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COLUMNA
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Cómo el Apollo se convirtió en una patria dentro del Harlem

La mejor música negra del siglo XX surgió del mítico local o pasó por allí. El documental ‘El Teatro Apollo’, en HBO Max, subraya lo que significa un espacio compartido para la identidad de una comunidad

Apollo
Espectadores hacen fila para entrar en el teatro Apollo de Nueva York en torno al año 1960.Sam Falk (Getty Images)
Ricardo de Querol

Que las vidas negras importan ya lo sabían bien en EE UU en 1964. Un mes de julio de hace 59 años, un policía blanco mató a tiros a un chico negro de 15 años, James Powell, en Harlem, Nueva York. Los vecinos del barrio salieron a las calles a protestar y se produjeron graves disturbios. En medio del caos y los saqueos en la calle 125, nadie tocó un solo cristal del teatro Apollo. Ese lugar era sagrado: era un templo para la comunidad afroamericana, la local y la de todo el país, desde hacía décadas. Y lo sigue siendo hoy.

El documental El Teatro Apollo (The Apollo), en HBO Max, del director Roger Ross Williams, no es una historia del local más mítico del Harlem, ni siquiera es una historia del Harlem; es la historia de 85 años de lucha de los ciudadanos negros por el reconocimiento de su dignidad a través de todo lo que pasó en una sala con 1.600 butacas. Desde ahí se proyectó una escena cultural vibrante a todo EE UU y al mundo entero, y eso empezó en los años más crudos de la segregación racial. El teatro había sido levantado en 1913, y funcionó como cabaret para blancos hasta que en 1934 se convirtió en uno de los escasos espacios no segregados de la ciudad. Eran los años de lo que se llamó el Renacimiento de Harlem.

De este oasis de libertad y creatividad surgieron grandes figuras de la música (jazz, soul, blues, rock and roll, rap, hip-hop), de la comedia, el vodevil, la danza o la poesía. Y a través de ese arte se afianzó la conciencia de un pueblo cuyos abuelos salían de la esclavitud y que seguía sufriendo la discriminación. En los concursos de talentos de este local (aún se celebran cada miércoles las Amateur Nights) apareció Ella Fitzgerald con 17 años en 1934; tres décadas más tarde ganaría el suyo Jimi Hendrix con 21. Aquí James Brown pronunció el lema “Soy negro y estoy orgulloso”, aquí actuó unas 200 veces y aquí fue velado su cuerpo tras su muerte en 2006. Aquí Billie Holiday cantó la inquietante canción Strange Fruit, que denunciaba los linchamientos de hombres negros. Aquí estuvieron muchas noches Duke Ellington, Aretha Franklin, Louis Armstrong, Sarah Vaughan, Ray Charles. Aquí paraban siempre que podían los artistas de la Motown: Stevie Wonder, The Supremes, The Temptations, Marvin Gaye, Diana Ross, The Miracles... Aquí había actuado de niño Michael Jackson; aquí se le veló también tras su muerte en 2009. Los días de gloria van quedando atrás, pero aún están recientes los espectáculos de Jay-Z, Pharrell Williams, Alicia Keys o Bruno Mars.

Williams (el primer afroamericano en ganar un Oscar como director, en 2009 por el documental Music by Prudence) insiste en trazar ese paralelismo entre la toma de conciencia de la población negra y la magia del lugar en el que mejor expresaban su ambición artística. Abre y cierra el metraje con testimonios de familiares de víctimas de la brutalidad policial, un problema enquistado hasta hoy, para dejar claro que la lucha no ha terminado. Y dedica buena parte del metraje a explicar cómo era la vida en un país segregado por razas según leyes vigentes hasta mediados de los sesenta: vemos que hasta las estrellas del espectáculo tenían vetado el acceso a hoteles, restaurantes, ascensores.

Seguimos la evolución del barrio, su auge como foco cultural y su decadencia en los últimos setenta, años duros en Nueva York, cuando el local cierra por primera vez. Después, según se desarrollaba la escena cultural de la Gran Manzana, el Apollo se volvía menos rentable: tenía pocas butacas para competir con recintos mayores. Pero el barrio se aferró a su mito y siguió atrayendo a los mejores artistas del país (no solo negros: en su cartel salieron U2, Red Hot Chili Peppers, Guns N’Roses, George Michael o Bruce Springsteen). Acabó protegido por el Estado de Nueva York a través de una fundación y se mantiene abierto hoy. Más como cantera de talento que como imán para las estrellas.

La película, de 2019, invita a reflexionar sobre cómo se construye eso que llaman identidad. No basta con compartir problemas, o un color de piel, o un pasado trágico. El Teatro Apollo es un canto a lo mucho que importa para hacer comunidad disponer de espacios de cultura y ocio donde uno se siente parte de algo más grande que le incluye, le acoge y le abraza. Lo que ha pasado en el Apollo durante casi 90 años no solo definió a la Norteamérica de raíces africanas: define todavía a todo un país. Y, en gran medida, a la cultura universal.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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