La conjura de los micros abiertos
Hay quien cree que nadie resiste la prueba y que todos caeríamos desenmascarados si registrasen lo que contamos cuando nos creemos a salvo del oído público
No suelo abrigar sentimientos conspiranoicos, pero a veces creo que, tras cada zafiedad recogida por un micrófono abierto, se esconde un técnico harto de aguantar a impresentables que decide olvidarse de apretar un botón. Hace un tiempo se hicieron famosos los vídeos filtrados por alguien de Telemadrid que grababa durante las pausas y sorprendieron a Sánchez Dragó en actitud cortesana con Ana Botella o a Salvador Sostres exponiendo teorías sobre vaginas jóvenes.
En la película El escándalo, que narra los abusos de Roger Ailes a las presentadoras de la Fox, el personaje de Megyn Kelly cuenta su historia a un compañero en un estudio de radio vacío. Antes de hablar, desenchufa todos los micros. El final del documental The Jinx es una confesión involuntaria del malvado protagonista, que entra al servicio con el micro enchufado y, musitando para sí, revela el crimen que ha negado en cámara.
Hay quien cree que nadie resiste la prueba del micro abierto y que todos caeríamos desenmascarados si registrasen lo que contamos cuando nos creemos a salvo del oído público, pero la mayoría de la gente aguanta muy bien, porque no imposta el discurso público. No creo que pasara nada si se emitieran las conversaciones privadas que tenemos en la radio antes de un programa. Tal vez algún aludido se enfadaría por un cotilleo bisbiseado a sus espaldas, pero no se desvelaría un aspecto insólito de nosotros que el público no conozca ya.
No pueden decir lo mismo esos dos gañanazos pillados por RTVE en los Goya, que según algunos representan la cotidianidad de los hombres muy hombres ante un desfile de mujeres. No sé qué tugurios de legionarios frecuentan quienes creen eso, porque a mí me sonaron a psicofonías de otro siglo. Aunque, visto el despiporre que gobierna el ente, lo raro es que esas rijosidades no acabaran sobreimpresas en los rótulos.
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