarme a González en una tribuna defendiendo entre la plebe una cosa y la contraria. Pero dudo que recurriera a algo tan rastrero como al final del discurso de Marco Antonio. Este le dice a la plebe: “César os amaba y por ello ha dejado en su testamento denarios para vosotros, el pueblo de Roma”. O sea, satisfecho el imprescindible y realista ‘¿qué hay de lo mío?’, el resto son mentiras convenientemente adornadas. Ay, la justica social, los pobres vulnerables. Les importáis una mierda.
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