Nerón no dio de comer nunca cristianos a los leones del Coliseo
El Canal Historia estrena el lunes 10 de octubre una excelente serie de ocho capítulos en los que el gran anfiteatro romano se convierte en protagonista
Una cosa es el imaginario popular alimentado, fundamentalmente, por las películas de Hollywood y los péplum que emiten ―o emitían― las televisiones en Semana Santa y otra, la realidad. Porque lo cierto es que Nerón Claudio César Augusto Germánico, el Nerón que tocaba el arpa mientras ardía Roma ―esto parece ser que tampoco es verdad― nunca arrojó cristianos al Coliseo para que fuesen devorados por los leones. La razón resulta obvia: el gran anfiteatro del Imperio Romano ―alcanzó una altura de 45 metros― no existía cuando el supuesto emperador pirómano aterrorizaba Roma con sus cánticos y su ardiente lira. Dejó este mundo en el 68 d.C. y el Coliseo se inauguró en el 80. La serie documental Coliseo (en Canal Historia a partir del 10 de octubre) reconstruye en ocho capítulos y con exquisita pulcritud ―la realidad virtual mezclada con las aportaciones de los mejores expertos del mundo logra maravillas― cómo era, cómo se construyó y quién asistía a las matanzas que se realizaban en el mayor símbolo arquitectónico y de poder de Roma.
Tito Flavio Vespasiano (9 d.C-79 d.C.) ―Vespasiano para la posteridad― era un militar romano que llegó a ser emperador y el primero de la llamada dinastía Flavia. No resultó un mal gobernante, puso en marcha un ambicioso programa de reformas financieras y ordenó la construcción de su gran obra: el Coliseo, que comenzó llamándose Anfiteatro Flavio, aunque pronto los romanos le cambiaron el nombre, como los hinchas de fútbol actuales lo hacen con los estadios. Tras su fallecimiento ―en su lecho de muerte dijo “vae puto deus fio” que, en contra de lo que pueda parecer, significa “creo que me estoy convirtiendo en dios”―, le sucedió su hijo Tito Vespasiano Augusto (31 d.C-81 d.C.) ―Tito― que no destacó precisamente por contar con el apoyo popular. Así que decidió que lo mejor sería inaugurar lo más pronto posible el impresionante edificio diseñado por su padre y convocar 100 días de juegos.
El público romano enloqueció. Había de todo en el Coliseo: presos ardiendo como teas en mitad de la arena, africanos esclavizados enfrentándose a enormes fieras ―el más famoso fue Carpóforo, un hombre cazado en el norte de África y que llegó a matar en una sola tarde 20 bestias salvajes―, gladiadores luchando a muerte contra sus propios compañeros y amigos de escuela o ludus y cristianos devorados por animales hambrientos. Hasta un obispo se comieron.
Casi 60.000 almas disfrutaban de tan sanguinolentos espectáculos ―la serie avisa de que algunas imágenes pueden afectar al espectador―, pero sin mezclarse entre ellas: el mejor sitio era para el emperador y sus cercanos, los asientos más bajos para las clases altas y los militares, las tribunas intermedias para los ciudadanos libres y las más altas para los esclavos y las mujeres, aunque estas fuesen ciudadanas con derechos. Y así pasaban las cien jornadas felices y contentos ―el respetable comía gratis la carne de los pobres animales sacrificados (rinocerontes, jirafas, leones, guepardos, jabalíes...)― y aplaudían al emperador. En un único festival mataron 11.000 aterrorizadas bestias. Pan y circo, se decía en la época. Se calcula que un millón de ejemplares fueron sacrificados por Roma en este tipo de diversiones, lo que provocó la extinción de especies en todo el Norte de África.
De todas formas, la afición de los romanos por estos espectáculos sufrió fuertes altibajos con el paso del tiempo, ya que no todos compartían con alegría ver cómo una fiera ingería a un ser humano indefenso. Así que cuando se programaba “una de cristianos” ―los espectáculos tenían siempre hora fija, se empezaba la juerga quemando criminales y se terminaba con los gladiadores―, muchos espectadores se iban a casa a tomar un tentempié o a echarse la siesta y luego, ya pasado el festín de mártires despedazados, volvían a sus asientos, algunos de ellos reservados de por vida en el Coliseo. Los arqueólogos han encontrado unas gradas con la inscripción gaditanorum, lo que podría traducirse como “reservadas para los de Cádiz”. No le han encontrado explicación posible.
Gladiadoras
Por eso, el Coliseo buscó nuevas atracciones que evitasen la huida del respetable. Y qué mejor que una lucha a muerte entre mujeres gladiadoras. Pero esto, a su vez, originaba un problema, porque suponía una inversión de roles. Se suponía que abrirse la cabeza a escudazos o que te atravesase de parte a parte un rudio ―espada reservada para este tipo de luchadores― “era solo cosa de hombres”. Sin embargo, Trajano (53-117 d.C.), el emperador que llevó el imperio a su máxima extensión (tres millones de kilómetros cuadrados), no era de esa opinión y, como oponerse a sus ideas podía conllevar ser el siguiente protagonista no deseado en la arena frente a los felinos, el público lo aceptó. De entre todas las gladiadoras, destacó una mujer libre romana llamada Media que logró múltiples victorias, menos una: la de comunicación. El poeta satírico Juvenal, que la consideraba un ejemplo perfecto de la decadencia de Roma, la tomó con ella. “Mujeres luchando, lo que nos faltaba por ver”, vino a escribir el vate. Así que Media, cuando el autor de Sátiras asistió al Coliseo, decidió jugárselo todo por el todo: lucharía con la mejor gladiadora del momento, una dacia tomada presa por Roma. La lucha fue tan espectacular que el poeta cambió de parecer y admitió que las féminas podían luchar tanto o mejor que los varones. Pero dos siglos después, Septimio Severo volvió a modificar la opinión imperial y prohibió la lucha entre mujeres definitivamente. “O tempora, o mores”, que decía Cicerón.
La muerte de Tito llevó al poder a su ambicioso hermano Tito Flavio Domiciano (Domiciano) que, según las malas lenguas, aceleró con algún veneno que el primero dejase de asistir antes de tiempo a este tipo de espectáculos. El nuevo emperador ―rencoroso y desconfiado― pensó que si a su fallecido hermano la construcción del Coliseo le había servido políticamente, a él no le iba a ser menos. De esta manera, decidió que el gran anfiteatro contase con algo muy novedoso: un backstage subterráneo ―trascenio o bambalinas en español, hipogeo en latín― que dejase patidifusos a los espectadores. Ordenó a Hatelio, uno de los grandes constructores de la época, realizar bajo la arena “un subterráneo arqueado” ―llegó a tener tres kilómetros de longitud― por donde introducir decorados, bestias y humanos antes de saltar al albero. Hasta entonces, las víctimas aparecían por alguna de la 80 bocas de entrada existentes a nivel de suelo. Pero cuando estuviese terminado el oculto trascenio bajo tierra, se abriría una puerta en mitad de la arena ―construyó 28 ascensores con sus correspondientes portezuelas― y aparecerían como por arte de magia los desdichados protagonistas.
Ahora bien, el problema estribaba en cómo extraer el agua de lluvia que se iba a colar bajo el Coliseo y cómo subir desde seis metros de profundidad un elefante, por ejemplo. Hatelio, que solo contaba dos meses para llevar a cabo el encargo del emperador, encontró las soluciones: un sistema de alcantarillado que aún se usa parcialmente en Roma y un ingenioso sistema de poleas y multiplicadores que lograban elevar cargas muy pesadas movidas por pocos hombres. Eso le salvó de una muerte segura y le convirtió en millonario.
El Coliseo recibe este nombre porque se situó junto a una estatua de bronce de 30 metros llamada Coloso Nerón. Al final, los romanos tiraron la metálica figura ―no se sabe cuándo―, quizás porque seguían sin perdonar al gordinflón emperador sus horribles cánticos y que quemase la Ciudad Eterna, aunque esto tampoco es seguro por mucho que lo cuente Hollywood. Mejor ver la excelente serie Coliseo y enterarse de la cruda verdad. “Quid veritas est?”, que preguntó Poncio Pilato a Jesucristo sin obtener respuesta.
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