‘Barry’, más corrosivo (y letal) que nunca
La tercera temporada de la serie de HBO que coescriben el actor Bill Hader y el ex ‘Seinfeld’ Alec Berg traslada su metaficción al universo de las series de televisión y le da una vuelta de tuerca al absurdo del negocio que consiste en acabar con el otro
Al principio no era más que algo parecido a una bolsa de plástico vacía dejándose llevar por el viento, como aquella que tuvo su momento en American Beauty. Alguien que había ido a una guerra (Afganistán) y había sido aceptado y querido por primera vez porque se le daba bien matar. Así que, a su vuelta, se había convertido en un asesino en serie por encargo. Y llevaba un tiempo harto. Deprimido, como Keller, el sicario coleccionista de sellos que protagoniza las divertidísimas novelas de Lawrence Block, que echa de menos pasear al perro porque echa de menos algún tipo de vida. Entonces dio con una clase de interpretación repleta de malos actores, y empezó a fingir, sin darse cuenta, que podía ser otra cosa, y al final, casi lo consiguió.
El punto de partida de Barry, la serie de HBO que coescribe y dirige su protagonista, el exmiembro del elenco de Saturday Night Live Bill Hader —junto a quien fuera guionista de Seinfeld Alec Berg—, devoraba enormes e inesperadas dosis de comedia mediante todo aquello que había sido sagrado en, pongamos, Dexter —la camiseta que Barry Berkman, el personaje, lleva durante toda la primera temporada era un guiño más que evidente a la camiseta de matar de Dexter Morgan—, dándole la vuelta a la pulsión de matar por el hastío del asesinato en sí. Todo más relacionado con la cantidad ingente de otros trabajos horribles que todo aquel que se dedica a lo artístico tiene que hacer para poder dedicarse a ello que con la propia idea del asesinato.
Así, desde el principio, y en especial, a partir de la segunda temporada, con personajes joya como el profesor Gene Cosineau (enormísimo y canónico Henry Winkler), el malísimo actor encantadoramente engreído que se convierte en figura paterna y líder espiritual de Barry, o la aspirante a actriz violentamente insegura Sally Reed (Sarah Goldberg) que ejerce de espejo ante el protagonista, la serie reflexiona sobre de qué forma la interpretación es, como el arte, la mejor forma de conocerse a uno mismo. En mitad de infinidad de jugosas situaciones absurdas —todo siempre acaba bien, pero alguien siempre muere, en realidad, mueren muchos—, Barry intenta cambiar, pero el mundo que le rodea no está dispuesto a dejar que lo haga.
En ese sentido, a aquellos que echasen de menos al Barry (asesino) implacable, va a fascinarles la nueva vuelta de tuerca del asunto. Porque ha vuelto. En el inicio de esta tercera temporada —estrenada ayer y de la que los propios Hader y Berg no sabían cómo salir bien parados, porque ahora alguien más conoce el secreto de Barry y es alguien de quien la serie no puede prescindir—, Barry está deprimido y solo, pero, puesto que se conoce y sabe lo que quiere, por una vez está enfadado, airado. Nada le importa demasiado y por eso ha vuelto a matar, pero de forma desordenada, atendiendo, vía internet profunda, los encargos de maridos y mujeres que buscan deshacerse de sus cónyuges por casi cualquier cosa, y que se arrepienten en el último momento y acaban también muertos.
Y si antes su metaficción inteligente, y en muchos casos, instructiva —por momentos, la cosa parece un manual para iniciarse en la interpretación—, se cebaba con los inicios del actor —los talleres repletos de gente incapaz de actuar que creía estar haciéndolo estupendamente—, ahora lo hace con los engranajes de las propias series de televisión. Con Sally convertida en creadora y protagonista (como el propio Harder) de su serie, la confrontación con productores con menos cerebro que un mosquito, periodistas que lo único que quieren saber es a quién ves como el nuevo Spiderman, y equipos de autómatas, es constante. Pero, ¿qué hay de fondo esta vez? La idea de las consecuencias. Que existen. Y que si uno quiere que lo perdonen, tiene que ganárselo.
Barry, más corrosiva (y letal) que nunca, hizo suya desde el principio la máxima de Kurt Vonnegut que dice que no hay mejor manera de tomarse en serio que no tomándose en serio, y, de paso, además de reconstruir el camino del héroe de cualquier actor, y de preguntarse hasta qué punto aquello que consideras familia —cuando no es más que tu supuesto jefe— no tiene por qué hacerte ningún bien, reprogramó roles —son ellas quienes tienen poder en el mundo real, ellos solo fingen tenerlo en las cloacas— y señaló, y continúa haciéndolo, hasta el último rincón de una masculinidad tóxica que no se tiene en cuenta más que a sí misma. Barry Berkman es, podría decirse, el reverso autoconsciente y apaleado de Patrick Bateman, un american pyscho sentido y perdido.
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