‘The Crown’ y ‘El ala oeste…’: ¿Monarquía o república?
Las dos series ensalzan lo más esencial de las democracias liberales, un reflejo del sistema que anda en crisis y no deberíamos permitirnos el lujo de perder. En noviembre, la vida de la reina Isabel II vuelve a Netflix con la quinta temporada
Hasta 2016, no había que tomarse en serio a cualquier político que pretendiera hacer carrera y no hubiera leído El príncipe, de Maquiavelo, o visto El ala oeste de la Casa Blanca. A partir de entonces, a quienes buscan un hueco en ese patio hay que hacerles pasar otro examen con nota: The Crown. Ambas obras representan la esencia de las democracias liberales, un sistema conquistado a base de sangre y que desde hace una década vuelve a estar en peligro de demolición por los mismos fantasmas que lo quisieron destruir a principios del siglo XX.
La serie de Aaron Sorkin desmenuzó en siete temporadas todos los vericuetos del sistema presidencial americano. Mientras que Peter Morgan ha hecho lo mismo con la monarquía parlamentaria en Netflix. La quinta temporada se podrá ver a partir del 9 de noviembre. Ambos artefactos influyen en las grandes audiencias muchísimo más que un batallón de redichos politólogos o agudos analistas cacareando manuales y palabros a menudo incomprensibles en los medios. Los guionistas creadores de estas dos obras maestras lo hacen a través de una sofisticada ficción que se bate entre lo real y el ideal, la praxis de la crudeza, el peso no siempre sostenido de la ética y el deseo de mejorar las cosas.
Cuando Sorkin ideó El ala oeste… no sospechaba ni por lo más remoto que un día presenciaría el ascenso de Donal Trump a la presidencia. Ni en sus peores pesadillas, Peter Morgan —sobre todo cuando escribió el brillante guion de The Queen— intuyó que su adorada Isabel II tuviera que recibir en audiencia a Boris Johnson. Los dos han sido en la última década abanderados de la demolición de sus sistemas en pos no de alternativas constructivas sino de sus propios intereses personales. Pero la realidad ha atizado ya de sobra el mazazo de nuestros asombros. Por eso conviene hoy más que nunca prestar atención a ambas creaciones.
El ala oeste resulta más teórica que práctica, mientras que The Crown opta, por lo contrario, con una habilidad que tiene su retruécano, al andar atada a hechos reales. Jed Bartlet es un personaje completamente inventado mediante el que Sorkin construye un ideal de lo que debe ser el presidente de los Estados Unidos: culto, cabal, pragmático, pero enraizado en sus principios, cercano, pero consciente de la soledad en que finalmente debe tomar sus decisiones, rodeado de los mejores, atento a sus consejos, determinado a la hora de encarar y firmar lo que deba firmar. Entregado a sus gustos sencillos pero magistral en el protocolo, frágil pero enérgico y con un punto sentimental. Un tipo al que acudirías a votar sin atisbo de duda, hijo de la utopía con margen de aplicación real. Bartlet abre el siglo XXI de manera icónica en contraposición a otra némesis de ficción como el Frank Underwood en House of Cards. Lo mismo que el personaje de Sorkin anuncia la llegada de un Obama desde el estreno de la serie en 1999, Frank nos chafa y anticipa a Trump.
Heroína de audiencias globales
Isabel II, en cambio, ha existido. La hemos visto y convivido con ella. Pero la habilidad de The Crown consiste en haber roto la barrera emocional que ha acorazado durante décadas al personaje para metérnosla dentro de todos nosotros. A la vista queda lo que ha ocurrido con su muerte: un fervor que no hubiese cuajado de la misma manera entre la ciudadanía sin la serie de por medio. De hecho, ha sido su verdadera prueba de fuego: comprobar cómo de reina de un país ha pasado a ser heroína de las audiencias globales mediante un puro espectáculo televisivo labrado a conciencia. The Crown demuestra así lo que es: no sólo un espectáculo que ha marcado época y tendencia, también la mejor y más moderna operación de imagen que se ha puesto en marcha en el siglo XXI dentro de un Estado moderno.
Ya empezó Morgan con su experimento en ese sentido con la figura de Isabel II cuando escribió The Queen, dirigida por Stephen Frears. En ella abordó el pacto entre monarquía y política que ha funcionado como statu quo en el Reino Unido desde que a Carlos I le cortaran la cabeza en 1649 tras la revuelta de Oliver Cromwell y los Ironsides. La imagen de la reina vivió sus horas más bajas tras la muerte de Diana de Gales y The Queen aborda cómo ella y Tony Blair repararon aquella grieta con una película magistral, en la línea de esa clase de historia que nos ha dado el cine anglosajón a la hora de tratar el asunto con perspectiva en obras como Un hombre para la eternidad, de Fred Zinnemann (1966) o Cromwell, de Ken Hughes (1970).
The Crown va más allá… Aborda la figura de la reina no en un solo capítulo, sino con la ambición de entroncarla como leyenda en su época. Lo hace sin dejar de entrar en sus debilidades para así justificar mejor sus fortalezas. No evita la tensión familiar, matrimonial, política sin que importe que a menudo quede en mal lugar para hacernos comprender que si así ha actuado en determinadas situaciones lo hizo por su capacidad de sacrificio en favor de la corona. El peso de la majestad implica muchas veces la anulación de la voluntad y el propio deseo de actuar en un sentido u otro. Y que la estabilidad de la monarquía responde a intereses que se pagan con el precio de la incomprensión o directamente la ausencia de vínculos afectivos y emocionales respecto a marido, hijos, hermanos o nietos.
— The Crown (@TheCrownNetflix) September 24, 2022
La serie muestra el espectáculo de la solemnidad acompañado de un crudo pero cercano retrato de la reina para lograr con él la poderosa imagen de una mujer deificada donde se cuecen hoy los héroes y las leyendas: en la televisión. A su fuerza simbólica le han acompañado los tiempos. En la presente deriva democrática, cuando la ultraderecha se hace presente y carcome el sistema con discursos de división y odio que encuentran adeptos para llevarse gobiernos, donde el liderazgo ha quedado por los suelos, su figura cobra aún más fuerza con un aroma de nostalgia.
Por otra parte, el ideal de Bartlet en Estados Unidos ya no parece posible ni reponiendo la serie una y otra vez en Amazon Prime o HBO Max, donde puede verse. Todo lo que Sorkin teorizó en dramaturgia e imágenes enfrenta hoy fantasmas interiores con idéntico peligro a los exteriores. Hoy los seguidores de Trump y sus teorías amenazan tanto o más que un Putin —el verdadero patrón del anterior presidente— en el seno del sistema. Ya ni siquiera necesitamos distopías que nos alerten. Las hemos vivido.
Para contrarrestarlas tampoco requerimos utopías. Pero sí conviene repasar y seguir viendo los capítulos de estas obras fundamentales para entender la complejidad de un sistema que ha conquistado mediante la voluntad del diálogo y el acuerdo las más altas cotas de bienestar de la Historia. Las dos nos muestran que la clave del progreso y la democracia no se reduce al blanco y negro, sino a un continuo y sutil equilibrio abierto al acuerdo de manera constante para caminar hacia un mundo, si no mejor, sencillamente, más seguro y habitable.
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