‘Legacy’: un Bosch sin placa y un poco perdido
El mítico policía de Los Ángeles, ahora convertido en detective, protagoniza una continuación de la serie original que aguanta porque la sola irrupción de Welliver, con su laconismo achulapado, reconforta al espectador convicto
Fui de los que creyeron que Bosch terminaba de verdad cuando emitió su último capítulo en junio de 2021. Debería haber sospechado que no porque se abrían dos tramas: cuando el héroe entrega la placa del departamento de policía de Los Ángeles y se asoma a una ventanilla para pedir una licencia de detective privado, y cuando su hija Maddie tramita el ingreso en el cuerpo que acaba de abandonar su padre. Pero ambas promesas también funcionaban como cierres elegantes. Todo había quedado recogido, no se adivinaba una voluntad de estirar el chicle, aunque los lectores de las novelas de Michael Connelly saben que no terminan nunca. Por eso, el estreno de Bosch: Legacy (Prime Video) fue un bis por sorpresa, como si el grupo sale al escenario cuando la mitad del público se ha ido ya. Y la nueva serie (me niego a escribir secuela, reservo ese sustantivo para las enfermedades) no es más que un bis de la original. Tampoco es menos.
Como los bises, Legacy es un premio a la constancia para los espectadores más glotones. Le podrán cambiar el título, la canción de los créditos y algunos personajes, pero es una temporada más que retoma la historia donde se quedó, lo cual obliga a cambiar varias cosas importantes. La principal es que ha dejado de ser una serie de policías, ya que Harry Bosch es un detective privado. La comisaría de Hollywood, escenario troncal, se transforma en un decorado secundario que aloja la trama de Maddie Bosch, policía becaria. Desaparece esa parte procedimental, la que más me atraía de la serie, y se añoran mucho sus personajes: la jefa Billets, el ambicioso y perturbador jefazo Irving y el leal y atormentado Edgar. Sigue, por suerte, la pareja cómica de Johnson y Moore, los dos polis viejos que, ahora jubilados, echan una mano a Bosch en sus misiones.
Al perder el azul policial (o el blanco y negro, como los coches patrulla de Los Ángeles), el tono se repliega hacia un registro negro clásico. En una de las tramas principales, un millonario moribundo contrata a Bosch para que encuentre a una novia de hace setenta años, por si tiene un hijo perdido al que nombrar heredero. El viejo vive en una mansión de estilo español que parece sacada de El sueño eterno de Raymond Chandler, y los personajes rezuman el desencanto de las películas clásicas de la década de 1940.
A partir de ahí, los guiones se empeñan en recoger todos los clichés del género, añadiéndole unas gotas de cine de espías y un chorro de pelis de acción, con una asesina implacable copiada de Lara Croft. Solo el cuerpo de Titus Welliver, cada vez más correoso y con ecos lejanos del Bruce Willis más socarrón, consigue amalgamar lo que, sin él, sería un pastiche sin pies ni cabeza, con tramas que no se conectan entre sí y no llegan a expresarse con nitidez, en parte porque los personajes nuevos no tienen el atractivo de los viejos. Quizá funcione por la inercia de las temporadas pasadas, o porque el universo de Bosch —esa ciudad de Los Ángeles, con luz dura y cenital, llena de aristas y verjas oxidadas— es autónomo y está tan bien dibujado que lo aguanta todo. O tal vez se deba a la generosidad de un espectador fiel que, a estas alturas, vería la serie aunque esta consistiera en un plano fijo de Harry Bosch escuchando discos de John Coltrane mientras come patatas fritas.
Una relación matrimonial
No hay que descartar la costumbre como un criterio para valorar una serie. Quizá no suene muy riguroso, pero es una cuestión importante. Las series plantean a su público una relación larga, casi matrimonial, y llega un punto en que los cónyuges, si no se han divorciado, se lo perdonan todo. Eso no nos impide ver los defectos, y hay que reconocer que a Bosch no le ha sentado bien colgar el uniforme. Su personaje era mucho más redondo cuando estaba a sueldo de la ciudad de Los Ángeles y sus dilemas aludían a la búsqueda de la justicia y los límites de la ley, y no tanto a la venganza, como sucede ahora. Desde que se dio de alta como autónomo, anda un poco perdido, y sospechamos que va a tener más problemas con la declaración trimestral del IVA que con los múltiples delitos que comete para resolver sus casos.
En ese sentido, la metáfora de la casa es uno de los hilos que quedan sueltos. La serie empieza con un terremoto que casi arrastra la casa colgante de Bosch acantilado abajo y le obliga a mudarse al sofá de la oficina. Las grietas de la casa, alegoría de las grietas morales que le han salido al protagonista, es un símbolo feliz y poderoso que, como tantas otras cosas, se pierde en el pastiche de mafias rusas, violencias policiales, venganzas de abogadas y tecnología espía de vanguardia.
Pero nada de esto importa, porque la sola irrupción de Welliver, con su laconismo achulapado, reconforta al espectador convicto, que siempre agradece un bis de su grupo, aunque el cantante desafine y no toquen sus canciones favoritas. Éramos más felices en la comisaría de Hollywood, pero después de tantos episodios, no vamos a abandonar al personaje ahora que nos necesita para pagar la cuota de autónomos.
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