‘Such Brave Girls’, o el mejor, el más genial, retrato del ‘no future’ contemporáneo
La serie que escribe y protagoniza Kat Sadler trae de vuelta cierto espíritu ‘noventas’ y lo matiza y amplifica con un presente en el que el narcisismo te protege de casi cualquier cosa menos de ti misma
El año 1994, Kevin Smith reinventó el cine de autor norteamericano con una comedia de bajo —prácticamente nulo— presupuesto en la que asomaba la idea del no future propia de la época, un no future corrosivamente cómico en el que la precariedad existencial —ese no lugar atormentado que encarnaba, musical y estéticamente, el grunge—, y sus ridículas trampas, convertían la vida en una serie de minúsculas derrotas soportables únicamente porque no existía el concepto de victoria. La película era Clerks, y estaba escrita, dirigida y protagonizada por el propio Smith, que durante la década de los noventa reflejó como ningún otro la adolescencia fuera de onda y permitió la existencia, cinematográfica, de aquello que, de forma infinitamente más matizada y compleja, encarna Josie, la protagonista de esa genialidad adictiva e imprescindible llamada Such Brave Girls (Filmin).
La mención de Clerks no es en vano. Kat Sadler, la persona que escribe y protagoniza Such Brave Girls —le cede la dirección a Simon Bird (The InBetweeners) porque él se lo pidió expresamente, fascinado por el piloto—, nació en 1994, y, como alguien que hubiera viajado en el tiempo desde una época aún más lejana, trae de vuelta el espíritu noventas —su personaje es pura androginia de una época en la que el género, en lo femenino, empezaba, afortunadamente, a desdibujarse cinematográficamente— y lo insufla de toda la vida que no tenía entonces, cuando quien representaba a personajes como Josie era siempre un hombre —pues eran ellos los que escribían y dirigían—. Sí, podría decirse que Such Brave Girls adopta el espíritu de Todas las familias son psicóticas, de Douglas Coupland, y lo brutaliza, lo despeja de la impostura, lo honestifica.
Veamos. He aquí la historia. Josie (Sadler) y su hermana Billie (Lizzie Davidson, es decir, la hermana real de la propia Sadler) viven con su madre, Deb (Louise Bradley) en lo que parecen las afueras de una localidad británica, gritándose mutuamente por cualquier cosa. La propia Sadler las define como “tres narcisistas” tratando de convivir, o sobrevivir, a su propio nar y el del resto. Las rodean hombres ridículamente inútiles. Nicky, el desconsiderado y cruel supuesto novio de Billie —ella vive enviándole compulsivamente whatsapps en los que amenaza con suicidarse, e incluso inventa personajes que han recogido el móvil al encontrar su cuerpo sin vida; el tipo jamás contesta—, es uno de ellos. El otro es Dev, el novio de la madre —también llamada cómicamente Deb—, un tacaño con una casa enorme que sólo vive para su iPad. Y el otro es Seb, un incel (célibe involuntario) desesperado.
El narcisismo exacerbado de las protagonistas, hiperdesarrollado en un presente en el que no existe otra cosa que el yo, es su bote salvavidas. Se diría que las protege de cualquier cosa menos de sí mismas. Cada una es su propio mundo ajeno al resto, siendo Deb, la madre, el único de esos mundos que piensa ligeramente en el bien común, pero únicamente es un bien material: la casa enorme del novio al que soporta en su mediocridad extrema con la mente puesta en los suelos del mármol del sitio en cuestión. Y he aquí donde Sadler profundiza —comedia siempre mediante, y ella misma confiesa por qué— en la precariedad existencial que el mundo de hoy comparte con el no future de finales del siglo XX: la fragilidad de la salud mental está ahí, en todas partes.
La obsesión de la madre con mantener a Josie alejada de terapia —por lo que implica, económicamente— y el deseo casi erotizante de la propia Josie de ser escuchada por alguien que la entienda, es decir, de ir a terapia —cree, Josie, que los traumas son aquello que la hacen atractiva, cosa que demuestra en su acercamiento a Sid, la camarera de la que se enamora perdidamente sólo porque cree estar sufriendo tanto como ella—, están ahí, de fondo, todo el tiempo, y definen de forma efectiva, y brillante, de qué manera aquello que las mantiene a flote es también su principal enemigo: ese yo hinchado y a prueba de bombas que está siendo bombardeado sin descanso. Buscan el amor, pero no saben bien en qué consiste y, claro, no lo encuentran.
Se ha comparado a Such Brave Girls con Fleabag y con Girls y, por supuesto, sí, algo de una y otra tiene —respecto a su valentía formal y despeje de puntos ciegos en lo que a lo femenino, y su lucha, y también, su confusión, se refiere—, pero debería añadírsele el espíritu punk de Derry Girls y una relación madre e hijas por completo nueva en la ficción televisiva y en la ficción sin más. La manera en que la edad mental de cada una de ellas cambia según las circunstancias es una lección valiosísima y real, pues en el mundo contemporáneo —occidental— el adulto ha dejado de existir como tal, es siempre una versión adulterada de lo que durante mucho tiempo fingió ser, y tal vez incluso fue. Otra cosa que Sadler reinventa es la idea de a familia como equipo, un equipo disfuncional y autodestructivo, pero un equipo al fin y al cabo.
A todo eso, debe sumarse el humor que Sadler relaciona directamente con un modo supervivencia. De hecho, la propia serie nació durante la pandemia de una conversación telefónica con su hermana, sí, Lizzie Davidson, en la que Sadler le confesó que había ingresado en un psiquiátrico, y Lizzie dijo que tenía una deuda en la tarjeta de más de 20.000 libras, y lo primero que hicieron fue reírse, se rieron muchísimo, porque nada tenía sentido en realidad, y eso le hizo darse cuenta de que es riéndose de la única forma en que puede afrontarse “lo mucho que el mundo asusta”. Y, por supuesto, luego está la indescriptible química entre ellas. Como polos opuestos que se repelen y se mortifican, Josie y Billie, y Deb, la madre, son a la vez hogar, o el único hogar que conocen, impregnado, eso sí, de lo tóxico de un presente en el que estamos cada vez más (neuróticamente) solos. Lo dicho, una genialidad. Honesta, brutal, divertidísima, y altamente adictiva.
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