‘The Morning Show’, o la supervivencia del periodismo autoinmune
La tercera temporada de la serie que protagonizan Jennifer Aniston y Reese Witherspoon sigue fiel a la ambiciosa modestia que le ha permitido retratar el mundo desde el plató de un anacrónico programa matinal
Cada nueva temporada de The Morning Show (AppleTV), la serie que reunió a Jennifer Aniston y Reese Witherspoon —hermanas en Friends, no lo olviden; aquí, a ratos amigas, a ratos, enemigas—, se presenta ante al espectador como un tambaleante edificio por construir. Y es así porque el riesgo que corre, cada vez, es enorme. No es sencillo tratar el periodismo desde dentro, y hacerlo, además, con un valor documental que empezó siendo improvisado —al inicio sólo se trataba de colocar una bomba en un programa matinal en directo: la del descubrimiento de que su presentador, Mitch Kessler (un no siempre convincente Steve Carell) había sido un depredador sexual desde el principio—, y que ha acabado por convertirse en motor, de fondo, de cada nueva entrega. ¿O no sigue siendo a día de hoy la serie que más verazmente ha tratado la pandemia sin centrarse en ella?
Desde una modestia poderosamente ambiciosa —la serie es consciente de estar tratando el mundo desde la aparente frivolidad de un programa matinal repleto de consejos ridículos y famosos de cartón piedra—, The Morning Show retrató impecablemente al agresor sexual en el entorno laboral, el acosador protegido y consentido por sus compañeros, y compañeras, rodeado de cadáveres sentimentales —mujeres destrozadas por el abuso de poder, y su conversión en meros juguetes sin más valor que el del uso que de ellos quiera hacerse—, como el de Hannah Shoenfeld, la joven productora que centra, desde un bien calculado segundo plano —la verdadera víctima tiene aún tanto miedo que se esconde incluso en la trama—, la primera temporada. Un vertiginoso tira y afloja entre el viejo y el nuevo mundo zanjado, en el capítulo final, por las protagonistas.
Las protagonistas son, claro, Aniston y Witherspoon. La primera, en la piel de una narcisista leyenda televisiva, Alex Levy, que nunca estuvo del todo cómoda en el viejo mundo, pero a la que le traía sin cuidado porque, como ella misma dice, “tenía éxito” y eso era lo único que le importaba. La segunda, una intrépida reportera sureña con problemas de identidad —le cuesta reconocer su sexualidad— y una familia hiperdisfuncional —padre alcohólico, hermano adicto, madre cruel y despiadada—, que sobre todo busca la verdad, esto es, ser justa con el momento, y con la gente. Tras protagonizar un espectacular ataque a la propia compañía al cierre de la primera temporada, en la segunda, una se ha apartado de la televisión —está escribiendo, en una idílica cabaña en Maine, sus memorias— y la otra está a punto de convertirse en noticia por su affaire con otra famosa presentadora.
Parecía difícil levantar el edificio de esa segunda temporada, con el propio Kessler (Carell) fuera de juego —en Italia—, pero gracias al mencionado valor documental del formato, que le permitió incluir una epatante secuencia de apertura con Nueva York por completo vacía durante la pandemia —un vuelo de dron que trae de vuelta algo que, hoy por hoy, parece que pasó en una realidad paralela—, y tratar el coronavirus desde su aparición —con un enviado especial a Wuhan al que nadie se tomó en serio— hasta sus consecuencias. La sensación de fin del mundo que aletea durante toda la temporada —sabiendo como sabemos cómo acabó la pandemia, y cómo durante los primeros meses no se le dio la importancia que iba a tener— capta a la perfección el momento, haciendo aquello que hace el periodismo con la realidad a través de la ficción: plasmarla.
Vulnerabilidades y castigos
En medio, Levy, temerosa aún de lo que su pasado podía costarle en el presente —una oportunista periodista está a punto de publicar un libro en el que piensa destapar la relación intermitente que hubo entre ella y el depredador Mitch Kessler—, empieza a abandonar su insoportable narcisismo, se permite bajar la guardia, ser otra, pedir perdón, mientras Bradley Jackson (Witherspoon) descubre cómo de vulnerable puede llegar a ser una mujer en un lugar de poder como el que ocupa, haciendo el camino inverso al de su partenaire —en el duelo interpretativo, Aniston se erige casi como una fuerza de la naturaleza—, y tratando de protegerse sin éxito. Hay un castigo implícito en el éxito, le advierte Julianna Margulies, en el papel de Laura Peterson, otra famosa presentadora de matinales, con la que Jackson acaba de iniciar una relación.
Una relación que supuso para Jackson un outing público antes de que pudiera hacerlo para sí misma, y que en esta tercera temporada aparece como uno de los hilos de los que tirar para volver a poner en pie el edificio. La irrupción de Jon Hamm, en el papel de Paul Marks, una suerte de apetecible Elon Musk decidido a comprar la compañía —y con ella, a Aniston y Witherspoon, y toda su historia—, introduce el principio del fin de la importancia de la televisión, y las noticias en el viejo formato referencial. El descontrol ante un presente en el que la privacidad no existe —y lo poco que queda de ella puede acabar secuestrado en un ciberataque capaz de borrarte, a ti y a tu credibilidad, del mapa—, precipita la posibilidad de un futuro en el que el periodismo sobrevive a duras penas ante su propia enfermedad autoinmune.
Lo dijo Billy Crudup (un soberbio y central Cory Ellison, el encantador magnate de dos caras que igual trate de hundirte que te rescata con el único fin de mantenerse a flote él) en un momento de la primera temporada: “Lo que estamos librando es una batalla por el alma del universo”. Bajo el mecanismo de la ficción, The Morning Show está mostrando de qué forma el ser humano trata de reconducir la nave y cómo, el sistema que ha creado, está actuando a modo de tempestad que le impide hacerlo. “No son terremotos, son personas”, dice en otro momento una de las directivas de la cadena, Cybil Reynolds (Holland Taylor), exigiendo que se eviten a tiempo los destrozos que provocan, pero olvida que el medio en el que se mueve —el de la información— agoniza de su propia medicina, aquello que cree que puede salvarlo: la enfermedad del cebo de clics.
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