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Columna
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Miguel Bosé, un Lord Byron a la española

En la entrevista de Évole, revoloteaba en torno al cantante una sensación de destrucción personal, de caída del hombre, esa sensación de mito en ruinas

Jordi Évole y Miguel Bosé, en un instante de 'Lo de Évole'.
Manuel Vilas

La televisión ahora cuenta las vidas. Miguel Bosé le contó la suya a Jordi Évole con una sinceridad nunca oída antes. Vimos a un Bosé con dimensión proustiana, dispuesto a confesar su pasado desde un rascacielos de Ciudad de México. Vimos también la historia de España, llena de melancolía. Bosé hablaba de su padre, el torero Luis Miguel Dominguín, con emoción. Sentó cátedra con un concepto nuevo: la “torería”. Y Évole aprovechó para que viéramos en su tableta un vídeo de 1977, nada menos que el debut televisivo de Miguel Bosé. De 1977 hasta ahora Bosé fue un representante de la cultura popular española y del ansia de elevación de esa cultura a un grado de sofisticación difícil de lograr en España, a imagen de otras culturas populares que consiguieron mitos del calado de un David Bowie o de un Serge Gainsbourg. Revoloteaba en torno a Bosé una sensación de destrucción personal, de caída del hombre, esa sensación de mito en ruinas. El mismo Bosé hizo una confesión de una gran belleza: su voz se había quebrado porque el amor de su vida se había extinguido. Tuvo voz mientras estuvo enamorado. Sin amor, la voz se marcha. Un Lord Byron a la española, eso deberíamos ver en este Bosé último, hablando desde México, que añadía a la confesión un exotismo peligroso. Había belleza y elegancia en esa confesión. Hablar de la vida que se ha vivido, y hacerlo sin miedo y sin pudores políticos o morales, es siempre tan redentor, útil y valioso como de condena y linchamiento seguros en las redes sociales. Explicó muy bien qué era la fama en la década de los años cincuenta en España: el torero Dominguín casándose con la musa italiana del neorrealismo, Lucía Bosé. Y Francisco Franco que miraba a Dominguín con idolatría. “A Franco se le caía la baba cuando miraba a mi padre”, dijo Miguel. Yo creo que eso (que a Franco se le cayera la baba de admiración por algo o alguien) es metafísicamente imposible, pero era bonito oírlo en boca de Miguel Bosé. Hubo una pequeña discusión sobre si Bosé estaba gordo o no. Évole le auxilió y le dijo que no. Lo que vimos los espectadores es, pese al negro, una escondida barriga, pero ni un gramo de grasa en el rostro. Con esa especie de túnica, hay momentos en que Bosé recuerda al Neo de Matrix. Parecen sacerdotes de una vida misteriosa. Otro momento impactante fue cuando Bosé contó un episodio de juventud: la cacería en que derribó a una cierva, y al abrirle el vientre, salió de ella un bambi muerto. Parecía la historia de España, esa violencia atávica, que me recordó a la película La caza de Carlos Saura. Bosé le dijo a su padre que nunca más volvería a cazar. Évole hizo allí un silencio dramático, esperábamos una lágrima de Bosé, que casi estuvo a punto de salir. La televisión está contando las vidas reales. Como si en España se desintegraran los pudores del catolicismo y de la izquierda castiza. Contar la vida sin miedo es un paso colectivo hacia la libertad plena. Hubo un toque aristocrático que añadía una ironía sutil: Bosé, a la presunta manera de Juan Carlos I, también regala por amor fincas, viajes, apartamentos. Évole le dijo entonces que quería ser su novio. Y quién no.

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