La melancolía de los últimos testigos de la Ruta 66: “Quedamos muy pocos”
El documental ‘Casi fantasmas’ reúne las memorias de tres ancianos que recuerdan bien los días de gloria de la mítica carretera que llevaba a California. Con la autovía terminó todo, pero algunos no se resignaron
“Somos gente del ayer”. Para quien visita hoy la Ruta 66, la que fue la gran carretera del centro-oeste de Estados Unidos, el tiempo parece haberse detenido en los años cincuenta. Las gasolineras, los diners, las casas pintadas, los moteles, la abundancia de colores pastel y de art decó, y los carteles remiten a los años de la posguerra mundial, cuando el automóvil se popularizó entre los norteamericanos. La Ruta 66 fue llamada la Calle Mayor de América, y conectaba Chicago con Los Ángeles a lo largo de casi 4.000 kilómetros que permitían viajar casi de costa a costa, y a los estadounidenses del interior acercarse a California (o emigrar, lo que hacían a menudo en años de crisis y sequías).
“Me costó un tiempo entender por qué el mundo se había olvidado de nosotros”. Se siente allí el encanto de la decadencia. Hay turistas, sí, pero más desolación en lo que fue la Ruta 66. Hay lugares donde paran algunos visitantes, porque la autovía no está demasiado lejos y están señalizados, y también pueblos abandonados para siempre. El documental Casi fantasmas (Almost Ghosts, en Filmin y Prime Video) fue filmado en 2018 por la directora española Ana Ramón Rubio con el objetivo de perpetuar la memoria de los ancianos del lugar, los últimos que recuerdan su esplendor. No sorprende que abunde un tono muy melancólico. Tres vecinos que pasan los 70, los 80 y los 90 años, respectivamente, cuentan sus recuerdos de cuando aquello era un frenesí, y se detienen en el momento en que eso terminó de repente porque abrieron otro tramo de autovías.
“Conozco el mundo de fuera: yo me quedo aquí”. Estos señores se declaran orgullosos rednecks, como se llama a la clase trabajadora del interior de EE UU. Visitamos lugares como Selingman (Arizona, 750 habitantes), Texola (Oklahoma, 45 vecinos) o Enrick (Oklahoma, unos 1.000). También pasamos por lugares deshabitados como Glenrio, entre Texas y Nuevo México, uno de tantos que habían sido algo y dejó de existir. Y nos presentan a Lowell Davis, el único habitante de Red Oak II (Misuri), un pueblo que se niega a abandonar, donde ha restaurado casas abandonadas y ha añadido todo lo que ha coleccionado en otros parajes de la ruta. Este octogenario, que dice que ya dio la vuelta al mundo, explica que no cambiaría su estilo de vida por ningún otro.
“Aquí los sábados no se cabía en las aceras”. La carretera fue planeada en los años veinte y no acabó de estar pavimentada hasta 1938. Sus días de gloria llegaron en los cincuenta que marcaron la arquitectura. Pero las inversiones en infraestructuras que inició Eisenhower en esa misma década empezaron a sustituir partes del trayecto por modernas autovías: para los años ochenta no quedaba ningún tramo en uso. Fue descertificada en 1984: dejó de existir. Cada localidad, en una fecha distinta, se había visto, de un día para otro, sin clientes ni sustento. El empeño de los comerciantes logró, en una batalla de muchos años, que fuera catalogada como ruta histórica, que se indicaran en la carretera ahora principal los tramos más visitables. A finales de los noventa llegaron los autobuses y los moteros. Y se creó un modo de vida basado en vender la autenticidad de lo que se había esfumado.
“Esta zona murió de turismo. Todos empezaron a querer aprovecharse de nosotros”. Alguno de los testimonios aquí recogidos lamentan el paso de atender a los viajeros a convertirse en una atracción turística. El más vehemente es Harley Russell, que gestiona una tienda de souvenirs donde improvisa, cuando paran los visitantes, un espectáculo de música country. Antes lo hacía con su esposa, pero desde que murió en 2014 le cuesta mucho más, y llora al recordarla. Durante cerca de década y media no veía más de tres clientes al año; había temporadas en que dormía en la tienda y armado porque eran frecuentes los saqueos. Solo cerca del fin de siglo vio el resurgir de las visitas. Le divierte que hayan viajado desde España, tan lejos, a entrevistarlo.
“Habíamos crecido en la Gran Recesión, pero esto era más duro aún”. Ángel Delgadillo es un barbero, en activo a sus 91 años, que estuvo entre los que pelearon por convertir la vieja carretera en un destino turístico. Lo cuenta con orgullo: fue de los que salvaron ese lugar. El documental se apoya en una bella fotografía, que aprovecha la fuerza de las imágenes de lo que parece una civilización perdida. También en una música country que encaja con los escenarios (nada de Johnny Cash: es obra del valenciano Don Joaquín). Hay mensajes universales aquí: el empeño en salir adelante tras una derrota sin vuelta atrás, el apego al lugar donde uno siente que pertenece, el magnetismo de la nostalgia, que siempre tiene algo de tramposo porque fabricamos muchos recuerdos.
“Quedamos muy pocos como nosotros”. Lowell Davis, el único vecino de su pueblo, murió en 2020. La Ruta 66 transmite magia y, a la vez, tristeza. Eso lo capta bien este filme. Otros lugares de la América profunda nunca tuvieron una vía principal en su entorno y no están mejor. Pero estos ancianos conocieron la gloria de que todo el país tuviera que pasar por allí, y se empeñaron en evitar que todo eso se perdiera sin dejar rastro. Nada muy distinto a lo que ha ocurrido en poblaciones de todo el mundo descolgadas súbitamente de la modernidad. En España (lo cuenta un capítulo de Repor, en TVE) se está promoviendo una ruta por la vieja N-VI, donde también hay gasolineras y hoteles abandonados a lo largo de 600 kilómetros, inspirada en el ejemplo de aquellos luchadores de la 66. Estos paisajes no salieron en Easy Rider, es otro tipo de vintage, pero los ancianos también tienen mucho que contar.
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