El móvil me llevó hasta la barricada
La sociedad conectada es un terreno fértil para el activismo. Y el nuevo capitalismo digital grava el malestar. Pero hay otras raíces en la revuelta.


Es bueno prevenirse del novismo, eso de pensar que toda tendencia que asoma es imparable, que lo que pasa ahora nunca había pasado. Es facilón también atribuir todo fenómeno del siglo XXI a la revolución digital, como si antes de internet fuéramos de otra pasta. La realidad es más compleja. Sí es cierto que la forma de comunicarnos condiciona nuestros actos. Y que la vida conectada ha favorecido el activismo y su fácil contagio: los eventos locales se vuelven globales.
Llevamos meses viendo disturbios por todo el planeta. No es tan nuevo. Los jóvenes alborotadores de 1968 en París, México, Berlín, Berkeley o Praga ya pensaban que estaban cambiando el mundo. Ellos perdieron sus batallas particulares, porque la protesta fue aplastada y se restauró el orden. Pero algo ganaron, lo vemos hoy, en el terreno de la guerra cultural. Los valores compartidos ya no eran los mismos.
Ahora sorprende la sucesión de algaradas en las calles: Hong Kong, Santiago, Argel, Delhi, Beirut, Barcelona, Bagdad, París, los viernes por el clima. Cada conflicto tiene su causa específica: no se empeñen en asociar Cataluña con Hong Kong. Ni los chalecos amarillos franceses están en la misma situación que los iraníes o ecuatorianos ante las subidas del gasóleo.

Cada revolución, eso sí, está vinculada a una forma de comunicación. La imprenta fue clave en las revoluciones liberales, de los libros a los panfletos clandestinos. La radio y la televisión estaban en el centro de los conflictos del siglo XX. En el cambio de siglo, desde la irrupción de los altermundistas en Seattle y Génova, emerge internet como herramienta para conectar a gente diversa a escala global. Las redes sociales (y televisiones sin fronteras como Al Jazeera) fueron el combustible de la Primavera Árabe. Y en Occidente alientan la polarización política.
El teléfono inteligente ha iniciado a muchos jóvenes en el activismo: primero un activismo de sofá, o de clics, que después sale a la calle, como pasó el 15M. En países sin libertades, los móviles han sido la ventana al mundo de los jóvenes, que dan un paso al frente siguiendo ejemplos cercanos o lejanos. Las guerrillas urbanas se organizan, buscando la sorpresa, a través de redes o apps. La tecnología también sirve, claro, a la represión: se persigue a opositores por el rastro de sus teléfonos o mediante el reconocimiento facial.
Las causas de fondo no están en la tecnología: la desigualdad, las heridas de la crisis, la pérdida de fe en el sistema, las oscuras perspectivas para las nuevas generaciones, la avería en el ascensor social. Claro que el capitalismo digital empuja un poco más al miedo y a la precariedad, con esa economía de plataformas, esa gentrificación de las ciudades y ese fantasma de la robotización del empleo.
El cambio tecnológico, por definición, genera inestabilidad. En ella estamos y estaremos. También debería servir, ojalá, para devolvernos la fe en el progreso.
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